sábado, 30 de marzo de 2013

EL GRAN ORIENTAL


Publicado el 8 de febrero de 2009



Puede que muchas personas, al leer este título, no identifiquen el objeto del que me propongo hablar, porque, ciertamente, me he permitido la licencia de usar la traducción de su nombre al castellano. Quizás si dijera el “Great Eastern” resultara más fácil saber de qué se trata.
Es, sin lugar a dudas, un gran desconocido este “Great Eastern”, pero en su tiempo, mediado el siglo XIX, alcanzó una tremenda popularidad.
Para no abusar más de la intriga, voy a desvelar a qué correspondía este enigmático nombre: fue el mayor barco construido en su tiempo y mucho mayor que todos los existentes hasta la construcción del Titánic, sesenta años después.
El Gran Oriental medía doscientos once metros de eslora y era el doble de ancho que cualquier buque construido hasta entonces; su tonelaje, cinco veces superior y su desplazamiento, cuatro veces el más grande de los buques que navegaban por todos los mares del mundo. Tenía ocho calderas que alimentaban sendas máquinas de vapor, cuyos pistones medían casi dos metros de diámetro y su humo salía por cuatro enormes chimeneas; además, lucía seis mástiles de más de treinta y cinco metros de altura, para sustentar casi seis mil metros cuadrados de velamen. Se propulsaba por una hélice central situada a popa y dos ruedas de palas a ambos costados.
Su construcción se debió al proyecto realizado por un hombre tan extraordinario como enigmático: Isambard Kingdom Brunel; y al capital aportado por otro portento del enigma: el banquero Henry Thomas Hope, poseedor del más famoso diamante de la historia, conocido como “Diamante Azul”, hasta que pasó a conocerse como “Diamante Hope”.
Brunel nació en Portsmouth, Inglaterra, el día nueve de abril de 1806. Su padre era ingeniero y él siguió su línea, superando en todo a su progenitor, hasta el punto de que en una encuesta efectuada el año 2002 por la BBC, fue considerado el segundo personaje británico más importante de la historia, detrás de Winston Churchill.
Su mayor fama se debe a la construcción de un túnel bajo el río Támesis y algunos puentes, como el Royal Albert, también en el Támesis y el de Clifton, sobre el río Avon, en Bristol. El primero es un puente colgante diseñado por Brunel a la temprana edad de veintitrés años y que está aún en pleno funcionamiento, después de casi dos siglos.

