Publicado el 25 de enero de 2009
Hace algo más de un año, me regalaron una novela de Isabel Allende
que lleva por título “Inés del alma mía”.
Siempre que leo a Isabel Allende me apasiono con su forma de escribir
y esta novela me atrapó de tal modo que la leí casi de un tirón.
Además, en esta ocasión, tuvo la particularidad de interesarme por
la historia de Chile y su conquista y desde entonces, he estado
leyendo cuanto ha caído en mis manos.
No soy historiador, ni lo pretendo, escribo sólo sobre las cosas que
me parecen curiosas, enigmáticas o extrañamente desconocidas y en
ese papel, en el que llevo ya unos meses, procuro sacar algún
partido a sucesos o personajes que quedaron enredados en las
telarañas del pasado.
Pues bien, leyendo sobre Chile, me tropecé con un personaje
singular, de cuya existencia no había oído hablar, pero que llegó
a ser muy famosa en su época y en siglos posteriores.
Se llamaba Catalina de los Ríos y Lisperguer y era dos
cuartos de sangre española, uno de alemano-polaca y un cuarto inca.
La mezcolanza de sangre le proporcionó una apariencia envidiable y
un atractivo físico al que no era fácil resistirse, además y para
mayor explosión de lujuria en su alta y esbelta figura, era
pelirroja y de ojos verdes, sin duda debido a su sangre germana.
Dicen que el mestizaje es lo más hermoso que los españoles hemos
hecho en América y puede que sea cierto.
Retrato de Catalina de los Ríos
Hija de don Gonzalo de los Ríos y Encío y de doña
Catalina Lisperguer y Flores, nació en Santiago de
Chile en 1604 en el seno de una familia rica y poderosa, de la
aristocracia chilena. En aquellos años, albores del siglo XVII,
cuando en España vivíamos nuestro Siglo de Oro, la vida en las
colonias era muy distinta. Santiago era una aldea con trescientas
casas de gentes principal y una miríada de chozas inmundas en donde
se hacinaban los nativos.
Lluvia, barro, granizo, humedad y mucho frío en invierno; calor y
polvo seco que se pega a la garganta haciendo el aire irrespirable,
en verano. Estas son las dos características fundamentales de las
dos estaciones. La vegetación, feraz como en pocos lugares, es
regada por las frías aguas que descienden de los glaciares de los
Andes. La mano de obra es barata, casi gratis, pues los hacendados
sólo tienen la obligación de mantener vivos a los esclavos, que
otra cosa no son los nativos y además, se acarrean esclavos desde
otros continentes para trabajar en los predios y las minas, a lo que
no están ajenas ni la Corona, ni la Iglesia.
Con ese panorama, el rico es cada vez más rico y el pobre cada vez
más pobre. Las haciendas, las minas, las fortunas, son para las
clases gobernantes. Las miserias, las enfermedades las hambres, son
para los “indios”.
En esa sociedad oligarca, nació y vivió Catalina de los Ríos
y Lisperguer, “La Quintrala”, mujer
fascinante donde las haya y de la que no cabe explicación del por
qué se le consintieron tantas barbaridades como llegó a hacer en su
vida.
Su apodo: La Quintrala, obedece al rojo de su pelo,
pero quizás haya algo más en tan extraño mote y es que el Quintral
es una planta trepadora, que nosotros conocemos comúnmente con el
nombre de Muérdago y que es con la que hacemos ramos en Navidad para
adornar nuestras casas. Semiparásita, vive en los troncos de los
árboles, a los que llega a secar. Da un fruto de color rojizo y de
ella se extrae una sustancia muy pegajosa llamada liga, que solía
tener muchas utilidades en tiempos pasados, pero que los modernos
pegamentos, han ido arrinconando.
Rojo, pegajoso, parásito… Quizás estén ahí los símiles con
Catalina.
La madre de Catalina murió siendo muy niña y quedó
al cuidado de su padre y de una vieja india mapuche, de
la que dicen, le inculcó sus malos instintos.
Siendo adolescente, su padre, Gonzalo de los Ríos, enfermó y hubo
de guardar cama durante algún tiempo, al cabo del cual murió entre
terribles dolores. Para la sociedad santiaguesa y para la justicia,
don Gonzalo fue envenenado por su hija, la cual disimuló una fuerte
cantidad de curare, en un pollo que ella misma le había preparado.
Pero su familia era poderosa, un abuelo paterno, Pedro de Encío,
acompañaba a Valdivia en la conquista de Chile cuando, con un
ejército exiguo, cruzaron el desierto de Atacama, el más seco del
mundo y llegaron a las fértiles tierras chilenas.
Pues bien, aunque nació y se crió en el seno de una de las familias
más poderosas e influyentes de Chile, Catalina era
analfabeta. Quizás porque en aquella época, leer y escribir eran
cosas innecesarias para la aristocracia que tenía a sus secretarios
que lo hacían por ellos. De instintos crueles, desde su adolescencia
disfrutaba castigando a sus esclavos y sirvientes de una forma tan
inhumana, que cuesta trabajo creer tal crueldad y ensañamiento, en
persona tan joven y quizás más, siendo mujer.
