Publicado el 5 de junio de 2011
En el Archivo General de
Centroamérica, Legajo 201, Expediente 1651, se hace
referencia a la heroica gesta protagonizada por Rafaela
Herrera Udiarte el día
29 de julio de 1762, como consecuencia de la cual y casi veinte años
después, recibió una compensación por parte del rey de España,
consistente en una pensión vitalicia de 600 pesos y unas tierras
para su explotación.
Este dato, que encontré por pura
casualidad, me produjo la natural intriga porque no es la primera vez
que dedico algún artículo a personajes femeninos de la historia de
las Colonias Americanas, los cuales suelen ser muy interesantes, así
que de inmediato pensé que tras éste, habría seguramente una buena
historia.
No fue fácil encontrar documentación
al respecto, que además de muy dispersa, aún era más exigua y lo poco que encontraba repetían de unas a otras la misma historia, sin
aportar nada novedoso. Con paciencia y entresacando de unas y otras,
se puede construir el siguiente relato.
El enfrentamiento entre España e
Inglaterra por la supremacía en el continente Americano es crónico.
Aunque pasan algunos años de paz entre ambos estados, lo cierto es
que los piratas británicos, auspiciados por el gobierno de Londres
siguen hostigando las costas de nuestras colonias, saqueando nuestros
puertos y abordando a nuestros galeones. Por otro lado, no han cesado
de negociar con la venta de esclavos que los colonos les compraban,
vender artículos de contrabando, ni de instigar a los pueblos
nativos a la rebelión contra los españoles.
La situación de mayor tensión se
vive en 1741, cuando la flota del almirante Lord
Vernon llega el 13 de
marzo frente a la más importante ciudad del Caribe Colombiano:
Cartagena de Indias.
Se produce un asedio que dura más de
un mes y varios intentos de asalto a la fortaleza española que al
final se salda con una brillante victoria de Blas
de Lezo, defensor de la
ciudad. Ese episodio, conocido como La
Guerra de la Oreja de Jenkins,
fue motivo de un artículo hace ya unos años.
Entre los oficiales españoles que
defienden el fuerte de San Felipe de Barajas, se encuentra un español
llamado José Herrera
Sotomayor, el cual es
un aventajado conocedor de todas las tácticas defensivas de ese tipo
de fortalezas.
Herrera
es un militar sobrio del que apenas existe documentación y del que
se sabe que tuvo una amante nativa con la que le nació una hija en
agosto de 1742, un año después del asedio a Cartagena de Indias y que fue bautizada como
Rafaela.
Con el grado de teniente coronel, es
destinado como jefe del Fuerte
de la Inmaculada Concepción,
a orillas del río San Juan, en la costa de Nicaragua, a donde se
traslada en compañía de su única hija, Rafaela,
sin que se sepa si la madre de la pequeña los acompañaba, pues hay
fuentes que dicen que había fallecido anteriormente y otras que la
sitúan en la ciudad de Granada, cuando Rafaela
se traslada a vivir allí años más tarde.
Esa costa, llamada también De
los Mosquitos, o
Misquitos, nombre del pueblo nativo que puebla la zona, es uno de los
territorios más inhóspitos de todo el litoral centroamericano,
habitada por un pueblo rebelde y batallador, con los que se mezclaron
los doscientos esclavos de un barco negrero británico que naufragó
frente a sus costas a mediados del siglo anterior.
Los “zambos-misquitos”,
descendientes de aquellos esclavos –por eso lo de zambo: mezcla de
negro y nativo– no paran de saquear las granjas españolas, robar y
quemar las cosechas, matar el ganado e incluso a los propios colonos
y así, en junio de 1762, un grupo de ellos atacó unas plantaciones
de cacao en el valle de Matina.
Pero la acción no era una más de las
que aquellos nativos insurgentes acostumbraban, en este caso había
algo más detrás.
Desde hacía muchos años, Inglaterra
deseaba encontrar un lugar en el istmo centroamericano para cruzar de
uno a otro océano y después de muchas exploraciones por toda la
zona, había entendido que el curso del río
San Juan, llamado en
principio río
Desaguadero, era el
lugar ideal.
