Publicado el 13 de diciembre de 2009
Buscando información para un artículo
que publiqué semanas atrás, me tropecé con una historia fascinante
que enlaza perfectamente con toda la saga de descubrimientos,
ciudades perdidas, tesoros ocultos y todo lo que supone la ambición
humana por descubrir lo que nos pueda enriquecer de manera inmediata.
Veinticuatro años después de que
Cristóbal Colón descubriese América, numerosas embarcaciones
habían llegado ya hasta sus costas. En una de esas arribadas, a
bordo de una carabela medio hundida y a punto de naufragar, llegó a
las playas del inexplorado Brasil, un marinero portugués llamado
Diego Álvares,
único superviviente del desastre.
Era el primer europeo en pisar la zona
en la que actualmente se encuentra la ciudad de Salvador,
en el estado de Bahía y de momento, el único, razón por la que se
apoderó de él el miedo natural a lo desconocido. Pero su espíritu
aventurero, aquel que le había lanzado a un viaje tan peligroso, le obligó
a sobreponerse y tratar por todos los medios de subsistir.
La región estaba habitada por los
indios Tupinambas,
guerreros y caníbales, que veían por primera vez a un hombre
blanco, lo que les produjo la consecuente extrañeza, creyendo, como
creían, que eran la única raza habitante del mundo.
Repuestos del estupor que les produjo
el contemplar a tan extraño ser, decidieron, por fortuna para Diego,
que mejor que engordarlo y comérselo, como hubiera sido lo natural
con cualquier otra clase de prisionero, convendría saltarse la
ancestral costumbre, enjaularlo y exhibirlo como un trofeo de caza.
El portugués pasó tiempo en aquella
situación y cuando ya los indios se habían cansado de alimentarlo y
de exhibirlo y decidieron comérselo, intercedió por él una joven
indígena llamada Paraguassu,
que se había enamorado del hombre blanco, convirtiéndose en su
esposa.
Como es comprensible, en cuanto
Álvares
estuvo libre, sus conocimientos y su formación guerrera, se
impusieron sobre todos los demás que vivían en la prehistoria y
así, consiguió hacerse de un buen lugar dentro de la tribu, con la
que convivió durante muchos años.
Pasado el tiempo, desembarcó en la
zona una expedición portuguesa, con la que Álvares
trabó contacto y gracias a su lugar preponderante, consiguió
relaciones de buena amistad entre los recién llegados y los miembros
de su tribu.
Luego de asentarse los aventureros en
aquellas tierras, casó a una hermana de su mujer, Paraguassu,
con Melchior Días,
uno de los aventureros, y de la unión nació un varón al que
pusieron el nombre del padre y de segundo apellido Moreyra,
en atención al color rojizo de la piel de la madre.
Melchior Días Moreyra
pasó entre los indios toda su vida y era conocido por todos como
“Muribeca”.
De espíritu inquieto, como su padre,
Muribeca
decidió que lo suyo no era sestear en playas paradisíacas ni
hacerse un nativo más y así, viajó mucho por las zonas del
interior, que ahora se conocen como el estado de Minas
Gerais y en las que
Muribeca
descubrió numerosas minas y atesoró gran cantidad de oro, plata y
piedras preciosas que, tribus indias del interior, tallaban
convirtiéndolas en joyas, las cuales despertaron el asombro de los
europeos que iban llegando a la zona.
Muribeca
tuvo un hijo, Roberto
Días, que desde muy
joven se familiarizó con las minas de las que su padre sacaba tan
extraordinarios tesoros.
En el año 1610, Roberto,
ofreció al rey de Portugal Dom
Pedro II, entregarle
las minas a cambio de un título de nobleza: Marqués
de las Minas.
Roberto
mostró la plata que obtenía de sus minas y ofreció entregar más
cantidad del preciado metal, que hierro hubiera en Bilbao, ya en
aquella época importante centro de extracción y elaboración de tan
trascendental, pero poco valioso metal.
El rey luso sólo le creyó a medias,
pero era tanta su necesidad de riquezas que se avino al trato, aunque
obligado es decirlo, sin demostrar mucho afán por el aventurero que
le ofrecía tesoros sin fin y así, extendió una Cédula Real en la
que le prometía el marquesado.
Si Roberto
creyó en la palabra del rey, se equivocó de plano, pues tras
expedir el documento, el monarca creó una comisión que vigilaría
que no se produjese el nombramiento de marqués, hasta que no hubiese
descubierto dónde estaban las minas.