En cierta ocasión, estaba azotando a una esclava india a la que por
una leve falta, dio de latigazos sobre la espalda desnuda hasta hacer
desaparecer la piel. Una masa sanguinolenta era lo que quedaba de la
espalda de la pobre india, a la que después de azotar, vertió cera
fundida sobre las llagas, produciéndole un terrible dolor. Ante los
gritos que la india profería, un crucifijo que colgaba de una pared
en la habitación donde se estaba produciendo el castigo, llegó a
desprenderse de sus soportes, cayendo estrepitosamente al suelo lo
que de inmediato fue interpretado por los esclavos y sirvientes como
una señal de que a los ojos de Dios el castigo era mal visto.
Catalina ordenó a uno de sus esclavos que arrojasen el
crucifijo a la calle porque ella no consentía que en su casa ningún
hombre se atreviese a mirarla mal.
Los padres agustinos que tenían su convento colindante con la
propiedad de Catalina, recogieron la talla y la
colocaron en su iglesia, en donde permanece a fecha de hoy.
Pero de algún hombre sí que soportó malas miradas, incluso
desaires, sin que eso le importara mucho, porque Catalina,
como el quintral, pegajosa, no lo dejaba ni a sol ni a sombra. El
hombre en quien la pelirroja había puesto sus verdes ojos era un
sacerdote llamado Pedro de Figueroa, que embebido en su ministerio,
ignoraba a la bella.
Su abuela materna, Águeda Flores, que a la muerte de su padre se
había hecho cargo de la tutela de la joven, creyó que quizás el
matrimonio aplacase los desaforados instintos de su nieta, por lo que
preparó un matrimonio con un soldado de fortuna, escaso de recursos,
veinte años mayor que Catalina y que se reputó en
aquella fecha como el matrimonio de conveniencia más caro de Chile.
Alonso de Campofrío y Carvajal, que así se llamaba el
novio, recibió una dote de más de cuarenta y cinco mil pesos: una
verdadera fortuna, cuando desposó a la Quintrala que
contaba con veintidós años y era una mujer que levantaba pasiones,
aún sabiendo lo que ocultaba en el fondo de su carácter.
El cura que los casó no fue otro que el adorado Pedro Figueroa.
Catalina no se lo perdonó y en varias ocasiones
intentó asesinarlo.
Su esposo la amaba. ¿Cómo no iba amar a aquella mujer bella, rica y
poderosa, a la que también temía? Pero Catalina no lo
amaba a él y muy pronto comenzó a tener amoríos, a lo que el
esposo no era ignorante. Consentía y ocultaba los desvaríos de la
Quintrala.
Uno de esos amantes fue Enrique Enríquez, un joven
comerciante, Caballero de la Orden de Malta con el que tenía
apasionadas y escandalosas relaciones. Parece que Enrique se fue de
la lengua, porque, incluso en aquella época, ¿qué importancia
tenía acostarse con la mujer más bella de Chile, si luego no se
contaba a los amigos?
Cuando la incontinencia verbal del tal Enríquez llegó a oídos de
Catalina, ordenó a un esclavo que lo matara, cosa que
hizo mientra bebía con unos amigos en un bodegón. Luego, la propia
Catalina denunció al esclavo que fue ajusticiado en la
Plaza de Armas de Santiago de Chile, en un ejemplo de ciudadanía que
en realidad lo que hacía era eliminar testigos de su venganza.
De la familia de su padre, heredó una enorme finca en el valle de
Longotoma, cerca de la ciudad de La Ligua, al norte de Valparaíso y
cerca del mar. La finca se llamaba El Ingenio, pero quizás ese sea
un nombre genérico que recibían las plantaciones americanas
dedicadas a ciertos cultivos, como los de la caña de azúcar. Su
abuela, doña Águeda la convenció para que se marchase a la heredad
y dejase Santiago por algún tiempo, pues ya eran demasiadas las
habladurías sobre la pelirroja y a aquella finca se trasladó la
Quintrala con buena parte de sus esclavos. Con ellos y
otros que adquirió en la zona, comenzó a dirigir personalmente la
explotación de la heredad, iniciando el cultivo de la vid.
Actualmente todavía se encuentran en aquella finca parras plantadas
por la Quintrala.
En la actualidad, Chile produce unos excelentes vinos, sobre todo de
uvas tintas cabernet, merlot, syrah y muchas otras variedades que
fueron trasplantadas desde Francia y España, y que hacen del
producto chileno un vino de reconocimiento mundial. Pues bien, parte
de ese reconocimiento se debe a la protagonista de esta historia.
Pero no fue por eso por lo que pronto fue también conocida en el
valle de Longotoma. A poco de llegar la Quintrala
empezaron a producirse quejas sobre la forma de tratar a sus
sirvientes y esclavos.
