Publicado el 25 de julio de 2010
Así llamaríamos hoy a una persona
excepcional que ha pasado totalmente desapercibida y del que creo se
hace necesario el esfuerzo de sacarle a la luz y explicar algo de su
vida y obras.
Muchas veces me he referido ya, y lo
seguiré haciendo, a mi paso por tierras zamoranas y es que aquel
viejo rincón de nuestra geografía, además de marcarme
profundamente, es una cantera inagotable de excepcionalidades.
En el sureste de la provincial, casi
rozando ya con Salamanca, se encuentra una comarca de larguísima
tradición agrícola y ganadera: La Gaureña.
La comarca la forman quince
municipios, cuya capital es Fuentesaúco, en donde se producen los
garbanzos que han hecho célebre al pueblo.
Aplastados contra la tierra, a la que
tanto cuesta vencer, los pueblos de La Guareña, como los de toda
aquella zona, se caracterizan por sus rudimentarias construcciones,
por sus trazados de calles irregulares, por la construcción de
alguna casa solariega que no rima nada con el paisaje que la arropa
y, sobre todo, por las magníficas iglesias y otros edificios
religiosos, lo que resulta casi imposible de imaginar con una
mentalidad actual.
Y es que algunos de esos edificios,
ubicados en pueblitos pobrísimos, son realmente singulares. Uno de
ellos es la Iglesia Parroquial de los Caballeros de Santa María, de
Fuentelapeña, un pueblo de novecientos habitantes, cuya iglesia es
la mayor de la provincia, si excluimos la Catedral de Zamora.
Y decir de este edificio religioso que
es impresionante, es decir realmente poco, porque lo que realmente
impresiona es que se empezó a construir en 1569, por un cantero y
arquitecto cántabro llamado Juan de Nates y con el esfuerzo de todo
un pueblo. Su torre se construyó siglos más tarde, concretamente en
1880 y se hizo gracias al político Claudio Moyano, todo un personaje
del siglo XIX que aunque nació accidentalmente en otro pueblo de la
Guareña, llamado La Bóveda de Toro, vivió y murió en
Fuentelapeña.
Iglesia Parroquial
de Fuentelapeña
Pero no va este artículo ni de
Claudio Moyano ni del pueblo de Fuentelapeña, sino de una persona,
nacida allí que renunciando a sus apellidos, tomó como suyo el
nombre del pueblo que le vio nacer.
En Fuentelapeña se asentaba una
familia noble de rancio abolengo: los Arias
Porres. En su seno
nació, en marzo de 1628, Rafael
Elías Arias Porres que
fue bautizado en esta iglesia y que siguió, como alguno de sus
hermanos mayores, la carrera eclesiástica.
Pero por su nombre, nadie conoce a
esta persona, aunque es más que probable que el nombre ficticio que
adoptó a lo largo de toda su vida, tampoco sea demasiado conocido. Y
es que Rafael Elías ingresó en la orden de los Capuchinos el 23 de
diciembre de 1643, ordenándose sacerdote en 1651, con el nombre de
Fray Antonio de
Fuentelapeña.
Su hermano mayor, Manuel, fue un
importante hombre de la política y de la Iglesia en los reinados de
Carlos II y Felipe V. Caballero de la Orden de Malta, llegó a ser
arzobispo de Sevilla y cardenal.
Fray Antonio
fue un personaje sumamente curioso y desde luego, singular. Dotado de
una brillante inteligencia, pronto escaló puestos importantes en la
orden de los Capuchinos, desempeñando los cargos de Secretario
provincial de Salamanca, Custodio General y Ministro provincial,
hasta que en 1677 fue nombrado, a propuesta del rey de España,
Visitador y Comisario de las provincias capuchinas de la isla de
Sicilia.
En Sicilia no tardó en descubrir
ciertas irregularidades y el inicio de una conjura, hábito muy de la
época, para enfrentar al Padre General de la Orden, Esteban de
Cesena, con el Juez de la Monarquía en la Isla.
La cuestión es que tras sus
pesquisas, salió mal parado y hubo de exiliarse en Portugal, en
donde permaneció muchos años, hasta que el 25 de febrero de 1681,
se le permitió regresar a España.
