Publicado el 20 de septiembre de 2009
Así se llama una calle de Toledo. Una
calle céntrica y muy transitada, del barrio antiguo, una de cuyas
aceras la ocupa, casi por completo, la fachada de inmenso edificio
que comprende la Catedral, el palacio arzobispal y los jardines. Si
sigues esa acera, vas a salir a la Plaza de Zocodover, la más famosa
de la Ciudad Imperial.
Una calle del corazón de una ciudad
que, siglos atrás, tuvo una relevancia histórica de la que hoy
parece que nos hemos olvidado.
Toledo fue la capital del Reino, que
no se llamaba España, pero que lo era; Toledo, fue después, durante
siglos, la ciudad más importante en lo político, lo administrativo
y, sobre todo lo económico y lo artístico.
Toledo era la Escuela de Traductores,
Toledo era el emporio económico y Toledo era, en fin, la cima del
arte.
Luego lo fue Valladolid y más tarde
Magerit, Madrid para los castizos, ciudad a la que Felipe II traslada
su corte por el único hecho, intrascendente en nuestra época, de
estar situada en el centro de España.
Siempre que he pasado por la calle del
Hombre de Palo,
me he preguntado quién sería este hombre al que se dedicaba una
calle de la importancia que debería tener ésta, en el
desenvolvimiento de la vida cotidiana de una ciudad como Toledo.
Fue en el siglo XVI cuando se le puso
este nombre a aquel camino que bordeaba la trasera de los jardines
del palacio arzobispal. Es posible que entonces fuera un lodazal en
el crudo invierno de la Meseta y un secarral en el verano, tórrido,
de la ciudad de los Cigarrales.
Situados ya en el lugar y en el
momento, la investigación se centraba en la propia esencia del
nombre de aquella calle. ¿Quién era el Hombre de Palo?
Recabando información fui focalizando
el personaje, que resultó no ser un hombre, como sería de suponer,
sino un muñeco, una especie de autómata que un inventor bastante
desconocido, allá por el último tercio del siglo XVI, había
construido en aquella ciudad, en la que vivía y en una casa de
aquella misma calle.
El inventor era un personaje pasado
por alto, como muchos otros que, en pleno Renacimiento, destacaron
notablemente, pero al que las grandes figuras de aquel movimiento
artístico y cultural, ensombrecieron para siempre.
Se trata de Juanelo
Turriano, nombre por el
que se le conoció desde que vino a vivir a España a Giovanni
Torriani.
Había nacido en el año 1501 en
Cremona, ciudad italiana situada en el norte del país, cerca de
Milán y en la región conocida como Lombardía y llamado por el
emperador Carlos V, se vino a vivir a España en el año 1554 y aquí
permaneció hasta su muerte que tuvo lugar en Toledo en el año 1585.
Fue conocido como el Relojero
del Rey porque, entre
otras habilidades, Juanelo
era un hábil relojero, pero además era astrónomo, ingeniero y
sabio en el más amplio sentido de la palabra.
Sin embargo, su formación académica
es más que dudosa, pues no existe constancia de su paso por
universidades o escuelas en cuyas aulas se hubiera formado.
De cualquier modo, la Lombardía del
siglo XVI es un emporio de sabiduría. La familia Sforza
ejerce el mecenazgo de las artes y las ciencias y toda la región
vive un inquieto despertar que se traduce en nombres que hicieron
famosa aquella época.
Dicen que Juanelo
ejerció de niño el oficio de pastor y que en sus horas libre se
dedicaba al estudio, habiendo alcanzado cierta maestría en el arte
de la astronomía, sin que hubiese aprendido nada, sólo por la
observación que del cielo efectuaba cada noche, mientras cuidaba de
su rebaño. Pero esa información es poco fiable, pues se sabe que
estudió con Fondulo,
un profesor de la universidad de Pavía, que fue quien le inició en
la Astronomía.
Por otro lado, el mismo Juanelo
manifestó alguna que otra vez que se había iniciado en el taller de
su padre, Gerardi
Torriani, en el que se
construían y reparaban maquinarias y el cual ya tenía en su haber
alguna que otra invención e incluso construcciones de artilugios
diversos, de los que, desgraciadamente, se carece de información.
Siendo ya adulto, se trasladó a
Milán, en donde ejerció el oficio de relojero construyendo relojes
que le dieron cierto prestigio.
