Publicado el 26 de octubre de 2008
Que la península italiana aglutina a una ciudadanía fuera de lo
corriente es algo de lo que no nos cabe duda. Desde la más remota
antigüedad, los habitantes de “La Bota” han
conseguido el honor del reconocimiento mundial, por razones
diferentes pero muy por encima de todas ellas, por su singularidad.
Todavía nos quedamos como alelados cuando oímos las noticias
relacionadas con las convulsiones políticas de la República
Italiana: Imposibilidad de formar gobiernos, gobiernos que no llegan
a gobernar, pactos increíbles, acceso a la presidencia de
“personajes” únicos, elecciones y más elecciones y, en fin,
toda una suerte de avatares que son para llevarse las manos a la
cabeza. Pero los sufridos ciudadanos parecen pasar de los problemas
con una beatífica paciencia.
Y no es para menos, porque ya están acostumbrados a ver cómo
a su alrededor, suceden las más histéricas atrocidades; basta
recorrer la historia de la Península Italiana para darse cuenta de
que la singularidad viene impresa en los genes.
Después de crear Roma, el imperio más poderoso de la antigüedad,
optaron para gobernarlo por un sistema corrupto y tras los años de
esplendor del Reinado (Dominio) y la República, fueron a convertirse
en Imperio, del que se pueden decir muchas cosas buenas, pero muchas,
muchísimas, malas. Quizás lo mejor es que aportó al mundo conocido
dos conceptos fundamentales: la Cultura (la lengua, las
leyes, la administración, la literatura) y la “Pax Augusta”.
Pero eso era al mundo, en Roma, la ciudad que lo dominaba, las cosas
eran de otra manera. Como si de un contrasentido se tratara, la paz
que conseguían dentro del “limini”, las fronteras
exteriores del Imperio, no se correspondía con la beligerancia, las
guerra intestinas entre las Magistraturas del Estado, entre las
familias poderosas y entre los diversos ejércitos de la entonces
metrópoli del Mundo.
El primer emperador o “Pontífex”, fue Octavio
Augusto. A la muerte de Julio César, asesinado
por una conjura a la cabeza de la cual estaba su sobrino Brutus,
Roma es gobernada por El Segundo Triunvirato, que junto
con Augusto lo forman Marco Antonio y
Lépido. Deshecho de sus compañeros triunviros,
Octavio es investido Emperador y con él se inicia la
dinastía Julio-Claudia, el año 27 antes de la
cronología cristiana y gobierna hasta el año 14 de nuestra era. A
Augusto Caesar Imperator le suceden Tiberio,
Calígula, Claudio y Nerón, por ese orden
Fue un reinado largo el de Augusto, lo mismo que el de
su sucesor. Al menos para lo que vinieron a acostumbrarnos luego,
porque Tiberio reinó hasta 37 y en ese momento hay que
pararse para decir que murieron plácidamente en sus camas, cosa que
se convierte en una singularidad porque, desde entonces, se desata un
vértigo que sólo se explica en aquella Península.
A Tiberio, que pasó a la historia por su depravación
y vicio, le sucede Calígula, que muere asesinado
el veinticuatro de enero de 41, tras casi cuatro años de reinado,
revolcado en el lupanar corregido y aumentado de su predecesor.
Busto de Calígula, primer Emperador asesinado
La misma Guardia Pretoriana que asesina al emperador, nombra sucesor
a Claudio, en un derroche de irrespetuosidad cómica,
únicamente admisible en una sociedad corrompida y confusa. El
tartajoso y parcialmente hemipléjico emperador, gobernó, o mejor
dicho, ocupó el trono del Imperio hasta el año 54, en que murió
envenenado con setas por otra conjura en la que su
esposa, Agripina, tuvo una importante participación y
para lo que recurrió a los malos oficios de una envenenadora de
postín que circulaba por Roma, llamada Locusta.
Agripina quería el trono para su hijo que, a la
postre, se convierte en el sucesor: Nerón. Pero éste
también terminó mal y “fue suicidado” el once de
junio del año 68, con la inestimable colaboración de su esclavo
Epafrodito y antes de que la Guardia Pretoriana se
acercase para prenderlo. Y su muerte, la tercera a manos de los
allegados al trono, abre toda una espiral de la que difícilmente se
pueda superar ningún gobierno.
A Nerón, le sucede Galba, que había
sido nombrado emperador por el Senado romano el ocho de junio, tres
días antes de la muerte de su antecesor.
