Hace ya algún tiempo,
cuando todos sabíamos que se acababa el régimen en el que habíamos vivido por
más de cuarenta años y antes de que la democracia se consiguiese consolidar de
manera efectiva y eficaz, pasaron períodos de intranquilidad y desazón, mirando
al futuro con ganas de ser optimista, pero sin demasiado convencimiento. Lo que
el destino nos tuviera deparado, era una incógnita que nos atenazaba. Tal era
la confusión reinante y se produjeron casos tan disparatados como el que me contó
un conocido mío; una historia que había ocurrido en su casa, con una sirvienta
y con las ocultas pretensiones de ésta.
Parece ser que aquella
buena mujer había oído hablar de que cuando el dictador muriera, habría un
expolio en las casas de los ricos y sus pertenencias se repartirían entre el
pueblo. En cierto momento que en el seno de la familia se expresaba la
preocupación por el futuro inmediato, en tiempos tan convulsos, la fámula, para
tranquilizar al señor de la casa vino a decirle que no se preocupara, que ella
no iba a llevarse nada, salvo el frutero de plata que había sobre el aparador,
que ese sí se lo llevaría porque desde que lo vio le había gustado mucho.
Como es natural los dueños
de la casa quedaron estupefactos y sin capacidad de respuesta. ¿Cómo era
posible que aquella buena señora tuviese la idea de que se podrían expoliar las
propiedades en cuanto acabara aquel período?
Pues lo tenía; ella y
muchas otras personas de la época que tenían una idea de la propiedad arraigada
en épocas pasadas y basadas en el reparto.
No era eso del reparto
nada nuevo, ya se había hecho en otras ocasiones, pero evidentemente eran otros
tiempos y eran otras circunstancias.
Y cuento esta anécdota a
raíz de haber asistido días pasados a una interesante conferencia en El Puerto
de Santa María, en donde un profesor de historia de la Universidad de La
Habana, habló de la expulsión de los Jesuitas de Cuba, en el siglo XVIII, y el
posterior reparto de sus propiedades.
No fue la primera vez que
en España expulsábamos a todo un colectivo.
Ya se hizo con los judíos
en aplicación del llamado Edicto de Granada, dictado por los Reyes
Católicos el treinta y uno de marzo 1492, y luego con los moriscos, por
Felipe
III, el nueve de abril de 1609. Más tarde, la de los jesuitas, por la Pragmática
Sanción de dos de abril de 1767, dictada por Carlos III y mediante la
cual se expulsaba a los integrantes de la Compañía de Jesús de todas la tierras
del Imperio.
El Edicto de Granada, tiene
un desarrollo a través del cual se explica cómo los judíos son fieles a las
leyes de Moisés y como se instruyen para preservar sus creencias y cómo,
algunos cristianos, han caído en sus redes y, apostatando de la verdadera fe,
se han judaizado, circuncidándose, lo que se considera un crimen deplorable.
Confiesa el Edicto que la
orden dictada doce años antes, en 1480, por la que se ordenaba sacar a los
judíos de las zonas comunes y la creación de lo que desde entonces se ha venido
en llamar Juderías, barrios aislados en las más importantes ciudades, y
que también obligaba a los judíos a llevar una señal visible prendida en su
indumentaria, no había dado el resultado apetecido y que por tanto era
necesario adoptar medidas más enérgicas, por lo que se ordena que todo aquel
judío que no reniegue de su religión y sea convertido al cristianismo, deberá
ser expulsado del reino.
El propio Edicto establece
la fecha en que se llevará a cabo que es el último día del mes de julio
siguiente, estableciendo la protección de todos los judíos, a los que se autoriza
a sacar del reino cuanto posean, menos oro, plata y monedas acuñadas , así como
cualquier otro artículo que estuviera prohibido.
Y eso hicieron sus
Católicas Majestades, después de que en 1484, cuando las finanzas de la corona
no daban más de sí, mandaran llamar a la corte a un judío al que precedía su
fama y que había aparecido por tierras de Extremadura, huyendo de una sentencia
de muerte que contra él habían dictado en Portugal. En aquel país, en donde
había sido el recaudador Real, una especie de Ministro de Hacienda, había
terminado conspirando contra el monarca y aquello no le fue perdonado.
