Publicado el 16 de noviembre de 2008
La noche del 22 de octubre de 1707, después de varios días de
brumas y nieblas intensas, la escuadra del almirante ingles
Clowdisley Shovell, compuesta de cinco navíos, se
estrello contra los bajos rocosos de las Islas Sorlingas, al suroeste
de la punta más occidental de Gran Bretaña, perdiendo cuatro barco
y dos mil hombres.
La escuadra procedía de Gibraltar, donde se había dedicado a
hostigar a los barcos franceses del Mediterráneo y se dirigía a
puerto, para un merecido descanso. Tras la niebla y las brumas que
durante días acompañó a los barcos, se habían estado ocultando el
Sol, la Luna y las estrellas y el almirante inglés tuvo que
reconocer que no sabía dónde se encontraba. Llamó a capítulo a
todos sus oficiales e hicieron los cálculos normales de situación,
en función de la velocidad aparente que el barco había
desarrollado, la orientación por medio de la brújula y todos los
datos que pudieron recabar sobre el rumbo que habían seguido en los
últimos días. Todos parecieron estar de acuerdo en que se
encontraban a salvo, al oeste de la isla de Ouessant,
lugar avanzado de la península de Bretaña, en la costa francesa y
por tanto, embocando el Canal de la Mancha. Pero al
seguir navegando hacia el norte, se estrellaron contra las rompientes
rocosas de las Sorlingas, situadas al otro extremo de la Isla de Gran
Bretaña y por tanto lejísimo del punto estimado.
Sólo dos hombres consiguieron llegar a tierra, uno fue el almirante
y otro un marinero. Exhausto sobre las arenas de la playa, no le cupo
siquiera defenderse de una mujer a la que encandiló el ostentoso
anillo de esmeraldas que el almirante lucía y que para arrebatárselo
lo apuñaló primero y le robó, después.
Quizás un mejor fin que enfrentarse a la deshonra de estrellar toda
una flota, sobre todo cuando era uno de los marinos más prestigiosos
de la Armada de su Majestad.
Eran tiempos de honor y por ese mismo honor, por el prurito de ser
almirante y de no admitir la equivocación, días antes, el propio
Shovell mandó ahorcar, por insubordinación, a un
marinero que se permitió decir, ante varios oficiales, que la
escuadra llevaba un rumbo equivocado. Que él había hecho los
cálculos y se habían desviado mucho hacia el oeste.
Todo un drama que quizás hubiera resultado vano, si no es porque
alguien sensato, en Londres, advirtió a los personajes influyentes
del Gobierno y el Parlamento que los barcos de su graciosa Majestad,
no podían seguir navegando a ojos cerrados por los mares del mundo.
Pero, ¿cómo se puede decir que navegaban a ojos cerrados? ¿Es que
no iban y venían a las Indias Occidentales? ¿No llegaban hasta el
Pacífico y las otras Indias, las Orientales? ¿Cómo lo hacían los
navegantes entonces?
Pues muy sencillo, casi a ojos cerrados, porque de las dos
coordenadas necesarias para situarse en cualquier punto del Globo
Terrestre, solamente conocían con precisión una de ellas, la
Latitud. La otra, la Longitud, no eran
capaces de calcularla, por mucho que miles de marinos quedaron
tuertos o ciegos enfocando al sol con las ballestillas primero y los
sextantes después, hasta abrasarse las retinas.
Desde Ptolomeo, en tiempos de la Grecia clásica, era posible
calcular la situación que se tenía en cualquier punto con respecto
a los Paralelos terrestres, esas líneas imaginarias
que cruzan la Tierra paralelas al Ecuador; pero no resultaba posible
hacer lo mismo con los Meridianos, que son esas otras
líneas, que cruzan la Tierra pasando por los Polos y que se
resistían a dejar desentrañar el secreto de su situación. La
polémica estaba servida y los navegantes y mercaderes pedían a voz
en grito que se hiciera algo para que sus barcos pudieran navegar
seguros por los mares.
A falta de otras posibilidades, los veleros de la época
acostumbraban a seguir rutas conocidas, siempre las mismas, en las
que no se aventuraban a perder el horizonte de tierra nada más que
el mínimo tiempo posible, pero que les hacía caer una y otra vez en
manos de barcos piratas que los esperaban acechantes en las grandes
rutas.
