Publicado el 17 de octubre de 2010
Una de las muchas pinturas, orgullo de la pinacoteca más importante del Mundo, el Museo del Prado, es un lienzo de proporciones descomunales en el que las figuras están pintadas a tamaño real y que llevaba por título La Familia de Felipe IV.
Con ese nombre no es ahora conocido
pero así figura en todos los inventarios de los palacios en donde
estuvo expuesto y no es hasta 1843 cuando figura en el Museo del
Prado con el nombre por el que se le conoce actualmente: Las
Meninas.
Todo el mundo sabe que este cuadro es
una de las más importantes obras de la pintura universal y no
faltará quien diga que es la mejor pintura que jamás haya salido de
artista alguno.
Su autor es Diego
Rodríguez da Silva Velázquez,
nacido en Sevilla en el año 1599. Su padre era de ascendencia
portuguesa y su madre sevillana. Siguiendo la costumbre de la época,
adoptó el apellido materno por el que fue mundialmente conocido.
En el cuadro, según dicen los
estudiosos y entendidos en pintura, se compendia, como si de una
enciclopedia se tratara, todo lo que se puede saber sobre pintura.
No se conoce con mucho detalle la
fecha en que fue pintado, ni cuanto tiempo invirtió su autor en
terminarlo, pero algunos datos ayudan a hacer una datación bastante
certera.
La figura principal, colocada en el
centro de la tela, es la Infanta Margarita de Austria, que representa
unos cinco años y que por saberse que nació el 12 de julio de 1651,
se piensa que el cuadro debió pintarse sobre el año 1656. Tampoco
tiene firma, pero eso fue porque no le hacía falta. Velázquez
firmó con su autorretrato.
A la vista del cuadro, se piensa que
eran las niñas (meninas en portugués) el objeto del mismo, pero una
observación más detallada nos refleja muchas cosas más.
El pintor se encuentra tras un enorme
lienzo, en el que se aprecia que está trabajando y dirige la vista
hacia el objeto que está pintando que parece quedar en el anonimato,
pero un espejo colocado al fondo de la habitación nos desvela el
misterio.
Dos personas aparecen en la imagen que
el espejo devuelve al espectador y estas personas son el rey, Felipe
IV y su esposa Mariana de Austria.
Muchas cosas más transmite esta
pintura al espectador pero de entre todas ellas, yo me quedo con la
más enigmática de todas: el autor.
Si se observa el cuadro con
detenimiento, no cabe duda de que Velázquez
se ha querido favorecer a sí mismo, pues en el momento de pintarlo
debía tener cincuenta y siete años, edad avanzada para la época,
aunque en la pintura se ve a un hombre mucho más joven y apuesto,
elegantemente vestido de negro y sobre cuyo pecho luce, para que todos
la vean, la Cruz de Santiago, una de las cuatro Ordenes Militares y
quizás la más prestigiosa de todas.
Si leemos un tratado de heráldica,
describirá la Cruz de Santiago como Cruz de Gules –que quiere
decir rojo intenso-, simulando una espada, con sus dos brazos y la
empuñadura terminados en flor de lis que representa el honor sin
mancha.
Con muchos más aderezos propios del
protocolo de la heráldica, la Cruz de Santiago es la emblemática
figura que los monjes-soldados lucían en sus capas blancas en el pecho y en los estandartes.
Ingresar en la Orden militar de
Santiago no era cosa sencilla, es más, la cosa era bastante
complicada porque había que demostrar sin ningún género de dudas
que se poseía limpieza de sangre. No valía ser converso, aunque lo
fuera por muchas generaciones; la condición de cristiano viejo tenía
que quedar claramente demostrada. Además, había de presentarse un
linaje de hidalgo por la sangre o fuero, no por privilegio, como
muchos adquirían la hidalguía; y por último, demostrar que no se
subsistía gracias al trabajo de las manos sino que se poseían otros
recursos económicos que liberaban al aspirante de trabajar para
comer.
Con esas premisas, Diego Velázquez,
el pintor del rey, tuvo muy difícil el acceso a la mencionada orden.
En primer lugar su familia paterna
procedía de Oporto, en Portugal, en donde no se sabía cual era
exactamente la ascendencia del artista, si bien, por parte de su
madre la cosa de las creencias religiosas resultaba más fácil de
comprobar. Su hidalguía no constaba por parte alguna y de gozar de
dicho privilegio lo sería de esa manera, por privilegio real, cosa
que la orden contemplaba como excluyente.
Y, por último, lo más evidente de
cuantas premisas se incumplían: un pintor ha de trabajar
forzosamente con las manos para ganarse el sustento, por muy artista
y pintor real que fuera y por mucho que la monarquía le tuviese en
gran estima y pagase altamente sus trabajos.
Al hablar de la limpieza de sangre, es
necesario detenerse un momento para explicar hasta qué punto
llegaron a estar las cosas.
El primer estatuto de limpieza de
sangre se dio en 1449 en la ciudad de Toledo, en donde se consideró
que dado los crímenes, las herejías y las agresiones contra los
cristianos viejos, los conversos eran indignos de ocupar cargos
públicos en todo el territorio de la jurisdicción de los reinos de
Castilla y Aragón.
La Iglesia se opuso a semejante
atrocidad, pero lo cierto es que años después, el Papa Borgia,
Alejandro VI, aprobó un estatuto de pureza de sangre para la Orden
religiosa de San Jerónimo.
Desde entonces, los gremios,
determinados estamentos sociales y las Órdenes Militares, aplicaban
el precepto para admitir a nuevos miembros.
