Publicado el 12 de junio de 2011
Hace poco escribí sobre el caudillo
andalusí Almanzor y la batalla de Calatañazor. Hoy lo haré sobre
un personaje coetáneo a quien la historia no ha tratado con
demasiado cariño: La
Vascona.
Se llamaba Aurora en su entorno de
nacimiento, pero las circunstancias le hicieron cambiar el nombre
cristiano por el árabe Subh
umm Wallad (Aurora,
madre del Infante) y era una esclava, al parecer de origen vasco, o
navarro, con cuyo nombre traducido al árabe, fue conocida en el
harem en el que ingresó cuando fue regalada al príncipe heredero
del califato de Córdoba, Al-Hakem,
el califa bibliotecario.
Éste, era hijo primogénito del
primer y más grande califa de Al-Andalus, Abderramán
III, el cual se había
desprendido totalmente del yugo que le unía con los califas de
Bagdad, la capital del imperio musulmán, proclamándose totalmente
independiente, después de haber pasado por una etapa en la que
Al-Andalus se había convertido en Emirato, dependiente de Bagdad.
En el año 961 murió el viejo califa
y le sucedió su hijo que en ese momento tenía cuarenta y seis años.
Según cuentan las crónicas
Al-Hakem estaba casado
con una mujer bellísima, llamada Radhia
y con la que no había conseguido tener descendencia.
Es más que posible que esa falta de
heredero fuese por desinterés del príncipe que pasaba su vida
dedicado al estudio y a la creación de la que quería que fuera la
biblioteca más importante del Islam; por otra parte, el príncipe
era demasiado aficionado a los efebos, práctica muy habitual en la
época y posiblemente imbuida por su padre que para preservarle de
toda influencia perniciosa que lo pudiese alejar de la férrea
educación que le impartía, lo tuvo encerrado en el palacio, sin mas
contacto que los libros y los eunucos.
La concubina vascona era una mujer
inteligente y bella, cantaba con voz dulce y recitaba poesías, lo
que hace suponer que recibió una esmerada educación en todos los
campos y que se crió ya islamizada, pues es difícil adquirir
dominio de la lengua árabe si no se usa desde muy joven. Sus
aspiraciones dentro del harem llegaban mucho más allá de ser una
más de las muchas mujeres que no importaban demasiado al califa y se
propuso interesarlo con los gustos que a él le atraían. Así,
siguiendo la moda impuesta en Bagdad por las mujeres de la alta
sociedad, solía vestir con prendas de hombre, adoptando la figura y
modales de un efebo y haciéndose llamar por el nombre masculino de
Ya’far.
Esa forma de comportarse atrajo al
califa que la convirtió en su favorita y más aún, en su preferida
y primera dama del califato cuando, en 962, le dio un hijo varón,
con el que asegurar la sucesión al trono. Poco tiempo después, en
965, Subh
volvió a proporcionar otro vástago a la dinastía Omeya.
El primero de los hijos, llamado
Abderramán, murió a los ocho años de edad, pero el segundo,
Hisham,
era un chico fuerte y saludable.
En esa época, el califato de Córdoba
alcanzó su mayor esplendor, tanto en poderío militar, como en el
aspecto cultural y el califa se reveló como un gran estadista, a la
vez que un apasionado de la cultura.
Quizás por eso, dejó en manos de sus
más cercanos servidores, demasiadas tareas de gobierno, propiciando
la fulgurante ascensión de personajes como Almanzor,
o su propio visir que se convirtió en el verdadero califa.
El futuro caudillo árabe, Almanzor,
entró en la casa califal como preceptor y administrador del príncipe
Abderramán y a la muerte de éste, continuó en la misma labor,
ahora con el príncipe Hisham.
Gozaba de la amistad de la favorita
del califa, la “sultana
Subh”,
como la denomina el historiador Reinhart Dozy, experto arabista que
ha estudiado muy a fondo la figura histórica de esta mujer, y quizás
gozara con algo más, pues aunque no está documentado, todo hace
parecer que durante años fueron amantes.
Es evidente que las tendencias
sexuales del califa eran poco apropiadas, incluso en aquella época,
pues hasta el momento de su muerte se produce en brazos de dos
eunucos, Fagil y Djahad,
sus preferidos, el día uno de octubre de 976, cuando lo normal es
que hubiese fallecido rodeado de su favorita, su hijo y heredero del
trono y sus otras esposas. Sobre todo porque su muerte, aun cuando
repentina, era largamente esperada, tras haber sufrido una enfermedad
coronaria, posiblemente una angina de pecho. Otras fuentes señalan
que padeció un ataque de hemiplejía, del que nunca se superó. De
cualquier forma, su enfermedad lo tenía postrado y muy delicado de
salud.