Una vez en la tierra patria, algunos
de los amigos con los que contaba, incluso la autoridad de su
poderoso hermano, quieren reivindicar su figura y ofrecerle cargos
importante, pero el fraile los desdeña uno a uno y, viejo y
achacoso, decide dedicar lo que le reste de vida a la escritura, el
estudio y la confesión de sus fieles.
No se sabe a ciencia cierta cuando se
produjo su muerte, pero se cree que fue en 1702.
Su producción literaria fue tan
extensa como desconocida y de una erudición tal, que resulta
impensable cómo es posible que una persona así haya pasado oculta
tras los cortinajes de las intrigas políticas y religiosas y que de
su figura no se haya hecho justicia.
Tengo que reconocer que de Fray
Antonio de Fuentelapeña yo
no había oído hablar en mi vida y que, cuando hace años, con un
buen amigo zamorano que me conducía doctamente por entre las vegas y
los tesos, llegamos una tarde de gélido sábado al pueblo de
Fuentelapeña, después de apreciar lo casi único del lugar que es
la increíble iglesia de la que antes he hablado, no presté
demasiada atención a que en ella se hubiese bautizado el personaje
del que hoy estoy hablando.
Hacía tanto frío aquella tarde que
después de quedarnos helados al bajar del coche, volvimos a la
cálida y confortable calefacción del vehículo con el que nos
fuimos a La Bóveda de Toro, en donde nos esperaban unos amigos con
buenas viandas para la merienda.
Ha sido después cuando el fraile se
me ha despertado, resurgiendo del frío de mis recuerdos; y ha sido
por una cuestión bien distinta por la que le he conocido y enseguida
me he dado cuenta de lo torpe que estuve aquella tarde en la que
quizás el frío congelara mis ideas.
La producción literaria de este
insigne zamorano es amplia y de entre sus muchas obras, vamos a dejar
para el final la que yo considero más importante, más avanzada y
mejor exponente de la erudición de este hombre, pero para empezar,
quizás sea conveniente hacerlo por la que más fama le ha acarreado
y que es un libro que el tituló El
ente dilucidado, al que
luego ponía una apostilla: Discurso único, novísimo en que
muestra hay en la naturaleza animales irracionales invisibles y
cuáles sean.
El libro fue impreso en varias
ocasiones, aunque es evidente que a los padres Capuchinos, aquella
obra, no les llenaba de gozo y con la misma constancia con las que el
fraile escribía, ellos se dedicaban a retirar cuantos ejemplares
cayeran en sus manos.
Sobre monstruos, duendes, demonios u
otras criaturas inexplicables, trata este denso libro que atrajo la
atención del mundo erudito de su época, porque, justo es decirlo,
lo que hoy nos parece algo fuera de toda lógica y que no sirve nada
más que para construir buenos argumentos de cine de ficción o de
novelas del mismo tenor, fue en otro tiempo objeto de grave
preocupación.
Hace un tiempo, publiqué un artículo
sobre el Padre Feijoo que trataba del nacimiento de un monstruo en
Medina Sidonia y cómo había preocupado a algunas personas la
eficacia del sacramento del bautismo; pues bien, no era un hecho
aislado, sino algo preocupante de consuno en aquella sociedad
lastrada por la creencia de la intervención divina en todo, ya fuera
bueno o malo.
¿Por qué nacen monstruos en la
Tierra?, era una pregunta bastante común y las explicaciones mucho
más aventuradas de lo que nos podemos imaginar; por ejemplo esta:
“flaqueza
de la virtud generante, o por mucha abundancia; por accidente en la
matriz; por aprehensión eficaz y viva, y por constelación a influjo
especial”.
Y esto lo afirma
un sabio doctor llamado Andrés Ferrer de Valdecebro, fraile de la
orden de Predicadores, nacido en Albarracín en el primer tercio del
siglo XVII y que escribió un tratado sobre las aves que aún se
consulta con suma curiosidad.
Pues bien, para
una persona docta, las pocas ganas de engendrar pueden producir un
monstruo, o por el contrario, el exceso de lujuria y muchas otras
consideraciones de las que hoy no reímos abiertamente, eran las
culpables de que se produjesen alumbramientos tan anormales que
ocupasen el pensamiento de los más preclaros hombres de la época.