Puente colgante de Clifton

Pero la obra genial del ingeniero fue el Great Eastern, cuya terminación no pudo ver, pues falleció de un derrame cerebral a la edad de cincuenta y tres años y antes de que el barco estuviese listo para salir a navegar.
Henry Thomas Hope, el socio capitalista, era el más famoso y adinerado banquero británico, que en la época equivalía a decir de casi todo el mundo. Su fortuna era incalculable y su fama trascendía los ámbitos financieros, sobre todo desde que, años antes, había adquirido el famosísimo Diamante Azul, una pieza de incalculable valor y de extraordinaria belleza que debe sus tonos azulados a la presencia de átomos de boro en la estructura de carbono puro cristalizado en el sistema cúbico, que no es otra cosa el diamante. Esta gema, soporta una triste leyenda negra que atribuye fatalidad a las personas que la poseen y a su entorno y así, todo aquel que estuvo relacionado con el famoso diamante, sufrió graves tragedias.
¿Alcanzó la mala suerte hasta el barco en construcción? Imposible saber lo que entra de lleno en el campo especulativo, pero sí que se pueden relatar las innumerables desgracias ocurridas al buque y a sus ocupantes por espacio de varias décadas, hasta que fue enviado al desguace en 1888.
Las primeras desgracias vinieron pronto, apenas alcanzados algunos metros en la carena de los costados. Las planchas de acero se unían por remaches de una pulgada de grosor y día y noche, más de trescientos trabajadores, martilleaban incansables ensamblando unas tras otras las enormes planchas. Una mañana, un trabajador muy joven, apenas un niño, caía por uno de los costados, precipitándose al vació y encontrando una muerte instantánea. Otro trabajador sufrió igual suerte en menos de una semana. Días después, otros dos obreros caían de un andamio y fallecían de manera fulminante.
Pronto, la prensa se hizo eco de las desgracias ocurridas en el astillero del Támesis donde se construía el buque, al que consideraron alcanzado por la maldición del diamante. Los obreros empezaron a escasear, pero el barco debía seguir su construcción y cumplir con los plazos previstos. Se contrataron a operarios llegados de diversos puntos, quizás algunos no muy diestros en la construcción naval.
Un ejecutivo de la compañía, encargado de colocar acciones de la empresa constructora en diversos círculos financieros, caía fulminado de un repentino infarto, mientras realizaba su trabajo y las acciones de la compañía resbalaron de sus manos. Los presagios no podían ser peores, pero aún se superarían cuando un visitante fue aplastado por una grúa y un sábado, al hacer cola los obreros para el cobro del salario semanal, dos trabajadores que remachaban en las zonas del doble casco del buque, no se presentaron a recoger sus pagas. Pensando que quizás se hubieran retrasado, se mandó a buscarlos, pero nunca más se supo de ellos. Desaparecieron misteriosamente sin que nadie pudiese aportar dato alguno sobre sus paraderos.
Cada día ocurrían cosas que eran interpretadas de forma inmediata como consecuencia de intervención demoníaca y por mucho esfuerzo que la compañía realizaba para desmentir las noticias o los rumores, una atmósfera de terror se iba apoderando de todo el astillero.
El día tres de noviembre de 1856 se produjo la botadura oficial del barco, que aún era sólo el casco, pero ya se adivinaba lo que iba a llegar a ser. Por su enorme tamaño, el barco se botaría de costado. Antes de que la hija del banquero Hope, estrellara la clásica botella de champán contra el casco, éste se soltó de las cadenas que lo sujetaban, iniciando un viaje incontrolado hacia el mar, escorándose peligrosamente y arrastrando a dos decenas de trabajadores que realizaban su trabajo en las gradas, sobre las que debía discurrir suavemente la quilla de la inmensa nave.
Los periódicos volvieron a cargar sobre la maldición del diamante y mostraban a la hija de Hope con la botella intacta en la mano y el barco deslizándose mientras arrasaba vidas humanas por doquier. Un mes después, se intentó volver a botar el barco y esta vez los londinenses, movidos por el morbo que este tipo de acontecimientos produce, abarrotaron de tal forma los estrados colocados para los espectadores, que uno de ellos cedió, aplastando a un centenar de personas.
Esto fue demasiado para el corazón del ingeniero Brunel y días después, el treinta y uno de enero de 1857, sufría un infarto mientras inspeccionaba la construcción de su ya considerado monstruo que le tendría hospitalizado por dos meses.
Después de todo esto, la compañía que construía el barco, la Eastern Steam Navegación, se declaró en bancarrota y fue adquirida por otra, llamada The Great Ship Company, con la que se pensó que acabarían las desgracias, al haber dejado de influenciar el maleficio del diamante de Hope. Pero las desgracias continuaron y una noche, de aparente calma, el Great Eastern, rompió inexplicablemente las amarras y anduvo errante por el Támesis, arrollando cuanto encontraba en su camino, hasta que fue reducido y amarrado, no sin haber causado una descomunal alarma y numerosos daños a otros buques.
El nueve de septiembre de 1859, un Brunel enfermo y casi abatido, subía a bordo del Great Eastern, para dar la salida para realizar las pruebas de mar. El barco estaba completamente alistado. En el puente de mando, el ingeniero dio la señal y cayo fulminado por un derrame cerebral.
Mientras en un cementerio de Londres, el oficiante religioso daba la despedida al cuerpo sin vida del ingeniero, una tremenda explosión se dejó sentir en toda la capital británica. Una de las ocho calderas del barco había estallado, provocando la muerte de nueve trabajadores y heridas muy graves en otros catorce.
Ya nadie quería hablar de aquel monstruo que no dejaba de cebarse con vidas humanas y la prensa y la ciudadanía, pedían a voz en grito que se les librara del siniestro barco. La compañía no sabía qué hacer para aplacar los ánimos. Se contaba que por las noches se oía un incesante martillear en el interior del barco, cuya procedencia nunca pudo averiguarse.
En las primeras pruebas de mar, el capitán Harrison y dos de sus oficiales, perdieron la vida cuando bajaron del barco a una chalupa, para dirigirse a tierra. Un extraño remolino del Támesis se tragó la pequeña embarcación.
Por fin, el 17 de julio de 1860, el Great Eastern obtenía permiso para abandonar el puerto de Londres y aunque capaz para cuatro mil pasajeros, rodeados de asiático lujo, el barco zarpó hacia América con apena treinta y seis camarotes ocupados. Era evidente que la gente no quería saber nada de aquel barco, cuya mala fama le precedía, pero que los acontecimientos posteriores demostrarían que aún podía superarse el infortunio que se cernía sobre la mayor mole flotante que el hombre había construido hasta aquel momento.