Así estaban las cosas y así iban a continuar por algunas decenas de
años más y quién sabe si no serían ahora las cosas de otra manera
si el Parlamento no acordara, en 1714, el llamado Decreto de la
Longitud, en el que exhortaba a todo el que pudiera encontrar
una solución para el problema de hallar la situación con respecto a
los Meridianos, la cual sería premiada con 20.000
Libras Esterlinas de la época, lo que supondrían varios millones de
Euros actuales.
El famoso Decreto creó la también famosa Comisión
de la Longitud, compuesta por astrónomos, científicos y
matemáticos, los cuales se encargarían de revisar cada una de las
propuestas que se presentaran. La presencia de los astrónomos en la
citada comisión no hizo más que retrasar la solución del problema
y por dos causas diferentes. La primera porque creían en la
posibilidad de encontrar un método astronómico que les permitiera
situarse en el mar y la segunda, por no dar su brazo a torcer frente
a otras ideas, más sencillas, que solucionaban el problema y que
podían ser usadas por cualquier persona que no fuese versada en
astronomía. Es posible que actuaran de buena voluntad al querer
encontrar la solución astronómica, pero lo cierto es que desde
tiempo atrás se había llegado a la conclusión de que si a bordo de
un barco se supiera puntualmente la hora real de un lugar cualquiera
de la Tierra, de coordenadas conocidas y se pusiese en comparación
con la hora exacta, fácilmente calculable por el sol, se podría
determinar la Longitud, toda vez que quince grados en
el cuadrante esférico, corresponden a una hora justa de tiempo.
De hecho, en la actualidad y prescindiendo de mecanismos como el
GPS, que sitúan un punto cualquiera de la Tierra con
un margen de error de pocos metros, con un reloj de pulsera
cualquiera, se puede calcular la Longitud con una
precisión asombrosa.
El problema era que a bordo de los barcos, los relojes de péndulo,
únicos existentes con fiabilidad suficiente, atrasaban, adelantaban
o se paraban de manera irremisible, no cumpliendo por tanto su
función. Bastaba entonces con construir un reloj de bastante
precisión como para confiarle la localización de un buque en mitad
del océano.
Y aquí entró en liza un genio de aquella época, un carpintero
metido a relojero que fue capaz de construir un reloj con mecanismo
de madera y con la precisión deseada. Este genio se llamó John
Harrison y había nacido en el año 1693, en el condado de
Yorkshire. Era el mayor de cinco hermanos, hijos de un
carpintero que pretendió enseñar el oficio a sus hijos. Antes de
cumplir los veinte años, John, construyó su primer
reloj de péndulo, es decir, allá por 1713 y antes del Decreto
de la Longitud.
Harrison ya había introducido en la relojería tradicional de
péndulo, dos modificaciones de su invención que habían resultado
de suma utilidad. Para evitar que los cambios climáticos afectaran a
la marcha del péndulo, ideó los llamados “péndulos de
parrilla”, en los que la caña que sostiene el peso es
sustituida por varillas de diversos metales que contrarrestan las
dilataciones, así como unas sujeciones horizontales que fijan
enérgicamente las varillas entre sí, evitando deformaciones. El
conjunto que está hoy día en uso, da la idea de una parrilla de asar y de ahí su nombre.
El “escape” es la pieza que marca el número de
pasos por unidad de tiempo de la rueda dentada que se mueve por la
energía generada por el péndulo. Es el corazón del reloj y el
responsable de la precisión. Harrison ideó un escape
al que llamó “de saltamontes” por la forma que
adoptaban sus elementos ensamblados, que sin soportar el rozamiento
de los escapes tradicionales existentes, daban mucha mayor precisión
y en su movimiento simulaban los que efectúan las patas traseras de
ese insecto.
Se desconoce la forma en la que el “carpintero-relojero” entra en
contacto con el repetido Decreto, pero lo cierto es que
engolosinado por el soberbio premio, se pone manos a la obra cuando
ya han transcurrido trece años sin que ninguna idea se haya aportado
a la solución del problema.