Este río se llamó así porque
desaguaba el Lago
Cocibolca, que Gil
González Dávila, descubridor de Nicaragua y los españoles que con
él iban, llamaron Mar Dulce y que actualmente se conoce como Lago
Nicaragua y es el
segundo en tamaño de toda América. Este inmenso lago tiene ocho mil
seiscientos kilómetros cuadrados de superficie y se conecta con el
Lago Managua
por el río Tipitapa.
Para proteger el lugar de las
incursiones inglesas, se construyó en el curso del río San Juan y
aprovechando un punto elevado y muy estratégico, una fortaleza
llamada de la Inmaculada Concepción, a cuyos pies se había formado
una aldea de nativos.
Fortaleza
Inmaculada en su estado actual
A aquella fortaleza fue destinado José
Herrera y en ella
enseñaba, a su única hija, todos los artes de la defensa militar,
así como a disparar cañones y otras artes varoniles, pero sobre
todo, le enseña a sentir amor por su patria y cuáles son las leyes
del honor y de todos los valores morales.
Rafaela,
que en ese momento tenía diecinueve años, aprende con afán de su
padre que cuida de ella en todo momento, sabiendo el peligro al que
la exponía, pues era conocida la apetencia inglesa por dominar el
río San Juan y dividir en dos el continente americano.
Así, el gobernador inglés de Jamaica
William Henry Littleton, recibe de Londres instrucciones para
preparar la invasión de Nicaragua siguiendo el curso del mencionado
río.
Más de cincuenta embarcaciones y tres
mil hombres componen la fuerza atacante, contra la que se tendrán
que oponer los escasos recursos militares españoles de aquella zona.
La última incursión de los
zambos-misquitos
obedece a una táctica inglesa para dividir al enemigo que se lanza
tras la partida de forajidos, debilitando aún más la guarnición
del fuerte.
La primera vela enemiga se divisa el mismo día
en el que el comandante de la fortaleza cae gravemente enfermo,
posiblemente aquejado de una enfermedad tropical tan corriente en
aquello lugares. Sabiendo que va a morir, hace jurar a su hija que
defenderá la fortaleza con el mismo ímpetu que él le ha inculcado
y Rafaela
promete cumplir fielmente su palabra, aun a costa de su vida.
El día 17 de julio fallece el
comandante Herrera
y el alférez Juan
Aguilar y Santa Cruz
asume el mando.
Los espías nativos, infiltrados por
los ingleses, avisan a la flota que el castellano, nombre con el que
se designaba al responsable de la defensa de los castillos, había
fallecido y creyendo el capitán de la expedición que aquella
circunstancia debía ser de inmediato aprovechada, envió un
emisario, un oficial de su ejército que, de manera insolente, pidió
las llaves de la fortaleza, exigiendo la rendición a cambio de la
promesa de respetar la vida de los defensores.
Mucho más segura de sí misma que lo
estaba el alférez al mando de la fortaleza, se encaró Rafaela
con el oficial inglés, con tal decisión, que la comitiva se retiró
de inmediato sabiendo que no podrían tomar aquella posición sino
por la fuerza de las armas.
El día 29 de julio empezaron las
escaramuzas, aunque sin demasiado afán por parte de los sitiadores
que suponían que la guarnición no tardaría en rendirse. Y así
era, porque la mayor parte de los soldados, reclutados entre los
propios nativos, no tenían precisamente sentimientos de amor patrio
y estaban deseosos de soltar las armas y salir huyendo.
Nuevamente Rafaela
tomó la voz cantante y se enfrentó a los soldados exhortándolos a
defender aquella plaza porque era la única forma de defender a la
propia Nicaragua. No fueron sus palabras lo suficientemente
convincentes, pues los soldados no se determinaban a adoptar una
postura de firmeza, así que la heroína subió al torreón San
Fernando, la torre más alta de la fortaleza y cargó los cañones
para disparar sobre el campamento enemigo. Al tercer disparo tuvo la
fortuna de que el proyectil cayó sobre la tienda del capitán
inglés, produciendo su muerte y la de muchos de sus oficiales, por
lo que la tropa quedo un tanto descabezada.
