sábado, 30 de marzo de 2013

EN BUSCA DE LAS CIUDADES PERDIDAS


Publicado el 29 de noviembre de 2009




Si algo fascinó a los exploradores, desde siempre, fue la búsqueda de la “Ciudad Perdida”: La Atlántida, sumergida bajo el mar en un lugar desconocido; Troya, casi inexistente, salvo en la imaginación de Homero hasta que Henry Schliemann la desenterró en 1871; Shangri-La, paraíso perdido en las montañas del Tíbet que se inspira en el mítico reino de Shambhala y muchas otras que contaminaron al hombre de una especie de fiebre descubridora.
Pero si hay un lugar en La Tierra que despertó esa fiebre y la contagió por generaciones, fue El Dorado.
Desde que los españoles pusieron el pie en América no cesaron de oír historias y leyendas relativas a esa mítica ciudad, en la que todo era de oro y como es natural el ansia de riquezas les impulsó a adentrarse en las intrincadas selvas de la Amazonía, en busca de una ciudad que nunca apareció.
El hecho de que no apareciera la ciudad del oro no hacía desfallecer a los esforzados y ambiciosos exploradores que a mayor dificultad, más empeño ponían en su búsqueda, pensando que más grande sería la recompensa si conseguían hallarla, y de cuya existencia les daban constantes noticias las diferentes tribus, habitantes de la selva y del altiplano, con los que se iban encontrando.
Pero nadie consiguió hallar la mítica ciudad de oro; o al menos no sobrevivió para volver y contarlo y la fiebre, con algunos altibajos, alcanzó hasta los exploradores del pasado siglo XX.
Si en este momento nos preguntasen por el más famoso explorador y arqueólogo, tanto da que sea de ficción o real, seguro que la mayoría se pronunciaría por el más cinematográfico de todos: Indiana Jones.
Y nos quedaríamos tan tranquilos, pensando que ese personaje que tan bien encarna Harrison Ford en el cine, nos parece verdaderamente real, aunque nos equivoquemos.
Indiana Jones no es un personaje real, pero sí que está inspirado en un explorador de principios del siglo XX: Percy Harrison Fawcett, que desapareció en 1925 en extrañas circunstancias cuando buscaba una ciudad perdida en las inmensas selvas del Amazonas.
Evidentemente que Fawcett no es Indy, nombre familiar por el que se conoce a Indiana, pero entre aquél y su hijo Jack, que le acompañaba cuando desaparecieron, si que trazan un paralelismo con el protagonista y su padre de la saga cinematográfica.
Percy Fawcett nació en 1867 en Devon, Inglaterra. Su padre había nacido en la India y era miembro de la Sociedad Real de Geografía, por lo que de manera indudable inculcó en su hijo la afición por las exploraciones.
Con veinte años recién cumplidos, se alistó en el ejército y sirvió en varios continentes. Se casó en Ceilán en 1901 y tuvo su primer hijo, de nombre Jack, en 1903.
Fawcett era un iniciado en la mística. Su hermano Edward colaboró activamente con Helena Blavatsky en la creación de la Sociedad Teosófica. Era muy amigo de Sir Arthur Conan Doyle, el creador del personaje de Sherlock Holmes y tenía muchas relaciones con importantes personajes dedicados a la geografía, habiendo sido miembro fundador de la Real Sociedad Geográfica de Londres.
Fawcett estaba convencido de que en América del Sur, existía una ciudad perdida y la idea de encontrarla le obsesionaba. Había escuchado y leído las leyendas sobre El Dorado, Paititi, la ciudad perdida del Perú, las minas perdidas de Muribeca y, sobre todo, habían llegado a sus manos unos apuntes en los que un portugués sin nombre, relata que en 1743, cuando se hallaba buscando las minas de Muribeca, encontró una ciudad perdida y deshabitada.
En un documento que se encuentra en la sección de manuscritos de la Biblioteca Nacional de Río de Janeiro, el portugués relató lo que había descubierto, a la vez que describía la ciudad encontrada.
Aquello fue suficiente para que Fawcett se trasladase a América con su familia. En principio fijó su residencia en Jamaica, pero casi todo el tiempo lo pasaba en el continente, obsesionado con la idea de encontrar la ciudad que relataba aquel colono.