En primer lugar, comprende que no se puede llevar un reloj de péndulo
en un barco por las razones ya expuestas y que, por tanto, se ha de
construir un reloj movido por otra fuerza. En segundo lugar,
determinadas piezas metálicas de las maquinarias de los relojes sufren una gran oxidación debido a la humedad y salinidad del aire
en el mar, por lo que se han de sustituir por otro material y por
último, sabe que la lubricación de las piezas ha de ser muy
especial, pues los cambios de temperatura afectan sensiblemente la
densidad de los aceites lubricantes e influyen en la precisión de la
maquinaria.
Apoyado en estas premisas, idea un eje espiral, compuesto por dos
metales de diferente coeficiente de dilatación, firmemente
ensamblados, que proporcionen el ritmo del péndulo. Luego sustituye
las ruedas dentadas de hierro por otras de madera de roble y muchas
de las otras piezas, según su cometido, por madera de boj.
Aquí, su oficio de carpintero juega un papel esencial, pues sus
conocimientos sobre las maderas, le hacen elegir las adecuadas. El
roble tiene que ser de los llamados de crecimiento rápido, de madera
más compacta, que almacena entre sus fibras gran cantidad de resina
oleosa que permite prescindir de la lubricación exterior, a la vez
que la hace muy resistente al desgaste.
El resultado llega en 1730, cuando presenta a la Comisión de
la Longitud, un reloj de cuerda, al que llama “Harrison-1”,
el “H-1”.
Esfera y maquinaria del
“H-1”
El reloj es una maquinaria perfecta que no tiene más inconveniente
que el de pesar casi treinta y cinco kilos y ocupar una caja cúbica
de metro veinte de lado.
Con suma precaución, el “H-1” es subido a bordo
del velero Centurión, con el que emprende viaje a
Lisboa. Decía el Decreto de la Longitud que la prueba
de mar debería hacerse en un viaje a las Indias Occidentales, pero
por aquellas causas ya señaladas de las rencillas con los
astrónomos, se optó por este otro viaje, que Harrison
se pasó apoyado sobre las amuras, medio cuerpo hacia la mar y
tratando de aliviar su pertinaz mareo que no le permitió disfrutar
de la travesía. El capitán Proctor, responsable del
velero, que se muestra encantado con las posibilidades que ofrece el
“H-1”, fallece a los pocos días de arribar a Lisboa, por
lo que el reloj es trasladado a otro buque, el Oxford,
cuyo capitán era Roger Wills.
De regreso a Gran Bretaña, Wills realiza los cálculos
de la posición y sitúa al barco frente al promontorio de Start,
en la costa sur de Inglaterra. Harrison y su reloj
hacen también los cálculos y lo sitúa frente a Lizard,
en la península de Penzance, a noventa y seis
kilómetros al oeste de Star. La controversia queda
diluida al comprobarse seguidamente que es Harrison el
que tiene razón.
El informe que Roger
Wills hace sobre la eficacia del
reloj, debería haber sido suficiente para concederle el premio, de
no ser porque el propio Harrison,
manifestó que quería perfeccionar el cronómetro y así, cinco años
después entregó el “H-2”,
del que tampoco estuvo satisfecho y dieciséis años más tarde
presentó el “H-3”,
que tampoco satisfizo su afán perfeccionista.
Retrato de Harrison con el H-4
No es hasta el “H-4”,
verdadera innovación, cuando su creador se siente verdaderamente
complacido con el resultado, y cuando ya todas las pruebas
realizadas, han demostrado que situarse en la mar es tarea de lo más
fácil siempre que se cuente con un cronómetro fiable y, desde
luego, ese método es mucho más eficaz que buscar en el firmamento
las señales necesarias para fijar la posición. La idea del “Reloj
Celeste” se ha olvidado por
fin.
El año 1773, cuarenta y tres años después de presentar el “H-1”,
Harrison fue reconocido como ganador y se le abonó el
premio prometido, no sin que fuese necesaria la intercesión del rey
Jorge III, que obligó a la Comisión de la Longitud a
cumplir con su promesa, si bien es cierto que Harrison
había ido recibiendo subvenciones para poner a punto su reloj, las
cuales le habían permitido vivir con cierta holgura y dedicado
exclusivamente a su pasión. Cuando se le liquidó el premio,
percibió 8.750 Libras Esterlinas, algo menos de la mitad del total.
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