El viaje a América fue de pesadilla; digno preludio de las películas de terror y catástrofes que tan famosas se han hecho de unas décadas a esta parte. Sin gobierno por un fallo en el timón, navegó a la deriva hasta que se acercó a las costas americanas. Al atracar remolcado en el puerto de Nueva York, chocó contra el cantil del muelle, provocando la muerte de dos personas.
El viaje de regreso no fue mejor y la fama de barco maldito ya no se la quitaría de encima nunca más.
A fin de darle un uso adecuado, el Gobierno de Gran Bretaña lo alquiló para traslado de tropas y cargado con dos mil soldados, ciento veinte caballos y cuatrocientas mujeres, salió rumbo a Canadá.
Los soldados, borrachos, querían tener acceso a las mujeres y se organizó un motín a bordo que se saldó con numerosas muertes. Casi llegados a la altura de Terranova, volvió a fallar el timón y a la deriva, no pudo esquivar un iceberg que le produjo una profunda brecha por la que entró agua a los establos, donde los ciento veinte caballos perecieron ahogados.
El Gobierno decidió rescindir el contrato para el transporte de tropas y el barco dejaba de tener utilidad. La inmensa fortuna invertida en su construcción no podía ser amortizada, así que la compañía propietaria no dudaba en darle cualquier utilidad que fuera rentable, por lo que consiguió alquilarlo para tender un cable telegráfico que uniría Europa con América. Cuando llevaba más de dos mil kilómetros tendidos, se soltó el cable y fue todo a parar al fondo del mar, del que no pudo ser rescatado.
Quizás, cansado el propio barco de tantas desgracias como había sufrido, encalló y fue abandonado, hasta que en 1885 se pudo vender para el desguace.
Su última utilidad fue servir como chatarra y también en ella tuvo que hacerse patente la maldición que sobre el mismo pesaba: al cortar las chapas del doble caco, los obreros encontraron los esqueletos de dos hombres, aquellos que desaparecieron cuando el barco estaba aún en construcción. Junto a la mano de uno de ellos, un martillo de remachador descansaba sobre la fría chapa de acero. ¿Era ese el origen de los martillazos que por meses se oyeron resonar en el silencio de las noches?
Nunca se sabrá, pero en la mente de muchos esa idea quedó prendida; similar duda asaltaba a muchos cuando interpretaron como castigo divino y no maleficio satánico, la carga de desgracias acaecidas por la pretenciosa ambición humana de querer ir siempre más allá de lo permitido.
Años después, el Hindenburg, el más grande dirigible de transporte, se incendiaba y explotaba sobre Nueva Jersey, Estados Unidos, el 6 de mayo de 1937, causando la muerte de un tercio de su pasaje. Antes, el 14 de abril de 1912, se hundía el Titánic, el mayor barco construido hasta ese momento y que como el Great Eastern, estaba considerado “insumergible”.
Siempre les aplastará el peso de la duda sobre las causas del trágico fin que estos tres colosos de las comunicaciones sufrieron.




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