Publicado el 9 de mayo de 2010
El
31 de marzo de 1596, nació en La Haye en Touraine, en el centro de
Francia, el que es considerado como el padre de la moderna filosofía: René
Descartes.
Hijo
de Joachim Descartes y Jeanne Brochard, Descartes era el menor de tres
hermanos nacidos en el seno de una familia de la baja nobleza. Su madre
falleció de parto cuando el pequeño René no contaba ni dos años de edad,
circunstancia que condicionó sobremanera la vida del filósofo, que fue criado
por su abuela y una nodriza a la que estará íntimamente ligado de por vida.
Su
padre era un jurista que trabajaba para el Parlamento de Bretaña; está obligado
a largas ausencias que producen un distanciamiento que se va acentuando
conforma pasa el tiempo y se agrava, definitivamente, cuando contrae segundas
nupcias con una joven inglesa. Desde entonces, la única familia de Descartes
será la de su abuela materna en cuya casa vive hasta que con nueve años ingresa
en el internado de los padres jesuitas de La Flèche.
Bajo
la tutela directa del padre Charlet, pariente lejano que
ejercería el papel de educador y padre, el pequeño René permaneció internado
desde 1604 hasta 1612. Ocho años en los que aprendió latín y griego, leyendo
con soltura a los clásicos en sus lenguas vernáculas, pero también aprendió
matemáticas, música, astronomía, arquitectura, e incluso lo que en la Edad
Media era común a todos los jóvenes de buena familia: a guerrear y a montar a
caballo.
Su
salud era enfermiza, pero su inteligencia era prodigiosa y así lo advirtieron sus
preceptores que le animaron a estudiar leyes y medicina, trasladándose a Poitiers,
en cuya universidad se graduó en 1616.
René
Descartes
Pero
Descartes ya tenía claro que su vida no iba ni por las leyes ni por la salud y
sabía también que en las aulas se podía aprender poco más, así que decidió
seguir aprendiendo en la amplia universidad que era el mundo. Con veintidós
años se enrola en el ejército de Mauricio de Nassau, Príncipe de Orange, en los
Países Bajos, que guerreó permanentemente contra los Tercios Españoles y cuyo
hermano, Justino, defendió, años después, la plaza de Breda, frente al general
español Ambrosio de Spínola.
La
rendición e Breda, dio lugar al bellísimo Cuadro de las Lanzas, de Velázquez.
Descartes ya no estaría en
aquel tiempo con su antiguo jefe, porque en 1619, se pasó al ejército del Duque
de Baviera, como soldado profesional.
Fue
en esa época, concretamente el día 10 de noviembre de aquel año, cuando Descartes
dijo haber tenido un sueño revelador que le cambiaría la vida.
Se
da de baja del ejército, vende todas sus propiedades y se dedica a viajar y a
madurar su teoría filosófica.
“Cogito,
ergo sum”, (Pienso, luego existo) es la frase que le hace extraordinariamente
famoso y durante años, alterna con la élite de la intelectualidad europea y
escribe sin parar, pero al conocer la condena contra Galileo, no se decide a
publicar sus obras, sabiendo que no serán bien vistas por la todopoderosa
Iglesia.
En
1637 apareció su obra más famosa: El Discurso del Método, que lo
catapultó de inmediato a la fama y no solamente como filósofo, sino como
matemático y astrónomo.
Esta
es, a grandes rasgos, una semblanza del personaje que no sirve a otra cosa que
a desempolvar los recuerdos de los que los tuvieran dormidos, pero no es del
sabio Descartes de lo que este artículo pretende hablar, sino de su
cabeza y para eso, era necesario hacer esta pequeña introducción en el
personaje.
Su
fama en Europa es tal que la reina Cristina de Suecia lo llama a
Estocolmo, con la finalidad de recibir de él lecciones magistrales y Descartes
se traslada a la capital sueca en 1649, en donde permanece hasta el 11 de
febrero de 1650, en el que falleció de lo que se dijo era una neumonía.