Galba muere asesinado el quince de enero
de 69 y ese mismo día le sucede quien ha sido su asesino: Marcus
Salvius Otón.
Otón se suicida el dieciséis de abril
del mismo año, tres meses después de su coronación y le sucede
Aulus Vitelio, asesinado el veinte de
diciembre del mismo año 69 por los soldados del ejército de
Vespasiano.
Estos tres emperadores fueron tan breves que la mayoría de los
textos de historia los pasan por alto, como una especie de paréntesis
grotesco en lo que ya va siendo bastante jocoso para tratarse de la
más alta Magistratura del Imperio y ni siquiera se ha dado nombre a
las familias a las que pertenecieron, si bien es cierto que, si
existió esa familia, pudo ser, perfectamente, un anticipo de
familias al estilo de “Cosa Nostra” ó “Camorra”,
que se hicieran tan famosa luego de algunos siglos.
Por fin se consigue algo de estabilidad y a Vitelio le
sucede el primero de la familia “Flavia”, Titus
Flavius Vespasiano.
Vespasiano es nombrado Emperador al final de aquel
mismo año que había estrenado Galba, con lo que el
nuevo Pontifex es el cuarto mandato en ese corto
período de tiempo y al que sucede Tito, que gobierna
por dos años y Domiciano, que lo hace por quince.
Pero se vuelve a acabar la buena racha y Domiciano, el
primer “Pontífex Máximum” y “Pater
Patriae”, muere asesinado el dieciocho de
septiembre de 96 como consecuencia de una nueva conjura palaciega en
la que vuelven a entrar en liza los personajes más cercanos al
emperador: su secretario Esteban, su esposa Domicia
Longina, el chambelán de palacio Partenio, y
como siempre, los pretorianos, legionarios o gladiadores.
A éste le sucedió la dinastía de los Antoninos,
abriéndose quizás lo que haya sido la mejor época del imperio
romano: Nerva, Trajano, Adriano, Antonino Pío, Marco Aurelio,
Lucio Vero y Cómodo.
Pero con este último volvemos a las andadas, y al punto que para
muchos supone el inicio de la Caída del Imperio Romano, frase que
dio título a una magnífica película de los años sesenta.
Estatua de Cómodo con vestimenta de Hércules
Cómodo es el emperador “romano-hollywoodiense” con
el que se enfrenta “El Gladiador”, en la arena del
circo romano. Y me refiero a la película que hace unos años llenó
las salas de cine y que protagonizó el neozelandés Russell
Crowe, en el papel de Maximus Decimus Meridius,
natural de Emerita Augusta, general romano caído en
desgracia tras la muerte de Marco Aurelio, devenido en
esclavo y gladiador y al que llaman “Hispano”.
Ciertamente y aparte la línea argumental de la película, que no se
compadece con la realidad, Cómodo participó
prolijamente en el circo romano, en donde destacaba por su habilidad
como arquero y disparaba cientos de flechas contra fieras y luchaba
contra hombres moribundos, pero no murió en la arena del circo a
manos de un gladiador, y mucho menos que éste hubiera sido un
general de las legiones victoriosas de Roma contra los Germanos.
Cómodo murió víctima de otra conjura y envenenado
por su familia; pero como quiera que consiguió vomitar parte del
veneno ingerido, la muerte no se producía, en vista de lo cual
enviaron a Narciso, un esclavo liberto, que lo apuñaló
en el baño, cuando trataba de reponerse de las convulsiones que la
pócima ingerida le estaba produciendo.
Antes se ha dicho que al fallecido Marco Aurelio le
sucede Lucio Vero, cosa que no es exactamente cierta
porque en realidad no le sucedió, sino que, de una forma totalmente
original, sin precedentes en la ya la dilatada historia de Roma,
Marco Aurelio nombró a un Co-Emperador que fue Lucio
Vero y que compartió con él el gobierno del imperio, aunque
casi todo el peso recayera sobre el “Sabio Emperador”.
Por eso, a la muerte de su padre, Cómodo hereda el
Imperio y Lucio Vero desaparece de la escena.
Y sigue la historia con el mismo tenor que hasta ahora se ha
referido. A la muerte de Cómodo, sube al imperio la
dinastía Severa, cuyo primer emperador es Pertinax,
que gobierna tres meses, hasta que es asesinado por un
miembro de la Guardia Pretoriana, con los que discutía sobre la
recompensa que debía pagarles. Le sucede Didio Severo,
que adquiere el trono en subasta pública que organiza la propia
Guardia Pretoriana. Éste individuo, tras dos meses de gobierno es
condenado a muerte por el Senado y asesinado por los
soldados antes de cumplirse la sentencia.