Percy H. Fawcett

Éste, había descrito las circunstancias de su descubrimiento cuando con un grupo de unos veinte hombres se encontraba en las zonas pantanosas de la Amazonía, en busca de las famosas minas antes mencionadas, cuando ante ellos en una zona que no supieron nunca describir, ni situar en el mapa, apareció una cordillera.
Más allá de las montañas se sucedían unas llanuras y luego, otra vez las selvas más espesas.
El colono portugués y sus hombres acamparon exhaustos, en la ladera de la montaña que estaban escalando y dos de los colonos se dirigieron a buscar leña con la que hacer una fogata que espantara a las alimañas. Estos, trataron de seguir a un ciervo que se les cruzó en el camino y descubrieron una especie de hendidura en la montaña por la que se podía ascender sin tanta penosidad.
Regresaron al campamento y comunicaron a sus compañeros su descubrimiento. De inmediato se pusieron en marcha y se internaron por aquella especie de desfiladero que, conforme avanzaban, se hacía más ancho y mostraba señales de haber estado pavimentado tiempo atrás.
Agotados, llegaron a una llanura desde cuyo borde, allá abajo y a bastante distancia, se divisaba una ciudad.
Estuvieron observando durante mucho rato, ocultos tras las rocas y matorrales, sin que percibieran ningún signo de vida. Luego, dos colonos y cuatro indígenas, salieron de avanzadilla.
Presos del natural nerviosismo y también del miedo ante lo desconocido, no pudieron dormir aquella noche. Los exploradores regresaron sin noticias, si bien explicaron que no se habían podido acercar demasiado a la ciudad, pero que no habían apreciado ningún signo de vida. A la mañana siguiente, enviaron otro explorador que, a la luz del día, pudo confirmar que la ciudad estaba desierta. Al día siguiente, sin tantas precauciones, se dirigieron todos hacia la ciudad deshabitada.
Deambularon por sus calles contemplando magníficos edificios muchos en ruinas y otros aún sustentándose. Pronto comprendieron que los terremotos habían sido la causa de aquel estado de ruinas. Tomaron nota de inscripciones que reprodujeron en el informe y que a sus ojos incultos le parecieron semejantes a las escrituras griegas que alguna vez hubieran visto.
Comprobaron que los campos de alrededor de la ciudad aunque se veían abandonados, todavía producían sus cosechas y desde luego mucho más alimento de los que pudieran hallar en las selvas. Pensaron entonces que aquellas gentes había abandonado la ciudad ante un cataclismo, o una grave amenaza y sus habitantes huyeron despavoridos llevándose sólo lo más imprescindible, lo que les indujo a pensar que podrían encontrar tesoros abandonados entre las ruinas.
Uno de los colonos, Joäo Antonio, el único nombre que se menciona en el manuscrito, encontró una moneda de oro que por una cara tenía un joven de rodillas y por el otro un arco, una corona y lo que parecía un instrumento musical que no supieron identificar.
No debieron cargar mucho, pero sí asegurarse de que los exploradores indios tomaban buenas señas para volver con una expedición más poderosa y así, pusieron rumbos hacia el Este, siguiendo el curso de un río. Mucho tiempo después llegaron a la ciudad de Bahía, desde donde el portugués escribió un manifiesto sobre su descubrimiento y lo envió al virrey de Brasil
Por más de cien años estuvo guardado hasta que fue hecho público en el año 1893 e indudablemente llegó a manos de Fawcett. Años más tarde, su hijo Bryan Fawcett, hizo un relato de lo que sucintamente contenía el manuscrito, en donde para facilitar la lectura, llamó al desconocido e intrépido colono, Francisco Raposo y desde entonces es así conocido.
Desde 1906 hasta 1924, Fawcett, realizó seis incursiones en las selvas amazónicas, llegando desde la costa atlántica hasta la ciudad de La Paz, la actual capital de Bolivia, con el fin de levantar mapas que sirvieran a los distintos países que convergían en el oeste de la Amazonía, a levantar sus fronteras.
Perú, Bolivia y Paraguay convergen con Brasil, en la zona más espesa de la selva amazónica y entre esos países y muchos otros de América, no estaban nada claras las fronteras. Es más, en aquella época, solamente Argentina había delimitado su territorio de manera inequívoca.
En los viajes, entablaba contacto con las tribus perdidas de la selva, muchas de ellas de hostilidad extrema, más amistosas otras y de todas recababa la misma información acerca de la ciudad perdida.