Cuanta la tradición que la noche del
treinta de septiembre un meteoro incandescente, como una bola de
fuego, apareció en los cielos de Córdoba y esa misma noche murió
el Califa.
Pero a la Vascona
ya no le preocupaba el futuro. Se había rodeado de gente poderosa
con la que se consideraba capaz de afrontar cualquier situación.
Como en ese momento su hijo, el
heredero Hisham,
tenía solamente once años, se produjo una corriente de personajes
cercanos a la dinastía Omeya que propugnaban que el trono debería
de ser para Al-Mughira,
el último de los hijos de Abderramán
III, hermano del califa
fallecido, persona muy querida en la corte y en muy buena disposición
para ocupar el califato, tanto por su edad como por su preparación
militar y política.
El entierro del califa constituye un
gran acontecimiento en la corte. Al sepelio acuden todas las personas
importantes del califato y aún con el cuerpo sin sepultar, ya se
palpa en el ambiente la tensión que generan las dos facciones que se
han formado: por un lado los que opinan que la excesiva juventud del
califa le impedirá desempeñar sus funciones con la serenidad que se
requiere y que, por tanto, el poder estará en manos de otras
personas; por el otro están la favorita Subh
y sus cómplices que quieren conservar el poder para ellos.
Los primeros son gente muy importante
y poderosa y en sus manos están algunos estamentos del califato como
el militar y el religioso y para demostrar su poder, impiden al joven
Hisham que dirija los rezos por su padre, como era costumbre.
Rápidamente se pusieron en marcha la
Vascona,
su amante, Almanzor
y el visir Yafar
Al-Mushafi.
Aquel intento de torcer la voluntad
del califa fallecido era intolerable, más aún cuando a ellos tres
la situación no podría beneficiar en absoluto. Así, con un pequeño
ejército, Almanzor
rodeó la residencia de Al-Mughira
procediendo luego al asalto y aunque éste renunció a sus derechos
sucesorios y juró lealtad a su sobrino, fue estrangulado por el
propio Almanzor.
Entronizado el heredero, gobernó con
el nombre de Hisham II;
ocupó el califato, pero jamás fue soberano en una de las cortes más
poderosa del mundo.
El califato vivía sus años de máximo
esplendor y en él gobernaban Subh,
la Vascona,
su supuesto amante, el caudillo Almanzor
y el poderoso visir Al-Mushafi.
El califa vivía rodeado de lujos en
una jaula de oro, mientras su madre creía que gobernaba por él.
Pero hasta Subh
se dio cuenta de la
ambición de su amante, llegando el momento de no saber si era aquél
su fiel servidor, o por el contrario era ella la que servía a los
deseos del caudillo.
Quiso sacar a su hijo del
confinamiento en que se encontraba y convertirlo en verdadero califa,
pero ya era tarde. De todas formas, la princesa Subh
no escatimó esfuerzos y llegó hasta el virrey del Magreb Ziri
Ben Atiya, deudo del
califa de Córdoba, con el que estableció una alianza para derrocar
a Almanzor
y convertir a su hijo en verdadero califa, pero Almanzor
envió a sus ejércitos al mando de su hijo que derrotó al
insurgente, el cual se perdió para siempre por el desierto africano.
Estatua
del caudillo Almanzor
Ante esta nueva situación, la
princesa Subh
perdió el poco poder que le quedaba, muriendo unos años más tarde,
aunque no existe constancia fidedigna de la fecha exacta.
El caudillo Almanzor
no le permitió que volviera a tener ningún papel en las decisiones
del califato.
Cuentan de ella los historiadores y
cronistas de la época que fue una mujer de gran entereza y que jugó
un papel fundamental en el califato de Córdoba, pero que tuvo la
poca fortuna de vivir entre dos personajes de tanto relieve que
marcaron el techo del esplendor andalusí: Abderramán
III y Almanzor.
De ella dice Menéndez Pidal: «ejerce
una supremacía pacífica sobre toda España y garantiza la
tranquilidad general que entonces reinó en la península».
Su hijo, el
califa Hissam
II,
gobernó hasta 1009 en que fue depuesto por los herederos de
Almanzor.
Repuesto al año siguiente, gobernó hasta 1013 en el que murió,
posiblemente envenenado.
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