Publicado el 1 de mayo de 2011
Cada año, por Semana Santa, multitud
de cofradías de todas las ciudades y pueblos de España, sacan a sus titulares a las calle para procesionar.
Cada año, una infinidad de obras de arte se exponen a la intemperie
para dar satisfacción al sentimiento cofrade y festivo de millones
de españoles y extranjeros que acuden a presenciar tamaño derroche
de arte y sensibilidad.
Sería complicado hacer una relación
de los imagineros españoles cuyas obras salen a la calle, de tan
elevado como es su número: Berruguete, Alonso Cano, Juan de Mesa,
Salzillo, Pedro de Mena, Martínez Montañés, Luján Pérez y
muchísimos más, algunos, completamente anónimos que vivieron
siglos atrás y con sus exquisitas obras llenaron de figuras
policromadas nuestras iglesias y catedrales.
La imaginería tuvo su esplendor
durante el Barroco y en esa época destacaron escultores de enorme
talla, como Pedro Roldán y su hija, La Roldana, todo un personaje en
la escultura y que ha pasado por la historia de manera bastante
desapercibida.
Quizás, en nuestra provincia, Luisa
Ignacia Roldán y Villavicencio sea más conocida que en otros
lugares, porque Cádiz tuvo para ella una importancia trascendental.
Nació la Roldana en los primeros días
del mes de septiembre de 1652, en Sevilla, cuarta hija de los nueve
que tuvo el matrimonio formado por Pedro Roldán, importante escultor
e imaginero sevillano que destacaba ya en su tiempo como una de las
más importantes figuras del Barroco y Teresa de Jesús y
Villavicencio, recibiendo el bautismo el día ocho de aquel mismo
mes, en la iglesia de la Señora Santa María.
En el taller de su padre, junto con
sus dos hermanas mayores, empieza a aprender los rudimentos de la
profesión. Su hermana mayor, María, igual que Luisa, se inclinaron
por la escultura; Francisca, la segunda, pintaba las imágenes y
esculturas que se tallaban en el taller paterno y sus hermanos,
Marcelino y Pedro también escultores, ayudaban, aunque sin demasiado
éxito.
De entre toda esta familia de
artistas, Luisa destacó sobremanera, llegando incluso a corregir las
obras de su padre, como ocurrió con la imagen de Fernando III, el
Santo, que le fue encargada con motivo de su canonización y que el
cabildo catedralicio rechazó por no encontrarla conforme a las
características solicitadas. Luisa se llevó la imagen al taller y
le serró la cabeza y los brazos, tallando nuevas piezas a las que
confirió un aire distinto y que fue aceptada por la catedral sin
ningún reparo.
Pero la vida de la insigne escultora
sufrió un revés que la marcó. En el taller de su padre trabajaba
como aprendiz Luís Antonio Navarro de los Arcos, con el que Luisa se
prometió en matrimonio. Al enterarse su padre se opuso rotundamente,
prohibió que se vieran y despidió al aprendiz.
Luisa estaba decidida y sin la
autorización de su padre, preceptiva en aquella época, se casó el
día de Navidad de 1671, cuando solamente tenía diecinueve años.
Los acontecimiento posteriores
vinieron a dar la razón a su padre que algo había visto en la
conducta del aprendiz que no le gustaba para marido de su hija, la
cual comprobó, al poco tiempo, que su marido no tenía nada que ver
con la persona de la que creyó estar enamorada.
Tuvieron varios hijos que murieron
antes de cumplir los dos años de edad, circunstancia que debe ser
muy traumática para una mujer, pero más en este caso, cuando
comprobaba que Luís no se ocupaba de aportar al matrimonio ni un
solo ducado y que todo salía de su trabajo.
Distanciada del padre, no tenía
demasiadas oportunidades y si a eso se le agrega que Sevilla salía a
duras penas de una de las peores epidemias de peste bubónica de su
historia, que produjo una mortandad de más de sesenta mil persona,
sumiendo a la ciudad en una profunda crisis, es comprensible la falta
de recursos y la desesperación que llegara a soportar La Roldana.
No obstante, su arte era reconocido
por gran parte de la curia eclesiástica y por las familias
adineradas, de manera que no le faltaron encargos, aunque cosa
distinta era que después los cobrara.