Su vida en la Lombardía hubiese sido
mucho más desconocida de no haberse dado la circunstancia
excepcional de producirse la Batalla
de Pavía, entre Carlos
V y Francisco I de Francia que tuvo lugar en 1525. La victoria
española hizo que la Lombardía pasara a la corona de España y de
esa manera, Carlos V, tuvo conocimiento de la existencia de aquel
joven tan brillante.
Con ocasión de la coronación del
monarca español como rey de Lombardía, en el año 1530 viajó a
aquellas tierras, en donde el Gobernador de Milán, Ferrante
Gonzaga, quiso
obsequiar al emperador, cuyo gusto por los relojes ya conocía, con
un famoso reloj astronómico llamado Astrium,
que había sido construido en el siglo XIV por Giovanni
Dondi y estaba
considerado como una obra maestra de la tecnología mundial, pero que
llevaba años averiado.
Ferrante
entregó el Astrium
a Juanelo
para que lo reparase y éste, después de comprobar que su maquinaria
estaba completamente oxidada y que faltaban resortes esenciales para
el funcionamiento, informó al gobernador que el reloj era
irreparable, pero si quería, podría construir uno similar, incluso
mejorarlo.
Usando de todos sus conocimientos,
incluso de su ingenio, construyó para el Emperador un reloj
astronómico que se conoció con el extraño nombre de Cristalino,
pieza única en su tiempo y que permitía conocer la posición de los
astros en cada momento, lo que servía mucho para la práctica de la
Astrología, tan en boga en aquella época.
Veinte años tardó en entregar su
obra, de los que los últimos tres los había empleado en la
construcción de las mil quinientas piezas que componían su
mecanismo y su posterior ensamblaje. Los anteriores diecisiete fueron
de estudio de los planetas, de los mecanismos del reloj y del diseño
de las maquinarias que inventó para construir los engranajes.
De hecho, inventó un torno para
construir las ruedas dentadas que las tallaba con extraordinaria
precisión. Esta obra le dio fama en toda Europa, lo que unido a la
admiración que había despertado en el Emperador, hizo que éste se
lo llevara con él.
Sirvió a Carlos V hasta su muerte,
acaecida en el año 1558, acompañándolo al retiro en el Monasterio
de Yuste y atendiendo su colección de relojes, a los que el
Emperador era muy aficionado. Sólo cuando fallece el monarca,
regresa a Toledo.
Pronto pasará al servicio del nuevo
rey, Felipe II, que le nombró Matemático Mayor del Reino,
nombramiento que vino a darle un nuevo realce a la figura de quien ya
estaba calificado como un sabio eminente.
Es durante esta época en la que
Juanelo
construye su “autómata”, su Hombre
de Palo, con el que da
nombre a la calle. No se tienen muchos datos de cómo era ese muñeco
de madera que se movía por sí solo y no constan documentos que
expliquen las características de este invento, pero indudablemente
debió ser muy famoso en la ciudad y en toda la corte, como para que
se le dedicase el nombre de una calle.
Siendo el muñeco de madera el que más
ha contribuido a perpetuar la memoria del sabio, su principal obra
fue un artilugio complicadísimo que, usando la fuerza de la
corriente del río Tajo, elevaba agua desde el mismo, hasta el
Alcazar Real, situado muchos metros por encima.
El mecanismo empezaba como una noria,
cuyos cangilones suben el agua a un primer nivel. Luego, otro
mecanismo que hace girar también la corriente del río, produce,
mediante una biela, un movimiento de vaivén que se transmite a otros
recipientes en forma de grandes cucharas que van subiendo el agua a
distintos niveles, desde donde, por gravedad y conducida por unos
arcaduces, va ganando peldaños en una especie de escalera
hidráulica, hasta llegar al nivel del Alcazar.
Esquema del ingenio
de Turriano
Este complicado artilugio fue repetido
en otro punto de la ciudad porque aunque había sido contratado por
el ayuntamiento de Toledo para dar agua a toda la población, se hizo
llegar hasta el Alcázar, en donde el ejército se negó a compartir
el agua con la ciudad, por lo que el ayuntamiento encargó otro
artilugio a Juanelo, que también lo construyó.
