Publicado el 29 de noviembre de 2009
Si algo fascinó a los exploradores,
desde siempre, fue la búsqueda de la “Ciudad Perdida”: La
Atlántida, sumergida
bajo el mar en un lugar desconocido; Troya,
casi inexistente, salvo en la imaginación de Homero hasta que Henry
Schliemann la desenterró en 1871; Shangri-La,
paraíso perdido en las montañas del Tíbet que se inspira en el
mítico reino de Shambhala y muchas otras que contaminaron al hombre
de una especie de fiebre descubridora.
Pero si hay un lugar en La Tierra que
despertó esa fiebre y la contagió por generaciones, fue El
Dorado.
Desde que los españoles pusieron el
pie en América no cesaron de oír historias y leyendas relativas a
esa mítica ciudad, en la que todo era de oro y como es natural el
ansia de riquezas les impulsó a adentrarse en las intrincadas selvas
de la Amazonía, en busca de una ciudad que nunca apareció.
El hecho de que no apareciera la
ciudad del oro no hacía desfallecer a los esforzados y ambiciosos
exploradores que a mayor dificultad, más empeño ponían en su
búsqueda, pensando que más grande sería la recompensa si
conseguían hallarla, y de cuya existencia les daban constantes
noticias las diferentes tribus, habitantes de la selva y del
altiplano, con los que se iban encontrando.
Pero nadie consiguió hallar la mítica
ciudad de oro; o al menos no sobrevivió para volver y contarlo y la
fiebre, con algunos altibajos, alcanzó hasta los exploradores del
pasado siglo XX.
Si en este momento nos preguntasen por
el más famoso explorador y arqueólogo, tanto da que sea de ficción
o real, seguro que la mayoría se pronunciaría por el más
cinematográfico de todos: Indiana
Jones.
Y nos quedaríamos tan tranquilos,
pensando que ese personaje que tan bien encarna Harrison Ford en el
cine, nos parece verdaderamente real, aunque nos equivoquemos.
Indiana Jones
no es un personaje real, pero sí que está inspirado en un
explorador de principios del siglo XX: Percy
Harrison Fawcett, que
desapareció en 1925 en extrañas circunstancias cuando buscaba una
ciudad perdida en las inmensas selvas del Amazonas.
Evidentemente que Fawcett
no es Indy,
nombre familiar por el que se conoce a Indiana,
pero entre aquél y su hijo Jack,
que le acompañaba cuando desaparecieron, si que trazan un
paralelismo con el protagonista y su padre de la saga
cinematográfica.
Percy Fawcett
nació en 1867 en Devon, Inglaterra. Su padre había nacido en la
India y era miembro de la Sociedad Real de Geografía, por lo que de
manera indudable inculcó en su hijo la afición por las
exploraciones.
Con veinte años recién cumplidos, se
alistó en el ejército y sirvió en varios continentes. Se casó en
Ceilán en 1901 y tuvo su primer hijo, de nombre Jack, en 1903.
Fawcett
era un iniciado en la mística. Su hermano Edward colaboró
activamente con Helena
Blavatsky en la
creación de la Sociedad
Teosófica. Era muy
amigo de Sir Arthur Conan
Doyle, el creador del
personaje de Sherlock
Holmes y tenía muchas
relaciones con importantes personajes dedicados a la geografía,
habiendo sido miembro fundador de la Real Sociedad Geográfica de
Londres.
Fawcett
estaba convencido de que en América del Sur, existía una ciudad
perdida y la idea de encontrarla le obsesionaba. Había escuchado y
leído las leyendas sobre El
Dorado, Paititi,
la ciudad perdida del Perú, las minas perdidas de Muribeca
y, sobre todo, habían llegado a sus manos unos apuntes en los que un
portugués sin nombre, relata que en 1743, cuando se hallaba buscando
las minas de Muribeca,
encontró una ciudad perdida y deshabitada.
En un documento que se encuentra en la
sección de manuscritos de la Biblioteca Nacional de Río de Janeiro,
el portugués relató lo que había descubierto, a la vez que
describía la ciudad encontrada.
Aquello fue suficiente para que
Fawcett
se trasladase a América con su familia. En principio fijó su
residencia en Jamaica, pero casi todo el tiempo lo pasaba en el
continente, obsesionado con la idea de encontrar la ciudad que
relataba aquel colono.
Percy H. Fawcett
Éste, había descrito las
circunstancias de su descubrimiento cuando con un grupo de unos
veinte hombres se encontraba en las zonas pantanosas de la Amazonía,
en busca de las famosas minas antes mencionadas, cuando ante ellos en
una zona que no supieron nunca describir, ni situar en el mapa,
apareció una cordillera.
