Publicado el 10 de julio de 2011
Cuántas veces hemos recurrido a la
frase hecha que da título a este artículo con la intención de
hacer entender a los demás que alguna cosa concreta no la hemos
hecho nunca en la vida y nos queda por hacer, eso y montar en globo.
Es cierto que el común de los
mortales no ha montado nunca en globo, aunque es una práctica que
cada vez está más extendida, pero con el miedo que a mi me da la
altura, creo que yo seré uno de los que no vea nunca realizada esa
expresión.
Pero hay quien no es así; los hay
atrevidos por naturaleza y se empeñan en gestas peligrosas por el
solo hecho de experimentar sensaciones límites. Y una de las más
excitantes es la que tiene que ver con las alturas.
Volar fue siempre una de las mayores
aspiración del hombre y desde el mitológico Ícaro
cuyo padre, Dédalo,
para huir de la isla de Creta en donde estaban prisioneros, le
construyó unas alas con plumas de ave pegadas con cera y que al
aproximarse al Sol se derritió, cayendo el joven al mar y provocando
su trágica muerte, el ser humano no ha dejado de inventar mecanismos
e ingenios voladores.
Leonardo da Vinci
se aproximó bastante y no sólo con la máquina de volar, sino con
el paracaídas, una de cuyas variables, el parapente, se utiliza
actualmente como ingenio volador. Su Planeador Aéreo está inspirado
en las alas del murciélago y el Tornillo Aéreo se considera casi un
precursor del helicóptero.
Pero Leonardo, que demostraba una gran
capacidad para inventar, ponía poco interés en la verdadera
construcción de sus inventos y lo cierto es que el Planeador no
serviría sino para darse el tortazo que muchos se dieron con
aparatos similares y el Tornillo, de hacerlo girar el viento, daría
vueltas sobre sí mismo, lanzando despedido a sus ocupantes.
La ilusión por despegar del suelo y
volar no se hizo realidad sino hasta mucho más tarde, cuando los
hermanos Montgolfier,
crearon realmente un aparato que se elevó del suelo y consiguió
volar. Era el globo aerostático que usaba de un principio físico
que dispone que el aire más caliente pese menos que el frío y que
se eleve. Ese aire más caliente, encerrado dentro de una cápsula
que evite su fuga, será capaz de elevarla si su temperatura es lo
suficientemente alta como para conseguir una diferencia importante
con la del entorno.
Y eso es lo que hicieron los hermanos
Joseph-Michel
y Jacques-Etienne
Montgolfier, hijos de
un acaudalado fabricante de papel del sur de Francia, en donde
nacieron en 1740 y 1745, respectivamente.
Casi como era habitual en aquella
época, los hermanos Montgolfier
formaron parte de una nutridísima familia que tuvo dieciséis hijos.
Por una casualidad, los hermanos
observaron que unas bolsas de papel de seda cuando estaban invertidas
y al pasarlas sobre una fuente de calor, posiblemente una vela u otro
artilugio para alumbrarse, ascendían de forma inexplicable.
Sorprendidos por tan mágico
acontecimiento, decidieron experimentar con bolsas mas grandes, de
papeles más ligeros y usando fuentes de calor más poderosas. El
resultado fue que a mayor tamaño de la bolsa, mayor era el empuje
ascendente que recibía.
Durante meses perfeccionaron su
descubrimiento, aumentando la capacidad de la bolsa, su
impermeabilización y cuantos detalles se les iban ocurriendo a raíz
de lo que iban experimentando. En diciembre de 1782 hicieron el
primer experimento serio con una bolsa de papel y seda que tenía
dieciocho metros cúbicos de capacidad, consiguiendo elevarla hasta
unos doscientos cincuenta metros.
El experimento fue un éxito y seis
meses más tarde lo repitieron con una bolsa mucho mayor. Esta vez
tenía una capacidad de ochocientos metros cúbicos y estaba
confeccionada con papel y lino y pesaba en total doscientos
veintiséis kilos.
Después de calentar el aire contenido
en la misma, la gran bola se elevó hasta más de mil quinientos
metros y se desplazó dos kilómetros, en un vuelo que duró unos
diez minutos. Luego, el aire enfriado, la hizo caer a tierra.