Ciertas diferencias que surgen entre
Roberto
y la corte portuguesa le hacen recelar y ya no está dispuesto a
entregar las minas sin antes asegurarse el título: su fe en el rey
ya no era ciega, como lo había sido antes.
Con una expedición militar, abandonó
Bahía
en dirección al interior de la selva y cuando ya llevaban muchas
jornadas de camino, convenció al militar a cargo de la expedición
que le mostrase la cédula, cosa que éste hizo aun a regañadientes.
Roberto comprobó,
para su asombro, que en la cédula se le otorgaba la categoría
militar de Capitán, pero nada se decía del futuro marquesado.
La comprobación de la mezquindad del
rey lo enfureció y decidió no entregar las minas y así se lo hizo
saber al oficial portugués que también montó en cólera ante el
fracaso de aquella expedición, de la que esperaba importantes
beneficios.
Preso, regresó Roberto
a Bahía en
donde lo encerraron por dos años en un calabozo, sin permitirle
siquiera pagar por su libertad, como era costumbre en la época. Por
fin, accedieron a cobrar nueve mil coronas por su libertad, pero ya
era tarde para llegar a otro trato.
En 1622, murió Roberto
Días, sin revelarle a
nadie dónde se encontraban las minas que había descubierto su
padre.
Hacía un siglo que habían fallecido
Diego Álvares,
su abuelo Melchior Días
y su propio padre, Muribeca,
llevaba también muchos años enterrado, así que no quedaba nadie
que pudiera saber el emplazamiento de aquellas portentosas minas.
Los indios, tiempo atrás vecinos y
amigos de los portugueses, no quisieron hablar, aun cuando fueron
sometidos a terribles torturas, de modo que el rey Dom
Pedro II se quedó
lamentándose de su desconfianza y releyendo una y otra vez los
estudios realizados por sus técnicos sobre las características de
los metales preciosos y de las tierras que los contenían, entregados
como prueba por Roberto.
El secreto sobre las minas quedó
guardado para siempre, pero la leyenda corría de boca en boca y el
pesado oscurantismo en el que se cerraban algunos nativos, cada vez
más viejos y cada vez menos, no hacía sino acrecentar la fábula de
las minas.
En vista de que no era posible
arrancar aquel secreto, numerosas expediciones salieron en busca de
las preciadas explotaciones: ¡total, era cuestión de buscar en unos
pocos millones de kilómetros cuadrados!
Seguro que de tratarse exclusivamente
de extensión de terreno, las minas hubieran aparecido, pero es que a
la inmensa superficie, se le han de agregar todos los ingredientes de
la más inexpugnable selva: serpientes, alimañas, fieras, insectos,
sanguijuelas, vampiros, pirañas, humedales, barreras arbóreas, ríos
caudalosos… y lo que era más peligroso: los indios. Tribus
hostiles, celosas de su intimidad, guerreras y antropófagas.
En fin, una miscelánea de productos
que hacían de lo más desagradable el paseo por la jungla.
Las primeras expediciones que salieron
en su búsqueda fracasaron estrepitosamente y poco a poco, la codicia
fue vencida por la sensatez y de las minas de Muribeca
quedó sólo el recuerdo, la leyenda que iba de boca en boca y que no
cesaba, agrandándose a voluntad del narrador, ensalzando las
inmensas riquezas sin ninguna concesión al sentido común y
haciendo, en definitiva, permanecer por siglos la idea de que
realmente existían.
El actual estado de Bahía,
cuya capital es Salvador,
limita por el sur con el de Minas
Gerais, que debe su
nombre a las numerosas minas que se encontraron y las legendarias que
permanecen ignotas. A ambos estados les hace frontera por el oeste,
el río Sao Francisco
que recorre de sur a norte una enorme distancia y divide la zona
atlántica de Brasil en dos partes, al tiempo que formaba la
frontera que no se traspasaba.
Más allá del Sao
Francisco no se
adentraba nadie. Era la zona de las cerbatanas envenenadas con
curare, el famoso veneno, que los indios disparaban sin que los
exploradores los hubiesen llegado a divisar, ocultos tras verdaderas
cortinas vegetales que lo cubrían todo. Las expediciones, a las que
se llamaban “bandeiras”,
fracasaban una y otra vez y las más de las veces, no se volvía a
saber nada de ellas. En otras ocasiones, regresaban uno o dos
“bandeirantes” para contar las penalidades del viaje, la
inclemencia de la naturaleza y las atrocidades padecidas de manos de
los salvajes.
