sábado, 30 de marzo de 2013

LAS MINAS DE MURIBECA


Publicado el 13 de diciembre de 2009




Buscando información para un artículo que publiqué semanas atrás, me tropecé con una historia fascinante que enlaza perfectamente con toda la saga de descubrimientos, ciudades perdidas, tesoros ocultos y todo lo que supone la ambición humana por descubrir lo que nos pueda enriquecer de manera inmediata.
Veinticuatro años después de que Cristóbal Colón descubriese América, numerosas embarcaciones habían llegado ya hasta sus costas. En una de esas arribadas, a bordo de una carabela medio hundida y a punto de naufragar, llegó a las playas del inexplorado Brasil, un marinero portugués llamado Diego Álvares, único superviviente del desastre.
Era el primer europeo en pisar la zona en la que actualmente se encuentra la ciudad de Salvador, en el estado de Bahía y de momento, el único, razón por la que se apoderó de él el miedo natural a lo desconocido. Pero su espíritu aventurero, aquel que le había lanzado a un viaje tan peligroso, le obligó a sobreponerse y tratar por todos los medios de subsistir.
La región estaba habitada por los indios Tupinambas, guerreros y caníbales, que veían por primera vez a un hombre blanco, lo que les produjo la consecuente extrañeza, creyendo, como creían, que eran la única raza habitante del mundo.
Repuestos del estupor que les produjo el contemplar a tan extraño ser, decidieron, por fortuna para Diego, que mejor que engordarlo y comérselo, como hubiera sido lo natural con cualquier otra clase de prisionero, convendría saltarse la ancestral costumbre, enjaularlo y exhibirlo como un trofeo de caza.
El portugués pasó tiempo en aquella situación y cuando ya los indios se habían cansado de alimentarlo y de exhibirlo y decidieron comérselo, intercedió por él una joven indígena llamada Paraguassu, que se había enamorado del hombre blanco, convirtiéndose en su esposa.
Como es comprensible, en cuanto Álvares estuvo libre, sus conocimientos y su formación guerrera, se impusieron sobre todos los demás que vivían en la prehistoria y así, consiguió hacerse de un buen lugar dentro de la tribu, con la que convivió durante muchos años.
Pasado el tiempo, desembarcó en la zona una expedición portuguesa, con la que Álvares trabó contacto y gracias a su lugar preponderante, consiguió relaciones de buena amistad entre los recién llegados y los miembros de su tribu.
Luego de asentarse los aventureros en aquellas tierras, casó a una hermana de su mujer, Paraguassu, con Melchior Días, uno de los aventureros, y de la unión nació un varón al que pusieron el nombre del padre y de segundo apellido Moreyra, en atención al color rojizo de la piel de la madre.
Melchior Días Moreyra pasó entre los indios toda su vida y era conocido por todos como “Muribeca”.
De espíritu inquieto, como su padre, Muribeca decidió que lo suyo no era sestear en playas paradisíacas ni hacerse un nativo más y así, viajó mucho por las zonas del interior, que ahora se conocen como el estado de Minas Gerais y en las que Muribeca descubrió numerosas minas y atesoró gran cantidad de oro, plata y piedras preciosas que, tribus indias del interior, tallaban convirtiéndolas en joyas, las cuales despertaron el asombro de los europeos que iban llegando a la zona.
Muribeca tuvo un hijo, Roberto Días, que desde muy joven se familiarizó con las minas de las que su padre sacaba tan extraordinarios tesoros.
En el año 1610, Roberto, ofreció al rey de Portugal Dom Pedro II, entregarle las minas a cambio de un título de nobleza: Marqués de las Minas.
Roberto mostró la plata que obtenía de sus minas y ofreció entregar más cantidad del preciado metal, que hierro hubiera en Bilbao, ya en aquella época importante centro de extracción y elaboración de tan trascendental, pero poco valioso metal.
El rey luso sólo le creyó a medias, pero era tanta su necesidad de riquezas que se avino al trato, aunque obligado es decirlo, sin demostrar mucho afán por el aventurero que le ofrecía tesoros sin fin y así, extendió una Cédula Real en la que le prometía el marquesado.