Desde entonces los avances fueron
constantes, sustituyendo el aire por helio o hidrógeno, incorporando
fuentes de calor, añadiéndole una barquilla para el transporte,
primero de animales y luego de personas y, sobre todo, captando la
atención del mundo entero, con las exhibiciones que hacían en todos
los países.
Los hermanos Montgolfier
se hicieron famosos a nivel mundial y han pasado a la historia como
los inventores del globo aerostático.
Pero ese privilegio no les corresponde
a estos hermanos, que evidentemente tienen un extraordinario mérito
habiendo perfeccionado el invento y puesto a disposición de muchos
que desde entonces se consideran enganchados al deporte de la
aerostación.
Cierto es que aunque se les ha
considerado los inventores, casi ochenta años antes de que los
hermanos franceses pusieran un globo en el aire, otra persona, de
otro continente, había hecho la misma demostración.
Ya en ocasiones anteriores he dedicado
algunos artículos a rescatar del olvido o la ignorancia que la radio
no la inventó Marconi
sino el serbio Nikola
Tesla y que el teléfono
no fue obra de Graham
Bell, sino del italiano
Antonio Meucci.
En esta ocasión es justo también dar
a cada uno lo suyo y contar la historia de la persona que realmente
inventó el globo y cómo lo hizo.
Lo mismo que en relación con la
aviación se dice que los primeros en volar con una máquina más
pesada que el aire fueron los hermanos Wright,
parece que es de justicia aclarar que antes de estos intrépidos
hermanos que evidentemente pusieron a punto una máquina
verdaderamente voladora y vivieron para contarlo, otros ya lo habían hecho.
En el siglo XI, el monje benedictino
Eilmer de Malmesbury,
al que se apodó el Monje Volador, conociendo la leyenda de Ícaro y
creyendo ciegamente en ella, construyó unas alas sobre una
estructura de madera y en las que introduciendo los brazos hacía
batir como si de un pájaro se tratara. Con ese artilugio se dejó
caer desde la torre de la abadía en la que se encontraba y consiguió
recorrer bastantes metros hasta que acabó estrellándose contra el
suelo y rompiéndose las dos piernas. Algo similar había hecho en el
siglo IX el andalusí Abbas
Ibn Firnas que
consiguió planear desde una torre de Córdoba durante bastantes
metros, aunque su aterrizaje fue igual de desastroso.
Con estos antecedentes, Diego
Marín de Aguilera, un
burgalés del siglo XVIII dotado de una gran inteligencia, que tiene
en su haber diferentes inventos algunos de los cuales se conservan,
como un artilugio para mejorar el funcionamiento de los molinos, una
aserradora mecánica para mármoles y algunas otras genialidades, se
lanzó también a la aventura de conseguir emular a las aves. Su
verdadera genialidad fue la de construir un aparato que le permitiría
volar y poniendo trampas, cazaba buitres y águilas a los que
desplumaba para construir su aparato. Por fin, la noche del 15 de
mayo de 1793, ayudado por su amigo Joaquín Barbero y una hermana de
éste, subieron a la peña más alta del castillo de Coruña del
Conde (Burgos). Desde allí se lanzó al espacio y consiguió
remontar vuelo, ascendiendo unos metros, mientras avanzaba volando
con cierto rigor. Pero uno de los pernos que sujetaban un ala, se
rompió y el artilugio se precipitó, no sin antes haber recorrido
una distancia considerable (431 varas castellanas, equivalente a unos
trescientos cincuenta metros).
El
benedictino con su máquina en una
vidriera
de la abadía de Malmesbury
Volviendo a la aerostación, en
diciembre de 1685, nació en la ciudad de Santos, en el estado de Sao
Paulo, Brasil, el cuarto hijo de un matrimonio que tuvo un total de
doce y al que pusieron por nombre Bartolomeu
Lureço Gusmao. Su
padre era el cirujano mayor de la plaza, disfrutando de buena
posición económica. En aquella época, Brasil pertenecía a la
corona portuguesa, por eso, a la edad de quince años, Bartolomeu
fue enviado a la Universidad de Coimbra a continuar sus estudios,
destacando en física y matemáticas.
Ingresó en la Compañía de Jesús
que en aquella época atraía a todos los talentos jóvenes y dentro
de la orden se dedicó a viajar por Europa, captando todo el
movimiento intelectual de la época.