Su fama de hombre sabio ya alcanza a
toda Europa y cuando contaba más de setenta años y había
demostrado su genio creativo e inventor, sus conocimientos de la
física, las matemáticas y la astronomía, lo llaman desde el
Vaticano para que forme parte de un proyecto de extraordinaria
importancia.
El Papa Gregorio
XIII, asesorado por un
astrónomo jesuita, decide que es necesario hacer una corrección del
calendario que hasta ese momento se estaba utilizando, y no duda en
llamar a Juanelo Turriano
para que se una a los otros astrónomos, matemáticos y relojeros que
van a acometer la reforma del que se conoce como Calendario Juliano,
en honor de Julio César que lo había instaurado en el año 46 antes
de Cristo.
El nuevo calendario que saldrá de la
comisión de sabios que reúne el Vaticano, continúa vigente a día
de hoy y se conoce como Calendario Gregoriano, en homenaje a quien
tanto empeño puso en la modificación.
Gregorio XIII, mediante una Bula,
decretó, en el año 1582, en que se empezó a utilizar, que para
corregir el desfase acumulado en mil seiscientos veintiocho años de
uso del calendario Juliano, al jueves cuatro de octubre, le siguiese
el viernes quince de octubre.
Con Felipe II, Juanelo
se mete a ingeniero y asesora en la construcción del canal del
Jarama y la presa de Colmenar, así como otra en Alicante.
Contratado como relojero por la
corona, se le asignan cuatrocientos Ducados al año, y colabora en la
construcción del reloj de la torre de lo que entonces se llamaba El
Alcázar de Madrid y que luego ha sido conocido mundialmente como el
Monasterio de El Escorial.
El hasta ese momento Alcázar y hoy
Monasterio lo está construyendo Juan Bautista de Toledo, el
arquitecto que lo diseñó, aunque a su muerte, Juan de Herrera
concluyó la obra que al final, dio nombre a un estilo arquitectónico
que lejos de ornamentaciones, es mundialmente conocido como Estilo
Herreriano.
Se tiene en cuenta su opinión sobre
el sonido que deberían tener las campanas del monasterio y se le
encarga el diseño y la fundición de las mismas.
Es muy común entre los inventores de
la época, atender a ingenios que hagan más fácil la extracción de
minerales de las minas, principal fuente de riquezas, tanto en la
Península, como en las nuevas tierras descubiertas y, así, como
otros, diseña y construye mecanismos para drenar el agua que inunda
las galerías y hace el trabajo si no imposible, mucho más difícil
y complicado, además del riesgo que la presencia del agua produce en
relación con corrimientos de tierra.
En el siglo XVII apareció un
manuscrito de 483 páginas, en un solo volumen que fue muy estudiado
en la época y en siglos posteriores.
Este manuscrito lleva por título: Los
veinte y un libros de los Ingenio y Máquinas de Juanelo, los quales
le mando construir y demostrar el Chatolico Rei D. Felipe Segundo,
Rey de las Hespañas y Nuevo Mundo.
Fotografía de la
portada del libro
Era en realidad una copia de otro
manuscrito del siglo XVI, época que sí coincide con los años en
que conviven Felipe II y Juanelo.
Más recientes estudios, opinan que por el lenguaje empleado, no
parece que Juanelo
fuese el autor, lo que no quita para que lo dictase a un escribano
que usara su propio léxico. También que la relojería, tema
estrella de Juanelo, es escasa en el libro y por último que el autor
describe zonas y pueblos de Aragón que Juanelo
desconocía.
La controversia está servida y el
eminente profesor Nicolás García Tapia, en un artículo muy
documentado, escribe que ya en el prólogo, el ingeniero José
Antonio García-Diego, creador de la Fundación
Juanelo Turriano,
detecta que ese códice no pudo haber sido escrito por el italiano y
apunta a otro personaje de la época, un aragonés, tan sabio como
desconocido, Pedro Juan
de Lastanosa, como su
posible autor.
No es intención de este artículo
entrar en esa polémica, sino dejar a las claras la existencia de un
hombre excepcional, muy adelantado a su tiempo, inventor prolijo, que
aun no siendo español, se hizo en España y como otros sabios y
artistas del momento, buscaron en la pujante sociedad española un
lugar en el que desarrollar su arte, su técnica o su ciencia y que
las telarañas del tiempos han ocultado quizás eclipsados por los
gigantes intelectuales de la época.
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