Las “bandeiras”
estaban constituidas por un número importante de personas entre las
que se encontraban los que eran meramente exploradores, con afán de
aventura, los colonos en busca de buenas tierras, la guarnición
militar que aportaba una escolta con la intención de constituir en
propiedad real lo que se descubriera, a la vez que dar protección,
personas civiles que se agregaban y, por supuesto, uno o dos
misioneros encargados de cristianizar a los paganos nativos. Para
dirigir con atinado rumbo aquella expedición se contaba con los
imprescindibles guías, reclutados entre las tribus amigas y una
legión de esclavos negros que porteaban los pertrechos y que dejaban
abandonado a sus dueños tan pronto se presentaba la primera
oportunidad.
Las tierras de lo que ahora se conoce
como estado de Minas
Gerais, no era
ciertamente rica en frutos capaces de alimentar a una expedición y,
a pesar de la feraz vegetación, casi nada había para comer en
aquellas zonas selváticas en donde el caballo, arma fundamental en
la conquista de America, era un animal inútil, difícil de alimentar
y más difícil de dominar en la exuberante foresta, permanentemente
asustado ante los innumerables movimientos de los animales de la
selva y atacados por los incansables vampiros que terminaban chupando
hasta la última gota de su sangre.
En consecuencia, el panorama no era
muy halagüeño y las “bandeiras”
fracasaban estrepitosamente.
Pero entre todas ellas, parece que una
tuvo la suerte de encontrar algo. Una de la que ya he hablado en
anterior artículo. Fue una expedición de dieciocho colonos que al
mando de un portugués, al que se ha conocido luego como Francisco
Raposo, llegó hasta
una cordillera que refulgía como el oro. Y en la que se adentraron
hasta encontrar una ciudad abandonada.
Posiblemente el ángulo de inclinación
que la luz solar proyectaba sobre aquellas agudas aristas montañosas
y la presencia abundante de mica, un mineral con brillos
iridiscentes, en la composición de las rocas de aquellas montañas,
las hacía destellar como si de metal precioso se tratara, lo que
hizo creer a aquellos colonos que habían encontrado la soñada
montaña de oro.
Lo singular de aquella “bandeira”
es que volvieron.
Volvieron y lo contaron y lo dejaron
plasmado por escrito y en el Archivo de Río de Janeiro, con la
signatura 512, se conserva el manuscrito que muchos años después
fue dado a conocer.
Pero no eran las mina de Muribeca
lo que Raposo y sus hombres descubrieron. Puede que su hallazgo
tuviera más importancia, puede que la fantasía les jugara una mala
pasada, pero no eran las minas de oro, plata y piedra preciosas de
las que Roberto Días
le habló a Dom Pedro II,
rey de Portugal y cuya desconfianza y codicia le jugaron tan mala
pasada.
De haberse comportado de otro modo, es
más que posible que aquellas minas, de las que Roberto
conocía su emplazamiento de forma inequívoca, hubiesen sido
conocidas por todos y se hubiesen explotado, extrayendo las riquezas
que sin duda atesoraban.
Que a día de hoy no se hayan vuelto a
encontrar las minas de Muribeca
no tiene nada de extraño. Algunos pensarán que no es posible
encontrar un lugar que no es más que una leyenda, el sueño
quimérico de los exploradores americanos, y es muy posible que así
sea, pero que Francisco
Raposo llegó a
descubrir una ciudad abandonada, tras diez años de vagar por las
tierras interiores del Mato Grosso, no hay ninguna duda y que no haya
sido redescubierta, es algo fácil de explicar.
Solamente la opinión de quienes
conocen la zona merece ser considerada y es que la selva se regenera,
cambia con tal rapidez que resulta imposible orientarse y que los
nativos que viven en su interior, se desenvuelven en terrenos muy
exiguos, no adentrándose jamás en las zonas circundantes, por lo
que sus conocimientos del entorno son bastante raquíticos.
Por otro lado, es de señalar que aún
permanecen en el interior de Brasil zonas inexploradas. Las vemos por
fotografía de satélites y están en los mapas desde hace muchos
años, pero de lo que hay en su interior, no tenemos ni la más
remota idea.
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