En 1709, puso en práctica un
experimento que se le ocurrió años antes a raíz de una observación
rutinaria. Por alguna razón que no es conocida, estaba realizando un
trabajo con pompas de jabón y observó cómo una de ellas, al pasar
ante la vela que le servía para alumbrarse, ascendía rápidamente.
Estudiando aquel fenómeno llegó a la
conclusión de que el aire al calentarse ascendía, por lo que tuvo
la ocurrencia de experimentar con una gran bolsa de aire al que
calentó para que ascendiera. Realizó varios experimentos y por fin
el cinco de agosto de 1709, presentó en público y ante el rey de
Portugal, Juan V,
su “Máquina para andar por el aire”, para la que, meses antes,
había obtenido del propio monarca un privilegio de invención, que
es como se llamaba entonces a las patentes sobre inventos. El globo
ascendió dentro de una sala y los criados lo derribaron por creer
que el fuego que calentaba el aire interior podía prender los
cortinajes. Días después realizó una nueva experiencia al aire
libre en donde el globo ascendió y descendió sin dificultades.
En relación con la fuente de calor,
en un códice de la Universidad de Coimbra se lee: “Varios
espíritus, quintaesenciados y otros ingredientes con luces por
abajo”.
La demostración tuvo lugar en la Casa
de Indias de Lisboa y presente en la misma estuvieron altas
magistraturas del estado portugués, diplomáticos extranjeros y
dignidades religiosas, entre las que se encontraba en Nuncio del Papa
en Portugal, Michelangelo
Conti, que llegaría a
ser Papa con el nombre de Inocencio
XIII.
La máquina voladora de Gusmao
tenía por nombre “Passarola”
y nunca más fue vista en público.
Instigados por el Nuncio Apostólico,
perteneciente a una parte de la Iglesia que en aquellos momentos
odiaban ciegamente a los jesuitas, el Arzobispo
Conti se las arregló
para que todo el público interpretara aquel fenómeno como una obra
del diablo, toda vez que ningún objeto más pesado que el aire
podría elevarse por causas naturales.
No sólo se limitó a vituperar de
aquella manera el invento, sino que reprendió al jesuita,
prohibiéndole que volviera a realizar prácticas pecaminosas como
aquella.
La Inquisición se ocupó del padre
Gusmao, el cual, viendo que su invento no se podría perfeccionar y
asustado por las amenazas que le llovían, buscó refugio por
Inglaterra, Francia, Holanda y otros países que recorrió
aprendiendo todo cuanto veía. Regresó a Portugal en 1716 y durante
cuatro años actuó en la Justicia como procurador del Rey, siendo
una de las pocas personas que gozaban de la confianza de Juan
V, monarca portugués.
Envuelto en un lío con varias
representantes del sexo femenino, a pesar del beneplácito real, se
vio obligado a abandonar nuevamente Portugal, buscando refugio en
España. En Toledo se ocultó hasta su muerte, ocurrida el 18 de
noviembre de 1724, sin que hubiese cumplido los cuarenta años.
El
Jesuita Bartolomeu L. Gusmao
En realidad lo que el padre Gusmao
hizo volar fue un sencillo globo relleno de aire caliente, aunque en
el privilegio que ya el rey le había otorgado y en la mente del
inventor, habían tomado forma otros modelo de globos los cuales
tendrían aplicaciones en el terreno militar y en el transporte de
personas y con el que había manifestado al rey que se podrían
sobrevolar todos los territorios, incluso los próximos a los Polos
de la Tierra.
Parece ser que tenía bastante
perfeccionado un sistema para mantener el aire caliente, si bien, por
desgracia no nos ha llegado ninguna descripción del mismo. Tampoco
sabemos nada de lo que él llamó máquinas para andar por los aires
y que a raíz de sus propias manifestaciones debería estar equipada
de elementos para dirigirla.
Todos sus documentos fueron
destruidos, o al menos eso es lo que se dice a raíz de que una
comisión de científicos se trasladara Portugal para estudiar el
ingenio del jesuita. Es posible que un hermano suyo, también
religioso y persona influyente en la corte portuguesa, hubiese
rescatado parte de aquella documentación, pero jamás se ha sabido
nada de ella.
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