Le sigue en el trono Septimio Severo que proporciona
dieciocho años de estabilidad emocional al Imperio y que muere en su
casa, sucediéndole Antonino Caracalla, famoso, además
de por las Termas romanas que llevan su nombre, por haber dictado la
Constitutio Antoniniana, en 212, que concedió la
ciudadanía romana a todos los habitantes del Imperio. Caracalla
murió en 217, asesinado por Macrino.
Le sucede su asesino y a éste Diadumeniano y ambos
acaban sus reinados al ser ejecutados por el Senado. Luego vinieron
Heliogábalo y Alejandro Severo y ambos
murieron asesinados por sus propios soldados. El
primero gracias quizás a las excentricidades, pues se denominaba
“Adorador del Sol”, se había casado cinco veces,
pese a su corta edad, y no ocultaba su predilección por su auriga
Hierocles. El segundo, en el campamento de Maguncia,
cuando sus soldados interpretaron que los presentes enviados al
enemigo eran una ofensa a las deudas que el emperador tenía
contraídas con su ejército.
No creo que merezca la pena seguir, pero se pueden contar con los
dedos de una mano los emperadores que, en casi trescientos años,
consiguieron morir dignamente, como personas normales, en su cama y
rodeado de los suyos, o incluso en el campo de batalla.
Realmente resulta dramático, espeluznante y grotesco. ¿Cómo es
posible que la nación que nos legó las leyes más perfectas de la
antigüedad y de las que, en muy buena parte nos seguimos valiendo,
fuera tan absolutamente irrespetuosa con ellas? Sería la corrupción
o el desenfreno de la clase dirigente de un pueblo opulento, pero es
la cara más amarga de una Institución que gobernó el mundo
conocido, durante muchos años.
Pero no paró ahí la cosa en la península italiana. Sin querer
entrar en detalles, otra alta magistratura, otro “Pontificado”,
esta vez el de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, también
sufrió en sus carnes las agresiones del odio, la envidia, la
venganza y cuantas otras cualidades negativas se nos puedan ocurrir
para describir el panorama que durante años presentó el Papado.
Nueve Papas murieron violentamente, de los que seis fueron asesinados
y sobre algunos otros pesan algo más que dudas acerca de las causas
de su defunción, como ocurrió, ya en nuestro tiempo, con Juan
Pablo I, Albino Luciani, que falleció a los
treinta y tres días de papado, de lo que se dijo era un infarto,
aunque muchas sospechas se ciernen sobre esa muerte que la Iglesia
Católica no aclaró, ni permitió que otros aclararan. Es más, un
Canon de cuya existencia nadie había oído hablar, fue
esgrimido por el Colegio Cardenalicio como impedimento para la
práctica de la autopsia que tantas dudas hubiese disipado.
El primer Papa asesinado fue Juan VIII, envenenado y
rematado de un martillazo en la cabeza por uno de sus inmediatos
colaboradores (año 882). Esteban VI fue asesinado en
prisión después de haber sido depuesto como Papa (año 903). Su
sucesor, León V, también fue depuesto y a ambos los
mando degollar el siguiente Papa Sergio III.
En fin, para qué seguir. Basta consultar las crónicas y los anales
para encontrar una extensa y variada exposición de detalles, como
los que se mencionan en los “Anales Fuldenses”,
crónica medieval tan explícita como ignota.
Juan Pablo I
¿Roma no paga a traidores? ¿Sería eso cierto? Al menos lo fue con
Viriato, pero, ¿y luego? Tanta traición como se ha
visto, ¿no fue recompensada?
Es posible que no hubiese recompensas; que las traiciones se pagasen
con otras traiciones que es, en definitiva, una máxima tan antigua
como los tiempos: pagar con la misma moneda; pero, ¡qué pena de
gente! Y diríamos como aquel infante decía a sus padres: ¡Y me
queríais llevar al psicólogo porque me muerdo las uñas!
muy interesante y que bien se conocen los nombres de los asesinos y en España en pleno siglo XXI, no somos capaces de descubrir el cuerpo de Marta del Castillo, los asesinos de Cristobal Holgado asesinado en una gasolinera de Jerez, los robos de los politicos y de los no politicos, el caso faisan,etc. a lo peor es que en la antigua Roma se investigaba y aqui se entorpecen las investigaciones.
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