Más allá de las montañas se
sucedían unas llanuras y luego, otra vez las selvas más espesas.
El colono portugués y sus hombres
acamparon exhaustos, en la ladera de la montaña que estaban
escalando y dos de los colonos se dirigieron a buscar leña con la
que hacer una fogata que espantara a las alimañas. Estos, trataron
de seguir a un ciervo que se les cruzó en el camino y descubrieron
una especie de hendidura en la montaña por la que se podía ascender
sin tanta penosidad.
Regresaron al campamento y comunicaron
a sus compañeros su descubrimiento. De inmediato se pusieron en
marcha y se internaron por aquella especie de desfiladero que,
conforme avanzaban, se hacía más ancho y mostraba señales de haber
estado pavimentado tiempo atrás.
Agotados, llegaron a una llanura desde
cuyo borde, allá abajo y a bastante distancia, se divisaba una
ciudad.
Estuvieron observando durante mucho
rato, ocultos tras las rocas y matorrales, sin que percibieran ningún
signo de vida. Luego, dos colonos y cuatro indígenas, salieron de
avanzadilla.
Presos del natural nerviosismo y
también del miedo ante lo desconocido, no pudieron dormir aquella
noche. Los exploradores regresaron sin noticias, si bien explicaron
que no se habían podido acercar demasiado a la ciudad, pero que no
habían apreciado ningún signo de vida. A la mañana siguiente,
enviaron otro explorador que, a la luz del día, pudo confirmar que
la ciudad estaba desierta. Al día siguiente, sin tantas
precauciones, se dirigieron todos hacia la ciudad deshabitada.
Deambularon por sus calles
contemplando magníficos edificios muchos en ruinas y otros aún
sustentándose. Pronto comprendieron que los terremotos habían sido
la causa de aquel estado de ruinas. Tomaron nota de inscripciones que
reprodujeron en el informe y que a sus ojos incultos le parecieron
semejantes a las escrituras griegas que alguna vez hubieran visto.
Comprobaron que los campos de
alrededor de la ciudad aunque se veían abandonados, todavía
producían sus cosechas y desde luego mucho más alimento de los que
pudieran hallar en las selvas. Pensaron entonces que aquellas gentes
había abandonado la ciudad ante un cataclismo, o una grave amenaza y
sus habitantes huyeron despavoridos llevándose sólo lo más
imprescindible, lo que les indujo a pensar que podrían encontrar
tesoros abandonados entre las ruinas.
Uno de los colonos, Joäo Antonio, el
único nombre que se menciona en el manuscrito, encontró una moneda
de oro que por una cara tenía un joven de rodillas y por el otro un
arco, una corona y lo que parecía un instrumento musical que no
supieron identificar.
No debieron cargar mucho, pero sí
asegurarse de que los exploradores indios tomaban buenas señas para
volver con una expedición más poderosa y así, pusieron rumbos
hacia el Este, siguiendo el curso de un río. Mucho tiempo después
llegaron a la ciudad de Bahía, desde donde el portugués escribió
un manifiesto sobre su descubrimiento y lo envió al virrey de Brasil
Por más de cien años estuvo guardado
hasta que fue hecho público en el año 1893 e indudablemente llegó
a manos de Fawcett.
Años más tarde, su hijo Bryan
Fawcett, hizo un relato
de lo que sucintamente contenía el manuscrito, en donde para
facilitar la lectura, llamó al desconocido e intrépido colono,
Francisco Raposo
y desde entonces es así conocido.
Desde 1906 hasta 1924, Fawcett,
realizó seis incursiones en las selvas amazónicas, llegando desde
la costa atlántica hasta la ciudad de La
Paz, la actual capital
de Bolivia, con el fin de levantar mapas que sirvieran a los
distintos países que convergían en el oeste de la Amazonía, a
levantar sus fronteras.
Perú, Bolivia y Paraguay convergen
con Brasil, en la zona más espesa de la selva amazónica y entre
esos países y muchos otros de América, no estaban nada claras las
fronteras. Es más, en aquella época, solamente Argentina había
delimitado su territorio de manera inequívoca.
En los viajes, entablaba contacto con
las tribus perdidas de la selva, muchas de ellas de hostilidad
extrema, más amistosas otras y de todas recababa la misma
información acerca de la ciudad perdida.