Su
llegada a Estocolmo, en donde es recibido ceremoniosamente, pronto le produce
una tremenda decepción, pues en principio le usan para que escriba unas letras
en verso para un ballet y para dar algunas clases a la reina, la cual le cita
cada día a las cinco de la mañana, hora a la que el filósofo acostumbraba a
acostarse.
El
cambio de vida no le sienta bien y reniega del clima escandinavo del que dice
que hasta los pensamientos del hombre es capaz de congelar. Arde en deseos de
volverse a su país, pero no lo hace de inmediato y el día uno de febrero cae
enfermo, de lo que todo parece apuntar a que se trata de un resfriado, pero se
le complica con una pulmonía y muere diez días después.
En
la corte de Suecia, junto a la reina
Suecia
era un país protestante y Descartes era católico, así que fue
sepultado en un cementerio en el que se enterraban a los no bautizados y en
cuya fosa, el embajador francés en Suecia, mandó colocar una lápida que decía: “Expió
los ataques de los rivales, con la inocencia de su vida”.
¿Tenía
rivales Descartes? No parece que fuera así, pero es lógico pensar que a
los ilustrados suecos, la élite de la corte, no les habría gustado que su reina
se fijase en un extranjero para ilustrarse ella e ilustrar a los más cercanos y
es más que posible que se desataran celos y envías por la posición de
privilegio que tenía el filósofo francés.
De
otro lado, la reina Cristina, que profesaba la religión protestante, no se había
recatado de hacer algún comentario acerca de su escasa fe en el dogma luterano
y precisamente el elegir un preceptor católico, pudiera haber desatado cierto
nerviosismo en las autoridades eclesiásticas suecas.
No
tardo mucho desde la muerte del sabio que empezaran a aparecer rumores sobre
las causas del fallecimiento y en los que se apuntaba hacia una conspiración de
los intelectuales suecos, o de las altas jerarquías de la iglesia que veían
cómo la joven soberana, aceptaba de mal grado la encorsetada ortodoxia
protestante y veía con mejores ojos, la más laxa doctrina que Descartes
le mostraba.
Bulos
imaginados con mala fe o realidades soterradas tras los cortinajes de palacio,
pero lo cierto es que unos y otros pudieron haber sentido el deseo de quitar de
en medio al francés, sobre todo, cuando alguien apuntó que la reina, había
expresado en privado su intención de hacerse católica.
Esas
circunstancias y el ambiente de franca hostilidad que Descartes encontraba en
el círculo de personas entre las que, forzosamente, se había de mover, son un
buen caldo de cultivo para que, cualquier especulación que se haga sobre el
tema, tenga fundamento y consistencia.
Pero
hasta ahí, después de los primeros meses y de la escasa información que
realmente se tenía, la cosa se fue enfriando y Europa empieza a olvidar al
sabio, aunque sus teorías se aplican cada día con mayor convicción.
Dieciséis
años permanece el cuerpo de Descartes enterrado en el cementerio
de los catecúmenos suecos, hasta que amigos y seguidores franceses de las
doctrinas del filósofo y matemático, deciden dar los primeros pasos para
devolver a su patria los restos mortales de Descartes y así, el uno de
mayo de 1666 y con permiso de la reina, se exhuma el cadáver y los restos
debidamente embalados, son expedidos en dirección a Copenhagen.
En
el puerto de la capital danesa se produce un incidente al no querer embarcar
los marinos un féretro en el barco, alegando que es materia de mala suerte
llevar cadáveres, por lo que se produce un retraso de tres meses hasta que,
oculto bajo la apariencia de un vulgar cajón, se embarca por fin con destino a
Francia, en donde los aduaneros franceses obligan a abrir el envoltorio para su
inspección.
Los
restos se conducen para su entierro en la iglesia de Santa Genoveva, pero al
abrir nuevamente el féretro, o lo que fuera ya aquel embalaje que contenía los despojos
de Descartes,
se comprobó, para sorpresa general, que faltaba el cráneo. En la caja había un
incompleto esqueleto de una persona, del que se apreciaba un fémur, un cúbito,
un radio una tibia y restos pulverizados de huesos sin identificar, pero el
cráneo, el armazón del esqueleto más resistente a la descomposición, faltaba.