Y los Reyes Católicos lo
mandaron llamar para que pusiera orden en las arcas reales, faltas de liquidez
y que la larga guerra contra los moros, estaba debilitando aún más.
Isaac Abravanel, que así se llamaba este
judío, aceptó el cargo y se dedicó a lo que era su más brillante actividad y en
poco tiempo consiguió poner, en manos de sus majestades, dinero suficiente para
financiar la guerra de Granada e incluso el descubrimiento de América.
Isaac Abravanel
El pago de los Reyes
Católicos a los judíos que les habían financiado y sacado a flote su
hacienda, fue el Decreto de Expulsión que ya hemos comentado.
Pero Isaac Abravanel y otro
influyente hebreo, Abraham Senior, tuvieron la valentía de contestar a los Reyes,
con una carta dura; tan dura que es impropia de la época y que, sin lugar a
dudas debió calar muy hondo en el sentido religioso de los Reyes,
Uno de los párrafos,
adaptado al castellano actual, dice:
“El mensaje es simple. El histórico pueblo de Israel, como se ha caracterizado
por sus tradiciones, es el único que puede emitir juicio sobre Jesús y su
demanda de ser el Mesías; y como Mesías, su destino fue el de salvar a Israel,
de modo que debe venir de Israel a decidir cuándo debe salvarlo. Nuestra
respuesta es la única respuesta que importa, o acaso Jesús fue un falso Mesías.
Mientras el pueblo de Israel exista, mientras las gentes de Jesús continúen en
rechazarlo, su religión no puede ser validada como verdadera. Vuestras Mercedes
pueden convertir a todas las gentes, a todos los salvajes del mundo, pero
mientras no conviertan al judío, Vuestras Mercedes no han probado nada, salvo
que pueden persuadir a los que no están informados.”
Con la lógica de nuestro
tiempo, la frase es demoledora y por sí misma, se carga toda legitimidad para
apoderarse de una figura histórica que no pertenece a la Iglesia de Roma.
Pero qué importaba ya,
cuando todos estaban preparando sus equipajes para dejar España. Ni siquiera
ofender gravemente a sus majestades católicas y a la propia Iglesia detuvo la
pluma de estos dos hebreos que se enfrentaban al destierro como pena peor que
la muerte.
No era la cuestión del
Mesías lo que realmente importaba a los Reyes Católicos. No era cuestión de fe,
ni guerra de religiones. Los judíos vivían en sus ghetos, y con su religión
no hacían daño a nadie, pero con el dinero, tenían acogotados a todos los
estamentos sociales.
La finalidad de la
durísima medida se desliza entre las líneas del propio Edicto cuando advierte
que no podrán llevarse ni oro, ni plata, ni monedas; pero es más todavía: ¿Qué
iba a pasar con los bienes inmuebles de estas personas? ¿Habría alguien que le
comprase por su verdadero valor las casas o las haciendas?
No parece probable y lo
que es más improbable aún es que pudieran llevárselas. Por tanto, el fin
perseguido era confiscarles todas sus propiedades y para eso se dieron órdenes
a concejales, magistrados, oficiales, hombre buenos y, en fin, a todos los que
estaban relacionados con la administración de justicia, que cumplimentasen al pie
de la letra las instrucciones y procediesen a la confiscación, para la Corona,
de todos los bienes y que, además, diesen cuenta por escrito de cuanto se
actuase al respecto.
Ni la carta de Abravanel,
ni mil cartas más podrían hacer cambiar el designio de los monarcas, los cuales
estaban acuciados por las deudas y entendieron que la mejor manera de saldarla
era expulsar a los acreedores y por añadidura, quedarse con sus propiedades.
Claro está: so pretexto de
no profesar la fe cristiana, porque si alguno de ellos abjuraba de su fe y se
bautizaba, aquí no había pasado nada.
Pero eso tampoco era así.
A los que en escaso número se bautizaron, los llamaban “marranos”, conversos,
cristiano nuevo y otros epítetos que tenían como finalidad desacreditar y dejar
en el entredicho que, aun convertidos al cristianismo, seguían profesando su fe
de manera oculta.