La situación llegó a ser tan
desquiciante que los caballeros y personas de las altas esferas de la
nobleza, acostumbraban a descubrir totalmente el brazo con el que
manejaban la espada, para que se pudiera ver la claridad de su piel,
sin mezclas con las pieles oscuras de los judíos o de los moros.
Esa costumbre acuñó el término que
desde entonces se usa para distinguir a la gente de la realeza, como
de “sangre azul”,
porque a través de las pieles claras se dibujaban las azuladas
líneas de las venas.
Así las cosas, Velázquez
fue desechado por el
capítulo de la Orden de Santiago y no se concedió al pintor el
ingreso en la misma.
Esto enfadó mucho al monarca que
tenía a Velázquez
en gran estima y se decidió a tratar el asunto directamente con el
Papa.
La vinculación de la Orden con el
Papado era evidente, si bien los caballeros de Santiago esgrimían
sus estatutos como requisitos imprescindibles para producir el
ingreso de cada nuevo caballero.
En una frase afortunada que leí
recientemente sobre este caso, el rey removió “Roma con Santiago”
y consiguió, por fin, que se hiciese un nuevo proceso de ingreso, al
cual acudió como testigo principal, un amigo de Velázquez,
también pintor, llamado Francisco
de Zurbarán, famoso ya
por ser un pintor netamente religioso, el cual, en un malabarismo
dialéctico, explicó al capítulo que ni mucho menos las manos de su
amigo eran las que les daban de comer, sino que con ellas sólo hacía
que expresar su arte, cosa que, por otro lado, era de público
reconocimiento.
En pocas palabras venía a decir que
Velázquez
no era un artesano, como se consideraba en España a todos los
pintores, incluido él, sino que como sucedía en otros países, como
Italia, los grandes pintores eran cortesanos y por tanto no comían
de sus manualidades.
Es indudable que la Orden cambió su
veredicto, pero eso no fue hasta el año 1659: ¡Tres años después
de haberse pintado el cuadro!
¿Cómo es posible que tres años
antes el pintor supiera que le iban a declarar caballero de la Orden
de Santiago?
¿Sin ostentar esa distinción, se
hubiese atrevido a lucir el emblema de la Orden?
Es muy probable que no. No fue un acto
de soberbia pintarse con la cruz en el pecho, ni el rey se lo hubiera
permitido, pero entonces ¿cómo es que la luce de manera tan
ostentosa?
La pintarían después, podrá decirse
y seguro que se acierta, pero ¿quién la pintó?
Cuando se produce el nombramiento
Velázquez
está muy mayor, muy enfermo y próximo a su muerte, que se produce
un año después. Por otro lado el cuadro se encontraba en el Real
Alcázar de Madrid, al parecer en el despacho del monarca, por lo que
no es fácil que el pintor pudiera haberlo actualizado con la famosa
cruz.
En otra consideración, no cabe la
menor duda de que la persona que añadió la cruz en rojo, sobre el
fondo negro del jubón, sabía lo que estaba haciendo. Será un
añadido, pero lo sabemos porque la cronología es así de
intransigente, pero de la propia contemplación del cuadro no se
puede desprender que estemos ante un apaño ocurrido tiempo después.
Es aquí donde la leyenda entra con su
fina ironía a dar ese toque sublime que transforma lo corriente en
único. Ese toque que a veces produce justamente lo contrario, pero
siempre es insólito, siempre es enigmático.
¿Quién pintó la cruz sobre el pecho
de Velázquez?
Dice la leyenda que enfurecido porque
el reconocimiento del alto honor de pertenecer a la Orden de los
Caballeros de Santiago, le hubiese llegado al pintor tan tarde que
apenas pudiera disfrutarlo, el propio monarca, Felipe IV, a la sazón
ya muy anciano, o al menos muy deteriorado, pintó de su propia mano
la cruz roja que es el objeto del enigma.
Yo no lo sé; no estaba allí, pero
por lo poco que entiendo de pintura me da la impresión de que no.
Que quien pintó aquella cruz tenía mucho oficio y a menos que el
propio monarca fuese un pintor consumado en sus ratos libres, no
podría haber conseguido la naturalidad con que el adorno luce sobre
el pecho.
La cruz la pintó Velázquez,
aunque achacoso, cuando se acercó por los reales Alcázares llevando
en su mano el pergamino que le acreditaba como miembro de la Orden y
con el deseo de mostrárselo al rey al que a su vez quería agradecer
su intervención.
El rey estaría en su despacho cuando
el pintor apareció por allí a darle la buena nueva. Como dos
amigos, celebraron el acontecimiento y al rey se le ocurrió una
terrible venganza: “¿Porqué no fastidias a esos soberbios y te
pintas la cruz en el pecho en ese cuadro de la Infanta?”
Vendría a decirle, más o menos,
señalando el majestuoso cuadro y el otro, ni corto ni perezoso,
abrió la caja de pinturas que siempre llevaba consigo y subido a un
escabel de madera de olivo, en donde el rey apoyaba los pies en sus
momentos de descanso, pintó la “cruz de gules” en su propio
pecho.
Como es natural y el lector lo habrá
detectado, estos últimos párrafos son una licencia que me he
permitido, pero les puedo prometer que es la única que me he tomado,
en este artículo y en los cien que componen esta etapa de
colaboración con este querido periódico que hoy se termina.
No sé si a alguien habrá interesado
lo que he escrito, yo lo he hecho con mi mejor intención y voluntad
y desde estas páginas y con esta historia, me despido hasta otra
nueva ocasión que, ¿quien sabe?, a lo mejor se produce.
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