Un esclavo negro llamado Natucón fue asesinado sin que
se supieran las causas, pero en algo debió intervenir la Quintrala
cuando lo tuvo dos semanas insepulto, quizás en una especie de
castigo al cadáver por alguna acción cometida y como ejemplo para
los demás servidores.
Cuando en el año 1633, un clérigo de La Ligua, Luis Vásquez
reprochó públicamente su forma de comportarse y sus crueldades,
intentó asesinarlo sin conseguirlo, pero ese mismo año, sus
esclavos huyeron de la hacienda. Consiguió de la Real Audiencia que
se dictara auto obligando a todos los inquilinos de sus tierras a
volver a la hacienda El Ingenio y uno a uno fueron capturados y
llevados por la fuerza hasta la presencia de Catalina,
la que personalmente dirigió los castigos que ella misma imponía a
los desertores.
Aunque tuvo infinidad de denuncias por tratos brutales y asesinatos
de sus sirvientes, Catalina era lo bastante pródiga
con jueces y autoridades como para garantizarse su libertad, de tal
suerte que jamás recibió castigo alguno. Pero en 1660, la Real
Audiencia, oyendo al obispo Francisco Luis de Salcedo, pariente del
clérigo Vásquez, abrió un proceso contra la rica hacendada y
designó a Francisco de Millán como oidor para realizar una
investigación sobre los crímenes de Catalina. El
investigador obró con tino y lo primero que hizo fue alejar de la
hacienda a Catalina, su mayordomo y todas las personas
de la familia que le secundaban en sus crueles acciones. Pronto halló
datos suficientes para incriminar a la hacendada y remitió a
Santiago un completo dossier con todas las acciones criminales de
Catalina.
La Real Audiencia nombró alguacil en Santiago a Juan de la Peña
Salazar que a la vista de lo actuado se trasladó al Ingenio y
arrestó a Catalina, llevándola presa a la capital
para seguirle un proceso criminal.
Se inició el juicio y a Catalina se le imputaron hasta
cuarenta crímenes, pero la lentitud de la justicia, ya común en la
época, atascó el procedimiento y las poderosas influencias de la
Quintrala jugaron sus bazas, consiguiendo que se la
pusiera en libertad, lo que acrecentó el mito acerca de su persona.
Cuentan que aunque despiadada y cruel, era ferviente devota, o al
menos, muy temerosa de Dios y que el 13 de mayo del año 1647, cuando
vivía en su vieja casa santiaguesa, ocurrió un fuerte terremoto en
toda la zona central de Chile. Catalina y su hermana se
refugiaron en la iglesia de los agustinos, colindante con su
residencia y allí presenciaron como todas las paredes del templo se
desplomaron, salvo una en la que colgaba el crucifijo que tiempo
atrás la Quintrala hizo arrojar de su casa. Entre los
temblores, la corona de espinas que circundaba la cabeza del
crucificado, se desprendió y cayó hasta el cuello de la imagen, en
donde quedó sujeta por los hombros. La bella hacendada recordaría
siempre aquel episodio y, en caliente, al presenciar lo que ella y su
hermana calificaron como milagro, no ya por el incidente de la
corona, sino por ser esa la única parte del templo que no se
derrumbó y protegió sus vidas, hizo la promesa de que al Cristo no
le faltarían jamás velas que le alumbrasen, promesa que cumplió
fielmente.
Desde la fecha referida, cada trece de mayo se celebra una procesión
en la que se saca al Cristo, del que se refiere que cuando en alguna
ocasión alguien ha tratado de volver a colocar la corona de espinas
sobre su cabeza, la tierra de Chile vuelve a temblar.
El Cristo de Mayo en su ubicación actual
Resulta cuando menos curioso un dato que he llegado a conocer cuando
hacía algunas averiguaciones sobre estos incidentes. Parece que el
Cristo crucificado, conocido como Cristo de Mayo, fue
esculpido en madera por un tal Pedro de Figueroa,
nombre que curiosamente coincide con aquel sacerdote del que la
pelirroja estuvo enamorada y que fue quien la casó con Alonso
de Campofrío, lo que nunca perdonó la rica heredera. ¿No
es curioso, si se trata de la misma persona, que tuviera en su casa
una escultura de su adorado sacerdote?
A lo mejor la historia habría de escribirse de otra manera y el que
mandara sacar el crucifijo de su casa obedece a otras circunstancias,
como el despecho por aquel amor no correspondido.
El 15 de enero de 1655 murió la Quintrala y fue
enterrada en el convento de los Agustinos. En el testamento que
Catalina hizo redactar, reservó veinte mil pesos para
que se dijeran veinte mil misas por su alma y otros quinientos por
las de sus sirvientes y víctimas de su crueldad. En los días
siguientes a su entierro, se dijeron mil misas en Santiago, pero ni
aún así, el alma de la cruel y despiadada Quintrala
encontrará la paz.
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