Si Roberto creyó en la palabra del rey, se equivocó de plano, pues tras expedir el documento, el monarca creó una comisión que vigilaría que no se produjese el nombramiento de marqués, hasta que no hubiese descubierto dónde estaban las minas.
Ciertas diferencias que surgen entre Roberto y la corte portuguesa le hacen recelar y ya no está dispuesto a entregar las minas sin antes asegurarse el título: su fe en el rey ya no era ciega, como lo había sido antes.
Con una expedición militar, abandonó Bahía en dirección al interior de la selva y cuando ya llevaban muchas jornadas de camino, convenció al militar a cargo de la expedición que le mostrase la cédula, cosa que éste hizo aun a regañadientes.
Roberto comprobó, para su asombro, que en la cédula se le otorgaba la categoría militar de Capitán, pero nada se decía del futuro marquesado.
La comprobación de la mezquindad del rey lo enfureció y decidió no entregar las minas y así se lo hizo saber al oficial portugués que también montó en cólera ante el fracaso de aquella expedición, de la que esperaba importantes beneficios.
Preso, regresó Roberto a Bahía en donde lo encerraron por dos años en un calabozo, sin permitirle siquiera pagar por su libertad, como era costumbre en la época. Por fin, accedieron a cobrar nueve mil coronas por su libertad, pero ya era tarde para llegar a otro trato.
En 1622, murió Roberto Días, sin revelarle a nadie dónde se encontraban las minas que había descubierto su padre.
Hacía un siglo que habían fallecido Diego Álvares, su abuelo Melchior Días y su propio padre, Muribeca, llevaba también muchos años enterrado, así que no quedaba nadie que pudiera saber el emplazamiento de aquellas portentosas minas.
Los indios, tiempo atrás vecinos y amigos de los portugueses, no quisieron hablar, aun cuando fueron sometidos a terribles torturas, de modo que el rey Dom Pedro II se quedó lamentándose de su desconfianza y releyendo una y otra vez los estudios realizados por sus técnicos sobre las características de los metales preciosos y de las tierras que los contenían, entregados como prueba por Roberto.
El secreto sobre las minas quedó guardado para siempre, pero la leyenda corría de boca en boca y el pesado oscurantismo en el que se cerraban algunos nativos, cada vez más viejos y cada vez menos, no hacía sino acrecentar la fábula de las minas.
En vista de que no era posible arrancar aquel secreto, numerosas expediciones salieron en busca de las preciadas explotaciones: ¡total, era cuestión de buscar en unos pocos millones de kilómetros cuadrados!
Seguro que de tratarse exclusivamente de extensión de terreno, las minas hubieran aparecido, pero es que a la inmensa superficie, se le han de agregar todos los ingredientes de la más inexpugnable selva: serpientes, alimañas, fieras, insectos, sanguijuelas, vampiros, pirañas, humedales, barreras arbóreas, ríos caudalosos… y lo que era más peligroso: los indios. Tribus hostiles, celosas de su intimidad, guerreras y antropófagas.
En fin, una miscelánea de productos que hacían de lo más desagradable el paseo por la jungla.
Las primeras expediciones que salieron en su búsqueda fracasaron estrepitosamente y poco a poco, la codicia fue vencida por la sensatez y de las minas de Muribeca quedó sólo el recuerdo, la leyenda que iba de boca en boca y que no cesaba, agrandándose a voluntad del narrador, ensalzando las inmensas riquezas sin ninguna concesión al sentido común y haciendo, en definitiva, permanecer por siglos la idea de que realmente existían.
El actual estado de Bahía, cuya capital es Salvador, limita por el sur con el de Minas Gerais, que debe su nombre a las numerosas minas que se encontraron y las legendarias que permanecen ignotas. A ambos estados les hace frontera por el oeste, el río Sao Francisco que recorre de sur a norte una enorme distancia y divide la zona atlántica de Brasil en dos partes, al tiempo que formaba la frontera que no se traspasaba.