Muchas eran las leyendas que de boca
en boca corrían y que Fawcett
escuchaba con deleite: las que hablaban de los “hombres
murciélago”, la de los “indios blancos” y otros muchos
relatos, mitad realidad, mitad ficción que no hacían sino enardecer
su ánimo.
Por fin, decide organizar una gran
expedición en busca de las ciudades perdidas de la selva del
Amazonas. En febrero de 1925, salen de Río de Janeiro. Desde un
lugar que se llama Puerto de Caballo Muerto, le escribe una carta a
su esposa que dice: “Si no
volvemos, no deseo que organicen partidas de salvamento...Es
demasiado arriesgado. Si yo, con toda mi experiencia, fracaso, no
queda mucha esperanza en el triunfo de los otros. Esa es una de las
razones de por qué no digo exactamente hacia donde vamos... Ya sea
que pasemos y que volvamos a salir de la selva, que dejemos nuestros
huesos para pudrirse en ella, una cosa es indudable: la respuesta al
enigma a la antigua Suramérica... y quizás el del mundo
prehistórico... será encontrada cuando se hayan localizado esas
antiguas ciudades y queden abiertas a la investigación científica.
PORQUE LAS CIUDADES
EXISTEN...DE ESO ESTOY SEGURO!...”
Se siguió la pista de Fawcett
durante un largo recorrido, pero luego no se supo nada más de él.
A pesar de que dejaba bien claro que
no deseaba que nadie fuese a buscarlo, consciente del peligro a que
él, hombre experimentado se iba a exponer, algunos lo intentaron y
eso contribuyó a crear la leyenda en torno al coronel explorador. En
1927 los hermanos Vilas
Boas, dos colonos del
interior de la Amazonía acompañaron a varias expediciones que se
internaban en busca de la expedición de Fawcett,
porque un ingeniero francés, Roger
Courteville, aseguró
haberse cruzado con el inglés en unas minas muy dentro de la selva,
las Minas Gerais.
Ese mismo año, un comandante de la
Marina de los Estados Unidos, dijo haber visto a un indio que llevaba
como amuleto una placa de identificación del coronel Fawcett.
En 1928 partió de Cuyabá, una
expedición al mando del coronel Dyott
que recorrió inmensas extensiones de selvas y habló con numerosas
tribus. Solamente pudo hallar una maleta metálica abandonada por
Fawcett
en su expedición, pero regresó manifestando creer que todos los
integrantes de la misma habían sido asesinados por tribus de indios
hostiles.
En 1930, otra expedición, encabezada
por el periodista Albert
de Winton, se perdió
en la selva y jamás regresó.
Unos años después, un trampero suizo
llamado Stefan Rattin,
contó una historia truculenta según la cual, cuando se encontraba
en el interior de la selva, fue asaltado por los indios de una tribu
que vivía al norte del río San Manuel. Fue hecho prisionero y
llevado a su poblado, en donde pudo hablar con un hombre de aspecto
anciano de larga barba blanca y que decía ser Fawcett.
Le dijo que era un coronel ingles y le pidió que fuera al consulado
más cercano que encontrara y preguntara por el Mayor Paget.
Rattin
lo hizo y puso de manifiesto que el explorador Fawcett
estaba vivo. Algún tiempo después el propio Rattin
emprendió su búsqueda y se adentró en la selva, de donde no
regresó.
Después de eso, otra expedición
encontró una brújula que la esposa de Fawcett
identificó como de su marido y se pensó que la habría dejado para
que siguieran su rastro, lo que es poco probable en un explorador,
que jamás se desprendería de tan valioso instrumento.
En 1937 el explorador Henry
Vernes, dijo que había
establecido contacto con tribus de muy al interior de la zona del
Matto Grosso y que le habían contado que Fawcett
estaba vivo y que era el rey de la tribu de los “indios blancos”.
Desde entonces, no se ha cejado en el
empeño de buscar el rastro de Fawcett,
pero ha permanecido escondido para todos los que lo han intentado.
Lo más probable es a la vez lo más
sencillo y no quiero con esto aseverar nada, pero en una zona tan
peligrosa como la Amazonía,
en donde el terreno, las alimañas, las enfermedades y las aguerridas
tribus indígenas, constituyen un extraordinario peligro cada una y
por separado, pensar que Fawcett
y su gente fueron sucumbiendo hasta extinguirse la expedición, sin
dejar rastro, es lo más normal.
Que se hallaran algunos vestigios
también lo es, pues era práctica muy usada el ofrecer regalos y
abalorios a los indios para conseguir su amistad.
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