Algunos se quedaron y
fundaron familias que de alguna manera podían acreditar la limpieza de sangre,
requisito que se les pedía para casi todo.
La expulsión de los judíos
saneó las arcas maltrechas de la ya Corona de España y los sefardíes, que así
se llaman a los que procedentes de España hubieron de buscar otro lugar donde
acomodarse, a cambio de todos los bienes que hubieron de dejar en nuestro país,
pudieron llevarse las llaves de la puerta de sus casas, que muchos conservan
quinientos años después, la riqueza de nuestra lengua, que aún siguen hablando
y el impagable recuerdo de haber sido un día españoles.
Con los moriscos la
cuestión fue puramente religiosa, aunque quizás tuviera que ver cierta
reticencia que la Europa católica estaba mostrando con la situación española,
que mientras combatía al luteranismo, aceptaba de manera encubierta a los
herejes del Islam.
Pero lo cierto es que los
moriscos no eran gente adinerada, antes al contrario, eran los braceros de los
poderosos y si algo se resintió tras la expulsión, fue precisamente la
producción agrícola.
Triste es el balance final
del reinado de un monarca, apodado El Piadoso, cuya acción más importante en
los veinte años de gobierno fue la expulsión de aquella pobre gente, en un
gesto sin duda desprovisto de aquella cualidad que su apelativo representa.
Pero es que desde mucho
antes se ha advertido el problema que aquel número de mahometanos, falsamente
convertidos, representa para la población en general.
Ya el cardenal Cisneros
prohibió las vestimentas propias de moros y Carlos I y su hijo Felipe II,
dictaron órdenes obligándoles a aprender la lengua española, pero nada
conseguía que los moriscos abandonaran sus ancestrales costumbres y se
integraran en la sociedad, en la que, de haber seguido con su religión, pero
sin usar los signos externos y ostentosos, hubiesen podido continuar.
Pero a la pública
exhibición de sus costumbres, tan distantes de la fe imperante en aquel
momento, se unía un miedo patológico a que los piratas berberiscos, que
asediaban el Mediterráneo, encontraban en estos “compatriotas”, el apoyo
necesario para realizar incursiones peligrosas en tierra firme y eso ya no era
del gusto de nadie.
¿Suena esto de algo?
La última expulsión, la de
unos religiosos cristianos y católicos, fue mucho más complicada, tanto que aún
desata verdaderas pasiones y sobre lo que no estoy lo suficientemente
documentado como para hacer ningún tipo de comentario, salvo que es obvio que
los jesuitas suponían un poder interno muy poco apetecible para la corona y que
habían adquirido un patrimonio que por el contrario, sí resultaba apetitoso.
Uno de los primeros sellos de la Compañía.
Lógicamente el Papado, que
encontraba en la Compañía de Jesús un aliado importante en su lucha contra los
Estados, no estaba de acuerdo con la expulsión, pero eso poco importaba ya
porque la decisión estaba tomada, lo mismo que en 1759 fueron expulsados de
Portugal o en el 64 lo fueron de Francia.
La expulsión de los
jesuitas supuso la pérdida de un enorme capital intelectual, pero la ganancia
de otro capital más mensurable que era lo que interesaba.
Pero fuera como fuese, lo
cierto es que tras la expulsión, se trató de capitalizar las propiedades de los
religiosos y el pueblo español, en una especie de respeto silencioso, no estuvo
por la labor de adquirir aquellas propiedades y muchas de ellas, retornaron a
la orden religiosa cuando se produjo su vuelta.
Fueron las tres
expulsiones masivas, decisiones injustas, desprovistas de sentido humanitario,
faltas de respeto y cordura y, desde luego, vejatorias. Unos episodios para
olvidar, sin concesión alguna a la memoria histórica, aunque, ahora que lo
pienso, lo que me sorprende profundamente es que ningún Juez, de esos que hay
por ahí, ya mas estrellado que con estrella, haya tenido la feliz idea de poner
un poco de orden y justicia en tamañas atrocidades históricas.
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