Más allá del Sao Francisco no se adentraba nadie. Era la zona de las cerbatanas envenenadas con curare, el famoso veneno, que los indios disparaban sin que los exploradores los hubiesen llegado a divisar, ocultos tras verdaderas cortinas vegetales que lo cubrían todo. Las expediciones, a las que se llamaban “bandeiras”, fracasaban una y otra vez y las más de las veces, no se volvía a saber nada de ellas. En otras ocasiones, regresaban uno o dos “bandeirantes” para contar las penalidades del viaje, la inclemencia de la naturaleza y las atrocidades padecidas de manos de los salvajes.
Las “bandeiras” estaban constituidas por un número importante de personas entre las que se encontraban los que eran meramente exploradores, con afán de aventura, los colonos en busca de buenas tierras, la guarnición militar que aportaba una escolta con la intención de constituir en propiedad real lo que se descubriera, a la vez que dar protección, personas civiles que se agregaban y, por supuesto, uno o dos misioneros encargados de cristianizar a los paganos nativos. Para dirigir con atinado rumbo aquella expedición se contaba con los imprescindibles guías, reclutados entre las tribus amigas y una legión de esclavos negros que porteaban los pertrechos y que dejaban abandonado a sus dueños tan pronto se presentaba la primera oportunidad.
Las tierras de lo que ahora se conoce como estado de Minas Gerais, no era ciertamente rica en frutos capaces de alimentar a una expedición y, a pesar de la feraz vegetación, casi nada había para comer en aquellas zonas selváticas en donde el caballo, arma fundamental en la conquista de America, era un animal inútil, difícil de alimentar y más difícil de dominar en la exuberante foresta, permanentemente asustado ante los innumerables movimientos de los animales de la selva y atacados por los incansables vampiros que terminaban chupando hasta la última gota de su sangre.
En consecuencia, el panorama no era muy halagüeño y las “bandeiras” fracasaban estrepitosamente.
Pero entre todas ellas, parece que una tuvo la suerte de encontrar algo. Una de la que ya he hablado en anterior artículo. Fue una expedición de dieciocho colonos que al mando de un portugués, al que se ha conocido luego como Francisco Raposo, llegó hasta una cordillera que refulgía como el oro. Y en la que se adentraron hasta encontrar una ciudad abandonada.
Posiblemente el ángulo de inclinación que la luz solar proyectaba sobre aquellas agudas aristas montañosas y la presencia abundante de mica, un mineral con brillos iridiscentes, en la composición de las rocas de aquellas montañas, las hacía destellar como si de metal precioso se tratara, lo que hizo creer a aquellos colonos que habían encontrado la soñada montaña de oro.
Lo singular de aquella “bandeira” es que volvieron.
Volvieron y lo contaron y lo dejaron plasmado por escrito y en el Archivo de Río de Janeiro, con la signatura 512, se conserva el manuscrito que muchos años después fue dado a conocer.
Pero no eran las mina de Muribeca lo que Raposo y sus hombres descubrieron. Puede que su hallazgo tuviera más importancia, puede que la fantasía les jugara una mala pasada, pero no eran las minas de oro, plata y piedra preciosas de las que Roberto Días le habló a Dom Pedro II, rey de Portugal y cuya desconfianza y codicia le jugaron tan mala pasada.
De haberse comportado de otro modo, es más que posible que aquellas minas, de las que Roberto conocía su emplazamiento de forma inequívoca, hubiesen sido conocidas por todos y se hubiesen explotado, extrayendo las riquezas que sin duda atesoraban.
Que a día de hoy no se hayan vuelto a encontrar las minas de Muribeca no tiene nada de extraño. Algunos pensarán que no es posible encontrar un lugar que no es más que una leyenda, el sueño quimérico de los exploradores americanos, y es muy posible que así sea, pero que Francisco Raposo llegó a descubrir una ciudad abandonada, tras diez años de vagar por las tierras interiores del Mato Grosso, no hay ninguna duda y que no haya sido redescubierta, es algo fácil de explicar.
Solamente la opinión de quienes conocen la zona merece ser considerada y es que la selva se regenera, cambia con tal rapidez que resulta imposible orientarse y que los nativos que viven en su interior, se desenvuelven en terrenos muy exiguos, no adentrándose jamás en las zonas circundantes, por lo que sus conocimientos del entorno son bastante raquíticos.
Por otro lado, es de señalar que aún permanecen en el interior de Brasil zonas inexploradas. Las vemos por fotografía de satélites y están en los mapas desde hace muchos años, pero de lo que hay en su interior, no tenemos ni la más remota idea.

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