Enfurecidos, los atacantes iniciaron
un asalto a la fortaleza, pero ahora sus defensores habían tornado
su ánimo y espoleados por la conducta de Rafaela,
estaban dispuestos a defender con sus vidas aquel bastión.
Nuevamente los asaltantes ofrecen
capitulaciones, pero Rafaela
responde con una frase que se ha hecho célebre, aunque no es seguro
que fuera pronunciada por ella: “Que
los cobardes se rindan y los valientes se queden aquí, a morir
conmigo”.
Dibujo
anónimo de Rafaela disparando el cañón
Nadie se rinde y la batalla continúa
con renovado ardor, produciendo gran descalabro entre las filas
inglesas. Al caer la noche, Rafaela
tiene una brillante idea que de inmediato pone en práctica. Ordena
construir unas pequeñas balsas de madera y ramas y empapar telas en
alcohol. Aprovechando la oscuridad, dejan las telas sobre las balsas
y éstas en el río para que la corriente las lleve contra la flota
enemiga. Cuando prenden fuego a las telas, el enemigo no sabe a qué
se enfrenta y el pánico cunde entre la tropa inglesa, creyendo que
se trata de la terrible ofensiva incendiaria conocida como el “Fuego
griego” que causaba
pavor entre los marinos.
Los buques enemigos no consiguen
maniobrar con celeridad y chocan unos con otros en su prisa por
abandonar el río.
El asedio había durado tres días y
se había saldado con bastantes muertos del lado inglés, mientras
que del español apenas habían habido bajas.
La flota inglesa salió a la
desesperada del río San
Juan, sin un comandante
que los guiara con certeza y en la desembocadura permanecieron más
de un mes, hasta que desde Jamaica recibieron instrucciones de
retirarse.
La noticia de la victoria sobre los
ingleses produjo una gran alegría en Nicaragua y cuando la joven
llegó a Granada, la ciudad más importante de Centroamérica y sede
de la Audiencia, fue recibida con honores militares.
La joven, sin familia alguna que la
acogiese, se quedó a vivir en la ciudad en donde pocos años después
contrajo matrimonio con un caballero granadino llamado don Pablo de
Mora, con el que tuvo cinco hijos antes de quedar viuda muy joven.
A pesar de su heroica acción, tras el
fallecimiento de su esposo quedó en la más absoluta de las
indigencias, hasta que alguien de la ciudad puso en conocimiento del
rey de España las circunstancias que se estaban dado.
En 1780, los ingleses intentaron, esta
vez con más éxito, el asalto al castillo de la Inmaculada del río
San Juan, cuya situación seguía siendo estratégica para dominar el
paso entre los dos océanos y más aún para los ingleses en aquel
momento, porque cuatro años antes habían perdido las colonias de
Norteamérica que en 1776 se habían independizado.
En aquella ocasión en la expedición
inglesa iba un joven marino cuyo nombre era Horacio Nelson.
Alguien haría un paralelismo entre
ambas acciones bélicas y saldría a relucir el heroísmo de una
joven que en aquella ocasión había impedido que los ingleses, muy
superiores en fuerza, tomaran la fortaleza y haría constar la
situación en que esa persona se encontraba. Es probable que ese
análisis de la situación se enviase al rey.
Tardó algún tiempo en responder el
monarca español Carlos III, pero al final dictó una cédula en El
Escorial que está fechada el once de noviembre de 1781, por la que
le reconoce una pensión vitalicia de 600 pesos, con efectos
retroactivos desde primeros de enero de aquel año.
Aún así, parece que Rafaela
terminó sus días sumida en la pobreza y al cuidado de dos de sus
hijos que, resultado de una enfermedad, habían quedado paralíticos.
Una historia más escrita por una
mujer con coraje de las muchas que hubieron en todos los tiempos y
que labraron un lugar en la historia sin tener que pasar por la
vejación de las cuotas.
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