Muchas eran las leyendas que de boca en boca corrían y que Fawcett escuchaba con deleite: las que hablaban de los “hombres murciélago”, la de los “indios blancos” y otros muchos relatos, mitad realidad, mitad ficción que no hacían sino enardecer su ánimo.
Por fin, decide organizar una gran expedición en busca de las ciudades perdidas de la selva del Amazonas. En febrero de 1925, salen de Río de Janeiro. Desde un lugar que se llama Puerto de Caballo Muerto, le escribe una carta a su esposa que dice: “Si no volvemos, no deseo que organicen partidas de salvamento...Es demasiado arriesgado. Si yo, con toda mi experiencia, fracaso, no queda mucha esperanza en el triunfo de los otros. Esa es una de las razones de por qué no digo exactamente hacia donde vamos... Ya sea que pasemos y que volvamos a salir de la selva, que dejemos nuestros huesos para pudrirse en ella, una cosa es indudable: la respuesta al enigma a la antigua Suramérica... y quizás el del mundo prehistórico... será encontrada cuando se hayan localizado esas antiguas ciudades y queden abiertas a la investigación científica. PORQUE LAS CIUDADES EXISTEN...DE ESO ESTOY SEGURO!...
Se siguió la pista de Fawcett durante un largo recorrido, pero luego no se supo nada más de él.
A pesar de que dejaba bien claro que no deseaba que nadie fuese a buscarlo, consciente del peligro a que él, hombre experimentado se iba a exponer, algunos lo intentaron y eso contribuyó a crear la leyenda en torno al coronel explorador. En 1927 los hermanos Vilas Boas, dos colonos del interior de la Amazonía acompañaron a varias expediciones que se internaban en busca de la expedición de Fawcett, porque un ingeniero francés, Roger Courteville, aseguró haberse cruzado con el inglés en unas minas muy dentro de la selva, las Minas Gerais.
Ese mismo año, un comandante de la Marina de los Estados Unidos, dijo haber visto a un indio que llevaba como amuleto una placa de identificación del coronel Fawcett.
En 1928 partió de Cuyabá, una expedición al mando del coronel Dyott que recorrió inmensas extensiones de selvas y habló con numerosas tribus. Solamente pudo hallar una maleta metálica abandonada por Fawcett en su expedición, pero regresó manifestando creer que todos los integrantes de la misma habían sido asesinados por tribus de indios hostiles.
En 1930, otra expedición, encabezada por el periodista Albert de Winton, se perdió en la selva y jamás regresó.
Unos años después, un trampero suizo llamado Stefan Rattin, contó una historia truculenta según la cual, cuando se encontraba en el interior de la selva, fue asaltado por los indios de una tribu que vivía al norte del río San Manuel. Fue hecho prisionero y llevado a su poblado, en donde pudo hablar con un hombre de aspecto anciano de larga barba blanca y que decía ser Fawcett. Le dijo que era un coronel ingles y le pidió que fuera al consulado más cercano que encontrara y preguntara por el Mayor Paget.
Rattin lo hizo y puso de manifiesto que el explorador Fawcett estaba vivo. Algún tiempo después el propio Rattin emprendió su búsqueda y se adentró en la selva, de donde no regresó.
Después de eso, otra expedición encontró una brújula que la esposa de Fawcett identificó como de su marido y se pensó que la habría dejado para que siguieran su rastro, lo que es poco probable en un explorador, que jamás se desprendería de tan valioso instrumento.
En 1937 el explorador Henry Vernes, dijo que había establecido contacto con tribus de muy al interior de la zona del Matto Grosso y que le habían contado que Fawcett estaba vivo y que era el rey de la tribu de los “indios blancos”.
Desde entonces, no se ha cejado en el empeño de buscar el rastro de Fawcett, pero ha permanecido escondido para todos los que lo han intentado.
Lo más probable es a la vez lo más sencillo y no quiero con esto aseverar nada, pero en una zona tan peligrosa como la Amazonía, en donde el terreno, las alimañas, las enfermedades y las aguerridas tribus indígenas, constituyen un extraordinario peligro cada una y por separado, pensar que Fawcett y su gente fueron sucumbiendo hasta extinguirse la expedición, sin dejar rastro, es lo más normal.
Que se hallaran algunos vestigios también lo es, pues era práctica muy usada el ofrecer regalos y abalorios a los indios para conseguir su amistad.

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