Uno de esos encargos fue del convento
de los Carmelitas de Cádiz, ciudad a la que se trasladó con sus
hijos en 1684 y en donde esculpió el Ecce Homo que se conserva en la
Catedral de nuestra ciudad y es la primera escultura documentada,
considerada obra maestra por técnicos y expertos.
Otro encargo le vino de la catedral de
Cádiz, que le pidió las esculturas de San Servando y San Germán,
patronos de la ciudad, que se observan en la fotografía que acompaña
a este texto y que se terminaron en el año 1687.
San
Servando y San Germán, patronos de Cádiz.
De su estancia en nuestra provincia
son varias imágenes que le fueron encargadas por iglesias como el
San José con el Niño, de la Parroquia de San Antonio de Cádiz, el
Cristo Nazareno, de la Iglesia Prioral de El Puerto de Santa María o
la Soledad, de la Iglesia de la Victoria de Puerto Real, por cierto
la única imagen de la Roldana en nuestra provincia que procesiona en
Semana Santa.
Después de su estancia en Cádiz,
Luisa consigue que Carlos II, el último de los reyes de la Casa de
Austria, la nombre escultora de Cámara, y se traslada a Madrid con
su familia.
Allí esculpe, por encargo del rey, su
obra más controvertida y que da título a este artículo.
Le encarga el rey, para decorar un
salón del Monasterio del Escorial, un San Miguel dando muerte al
demonio y ella cumple su encargo, entregando una escultura muy del
agrado del soberano que aún se conserva en el Monasterio.
En esa escultura, como buena artista
que era, además de irónica y vengativa, Luisa esculpe su cara para
dar imagen al ángel, mientras que al demonio le pone la cara de su
marido que ya en aquellos momento llevaba una vida de vicio y
disipación que los mantenía separado y del que había tenido que
soportar abundantes malos tratos.
Pero aún con la fama de gran
escultora y con su puesto en la cámara real, la vida le resulta
difícil y tiene que dedicarse a obras menores para poder subsistir.
De esta época proceden numerosos
belenes que le dieron mucha fama, pero pocos dineros, aunque se
convirtió en la escultora barroca que más trabajó este campo de la
escultura miniaturista, realizados casi todos en terracota
policromada.
Que llovieran encargos no significa
que luego se cobraran y su situación económica se hizo tan precaria
que incluso se dirigió al rey, ya Felipe V, en una carta en la que
hacía una declaración de pobreza y solicitaba alimentos y vestidos,
pues vivía prácticamente de la mendicidad.
Entre los artistas, sobre todo
pintores y escultores existe la máxima de no firmar sus obras hasta
que no están totalmente acabadas y cuando son por encargo, no
hacerlo hasta no haberlas cobrado.
Esta es la razón por la que muchas
obras de arte se consideran anónimas, o se atribuyen a tal o cual
artista, al carecer de la firma de su autor y de la fecha de su
creación, seguramente porque no las habían cobrado. Luego, es un
trabajo de los técnicos cuando se encuentra una obra no adjudicada,
estudiar sus características, la técnica empleada, la escuela a la
que pertenece y todas las demás circunstancias que son necesarias
para atribuirla a algún artista concreto.
Se sabe que La Roldana fue una
escultura muy prolífica y sin embargo no constan de ellas demasiadas
obras debidamente documentadas, esa puede ser una de las razones de
que muchas de sus obras no las firmara.
La más controvertida de todas es, sin
duda alguna, la Macarena de Sevilla. Considerada como la Virgen más
bella de todas las esculpidas en el mundo, la llamada Monna Lisa de
las esculturas, no tiene autor. Muchos estudiosos, críticos,
historiadores del arte y técnicos en general, opinan y con mucho
fundamento, que la Macarena es obra de la Roldana y quizás el no
haber cobrado el íntegro del precio estipulado hizo que la escultora
no estampara su firma o no certificara su autoría.
Esta gran artista, joya de nuestro
barroco, se ganó por méritos propios un lugar en el arte y en la historia aunque, quizás por ser mujer, quizás porque su corta vida
-murió con poco más de cincuenta años, en la pobreza más
absoluta- le impidió seguir creando, lo cierto es que cayó en un
olvido del que es preciso rescatar.
Su muerte fue tan triste y solitaria
que no se tiene constancia oficial de ella y se calcula que fue en
torno a 1704.
En Cádiz tenemos una réplica de su
San Miguel y el demonio, precisamente en la céntrica calle de San
Miguel esquina con Javier de Burgos, en una hornacina a la altura del
segundo piso.
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