No estaba el envoltorio de la mente más clara de Europa y la incógnita era en
qué parte del accidentado viaje, la cabeza del sabio había seguido camino
diferente del resto de su osamenta. O lo que era aún peor: ¿Correspondían
aquellos despojos a los restos mortales del más sabio de los franceses?
Pero
no fue la de Santa Genoveva la morada definitiva de Descartes; después de
muchos años, se volvió a exhumar el cadáver y, por fin, el féretro fue
conducido a la abadía benedictina de Saint Germain des Prés y en la capilla de
San Benito, fue enterrado.
Aún
se puede ver una placa que recuerda la inhumación de los restos del ilustre
filósofo.
Según
se desprende de unas memorias de la reina Cristina de Suecia, que se hicieron
públicas en 1751, la soberana dice que fue un oficial de su guardia, llamado Isaac
Planstrom, el encargado de exhumar por primera vez los restos de
Descartes y que se apropió del cráneo que conservó como un tesoro personal,
hasta que a su muerte fue heredado por sus descendientes, que hallaron aquella
calavera por toda fortuna recibida en testamentaría.
En
carta fechada el seis de abril de 1821, el químico sueco Berzelius, comunica a un
paleontólogo francés llamado Cuvier que se halla en posesión de
la autentica cabeza de Descartes y que está dispuesto a
entregarla.
En
efecto, desde 1878, figura como asiento del inventario de especímenes del Museo
del Hombre, de París, un cráneo que dicen perteneció a René Descartes. Pero,
¿podemos creerlo? Yo no estaría muy seguro, después de tantas vicisitudes
aunque en la actualidad el tema tiene escasa importancia: una prueba de ADN
sobre los huesos, pertenecientes a Descartes de manera indubitada,
puesto en relación con la misma prueba sobre el cráneo, despejaría toda clase
de dudas.
Pero
la polémica no iba a terminar ahí. Eso hubiera sido muy sencillo y para una
cabeza tan compleja como debió ser la de Descartes, un final así hubiera sido
de un soserío ramplón.
En
1980 un científico alemán llamado Eike Pies, ordenaba documentaciones
de un antepasado suyo que vivió en Holanda trescientos años antes y entre la
documentación, que pertenecía a la Universidad Holandesa de Leyden, Eike
encontró una carta del médico personal de la reina Cristina de Suecia,
llamado Johann van Wullen, que escribía a un colega y que le decía: “Como
usted sabe, varios meses atrás Descartes llegó a Suecia para rendir homenaje a
Su Serena Majestad la Reina. Justo ahora, a la cuarta hora antes del
alba, este hombre expiró... La Reina quiso ver esta carta antes de enviarla. Quiso
saber qué escribí a mis amigos acerca de la muerte de Descartes. Me ordenó
estrictamente evitar que mi carta cayera en manos de extraños.”
A
continuación detallaba la evolución de la enfermedad de Descartes lo que indujo a
Eike
Pies a pensar en qué necesidad había de comunicar a otro médico los
síntomas tan comunes como los de una pulmonía
Y ¿por
qué la reina censuró las noticias acerca de la muerte de su desafortunado huésped?
En
busca de otra opinión, Pies tradujo la carta, omitió
nombres, lugares y fechas, y la entregó a un patólogo criminalista.
El
veredicto fue demoledor: los síntomas descritos en la carta de Van
Wullen corresponden a intoxicación aguda por arsénico.
Ese
envenenamiento produce intensas náuseas y dolores estomacales. Las membranas mucosas
se hinchan, estallan los vasos sanguíneos y la sangre mezclada con los jugos
gástricos forma una masa negra que se excreta por los intestinos o por medio del
vómito. Estos síntomas no se asocian con pulmonía, ni siquiera por el más lerdo
de los galenos de la época.
Pero
si hoy, con los adelantos de la tecnología, no aplicamos las doctrinas de Descartes
para salir de toda duda, es que ni somos cartesianos ni nos importa un bledo
todo lo que el francés dijo.
Los
restos de arsénico se depositan en los huesos para siempre y no hay nada más
que tener la voluntad de someter sus restos a un detenido examen.
Con
eso saldríamos de dudas.
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