Juan Eusebio
Nieremberg, un humanista y científico del mismo siglo, llegó a
decir: “Las
causas físicas y naturales de los monstruos desfigurados son la
concepción o confusión, sobra, o defecto del semen, descomposición
o angustia de la madre, deformidad heredada, cópula ilegítima de
diversos géneros o fuera del modo ordinario, demasiada lujuria; que
así como suele ser causa de infecundidad, lo es a veces de debilidad
del semen y, por consiguiente, de algún defecto en la criatura; y no
es pequeña causa la imaginación y fantasía de los padres. Añaden
algunos la fuerza de los astros en algún encuentro extraordinario”.
El Padre Fuentelapeña recopila en su
libro numerosos casos todos ellos de lo más originales e insólitos
que imaginarse pueda, hasta el punto de que los que han estudiado su
obra en profundidad no se ponen de acuerdo en aseverar, de forma
inequívoca, si el fraile trataba de dar explicación a los casos que
iba narrando o si por el contrario introducía un matiz irónico en
la supuesta reciedumbre de las creencias de la época. Pero también
busca la explicación de por qué nacen tantas criatura de siete mese
y por qué en esa edad existen mayores posibilidades de viabilidad y
por qué el parto en el octavo mes suele ser más infeliz que en el
séptimo. O lo que sería de mucha más actualidad como la sentencia
en que trata de si pueden trocarse los sexos y el hombre convertirse
en mujer y la mujer en hombre, cosa que en aquel tiempo debería
resultar impensable pero que en este momento es algo de rabiosa
actualidad y describe cómo, a su juicio, debe realizarse dicha
transformación.
Y es que cuesta creer que ni aún con
la evidente fe en que el Eterno es el inspirador de cuanto existe,
alguien pueda explicar los fenómenos naturales con una candidez de
semejante calibre, cuando al dedicarse a otros campos de la ciencia
es capaz de hechos tan singulares como el que ahora voy a relatar.
Un eminente paisano nuestro, al que ya
he mencionado en alguna ocasión y que es referente obligado en la
historia de nuestra provincia, Adolfo de Castro, relata que en 1676,
once años antes de que Isaac Newton escribiera su obra cumbre sobre
la gravitación universal llamada Principios matemáticos de la
filosofía natural, el fraile de Fuentelapeña establece exactamente
los mismos principios que el sabio inglés, aunque, evidentemente,
usando otro lenguaje, quizás más vulgar y para ser entendido por
sus contemporáneos.
¿Alguien oyó algo de esto alguna
vez? ¿Es posible que así fuera? No estoy capacitado para hacer una
aseveración de ese tipo, pero lo cierto es que Fray
Antonio hizo una
descripción muy amplia y documentada, al uso de aquella época, en
la que habla de la teoría de la atracción universal razón por la
que el universo todo permanece en un constante equilibrio, la misma
observación que le sirvió al inglés para formular la Ley de la
Gravitación, según la cual y porque una manzana cayó sobre su
cabeza mientras sesteaba a la sombra del árbol que las produce,
dedujo que todo objeto del universo que posea una masa, ejercen una
atracción sobre todos los demás que es directamente proporcional al
producto de sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de la
distancia (agradecimientos al Bachillerato de mi época).
Juan Valera, el polifacético escritor
egabrense de finales del siglo XIX que destacó en muchas ramas del
saber y fue diplomático, novelista, ensayista y hombre culto, dijo
del padre Fuentelapeña: “Como
no hubo jamás ingenio más invencionero ni atrevido, ni memoria más
rica de erudición, ni desenvoltura científica más grande, que los
de este ameno, delicioso y candoroso ex-provincial de capuchinos.”
Y aún hay algo más y por cierto no
menos importante y es que el padre Fuentelapeña fue el autor del
primer libro en el que se trata en serio de la aviación y describe,
con el lenguaje propio de la época, cosas tan curiosas como sus
conclusiones por las que un cuerpo sólido pueda sustentarse y volar
en un fluido como es el aire, para lo que son necesarias la
conjunción de tres premisas: gravedad del cuerpo; extensión de las
alas y violencia del impulso.
Muy simple pero una realidad en sí
misma. Un genio desempolvado y una historia que ojalá haya gustado a
alguno y despierte la curiosidad en otros.
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