Publicado el 2 de noviembre de 2008
El diario bilbaíno El Porvenir Vasco publicaba, en
lugar destacado de su edición de 6 de septiembre de 1906, la
siguiente noticia:
"El Telekino": A cosa de las nueve, en el Abra el
notable ingeniero señor Torres Quevedo, inventor del "Telekino"
ha realizado algunas pruebas con su maravilloso aparato, confirmando
una vez más el mérito de su invento. Las pruebas, que han sido
presenciadas por el señor Urquijo (Presidente de la Diputación) y
buen número de distinguidas personas desde el precioso yate "Lilí",
así como por otras muchas desde el "Elcano", el "Yaf"
y muchos botes han constituido un nuevo triunfo para el ilustre
bilbaíno. Ha recibido el señor Torres Quevedo muchas felicitaciones
por el éxito que alcanza con su aparato tantas veces como realiza
experimentos. (Sic).
Al día siguiente, el Noticiero Bilbaíno, se hacía
eco de la noticia:
“En las Arenas y frente al club Marítimo del Abra, hubo
también por la mañana mucha animación, pues desde la terraza de
aquella Sociedad hizo maniobras con notable precisión en un bote que
se hallaba en el abra, por medio del telekino de su invención, el
ilustre ingeniero señor Torres Quevedo”. (Sic)
Valgan estas dos noticias, más un extenso reportaje que la Revista
Bilbao publicó el 29 de septiembre de 1906 sobre el mismo
señor Torres Quevedo, para esbozar lo que este
artículo se propone.
En mis años adolescentes y en la primera madurez, fui filatélico
empedernido. Mi colección de sellos no era gran cosa, pero era mi
orgullo personal. Todo el dinero que tenía me lo gastaba en sellos,
todos los regalos de santos, Reyes y cumpleaños eran sellos y sellos
eran, en fin, todo lo que ocupaban mi ocio. En esa afición, buena
parte de culpa tenía un amigo que me metió el gusanillo y que me
mostraba sus colecciones, heredadas de su abuelo y continuadas por su
padre, que me ponían los dientes largos y me producía enormes
deseos de estrangular a mi amigo y llevarme los sellos.
En su colección había muchas series importantes y varios sellos de
los que presumía como si los hubiera imprimido él: Las Catacumbas,
La Quinta de Goya, Legazpi y Sorolla, Fortuny y Torres Quevedo.
Quien haya coleccionado sellos, sabe a lo que me estoy refiriendo y
para el que nunca haya experimentado el placer de la colección de
colecciones, le diré que Fortuny y Torres Quevedo
era una de las series estrellas de la filatelia posterior al primer
centenario del sello, es decir, después de 1950. Eran dos sellos de
Correo Aéreo de 25 y 50 Pesetas, una cantidad importante en 1956,
año en que se editaron.
Pues bien, ahí apareció por primera vez en mi vida la figura de
Torres Quevedo. Luego vinieron los estudios, el
trabajo, las obligaciones y Torres Quevedo se quedó en
mi memoria como un sello que nunca tuve y como el nombre de alguna
calle en alguna ciudad.
Sello de Leonardo Torres Quevedo
Ojalá que lo ocurrido conmigo no haya sido la tónica general y la
figura de la que voy a hablar sea debidamente estudiada y reconocida
por otros con más interés que yo.
Lo cierto es que Leonardo Torres Quevedo es una de las
personas más extraordinarias de principios del siglo pasado y sobre
la que poca o ninguna justicia se ha hecho. Y es que, estando a
principios del siglo XX, se producen noticias como las que se
mencionan al inicio de este artículo y que suponen uno de los
inventos más importante en nuestra vida doméstica y parece que no
le hemos dado importancia.
Lo que Torres Quevedo inventa no es ni más ni menos
que “El Mando a Distancia”, ese objeto pequeño,
que siempre está perdido entre los cojines del sofá y que
proporciona, al que lo detenta en cada casa, carácter de reyezuelo
que, a manera de cetro, lo exhibe como diciendo: no te olvides que
aquí “mando” yo, mientras hace ostentación del
“mando a distancia” de la televisión, por ejemplo. El mando a
distancia es ahora lo que el “vallet de chambre”
fue en el pasado. Ya no hay que pedir que te abran la ventana o
enciendan la chimenea, suene la música o lo que sea. Ahora se elige
de la mesa del salón el mando adecuado y apretando los botones
apropiados, ponemos en marcha el televisor, el vídeo a grabar y el
aire acondicionado a funcionar.
¿Nos damos cuenta de la importancia que tiene haber sido el inventor
de este aparato? Si hubiera sido inglés, francés, o americano, nos
lo restregarían por las narices continuamente, pero como es español,
que nos zurzan a todos.
Pero es que Torres Quevedo no empezó ahí, ¡ni mucho
menos! Inventó otras cosas que hoy son tan trascendentales, que la
vida no se entendería sin ellas. Por ejemplo, en 1893 presentó en
la Academia de Ciencias Exactas su “Memoria sobre las
máquinas algebraicas”. Ya se conocían artilugios
mecánicos para resolver operaciones matemáticas de cierta
complicación, que habían sido puestas en funcionamiento por
personajes tan distinguidos como Pascal o Leibnitz,
pero Torres Quevedo va mucho más allá con su máquina
que resuelve ecuaciones algebraicas de cualquier clase. Es el primer
paso de las modernas calculadoras.
¿Y quién es Torres Quevedo? Puede preguntarse alguien
y justo es que para ilustrar este breve reconocimiento a la figura de
un sabio, se de a conocer parte de su biografía.
Hijo de un Ingeniero que trabajaba para los ferrocarriles de la
época, Leonardo nació en la parroquia de Molledo (Cantabria) el 28
de diciembre de 1852. Estudió el bachiller en Bilbao y París,
trasladándose luego a Madrid, donde cursa la carrera de Ingeniero de
Caminos. Se casó con treinta y tres años y fue padre de ocho hijos.
Murió en Madrid el 18 de diciembre de 1936. Siempre fue un espíritu
inquieto y una mente despierta que desde muy pronto dio muestras de
una inteligencia fuera de lo corriente.
Su máquina algebraica se presenta en Burdeos y después en la
Academia de Ciencias de París, La Meca de la ciencia y la técnica
del momento y obtiene el reconocimiento mundial en el año 1900.
Un par de años después presentó en Madrid y también en París,
sus ideas para la construcción de un dirigible en el que había
solucionado los graves problemas de sujeción de la barquilla y
construye el primer dirigible español del Servicio de Aerostación
del Ejército. El dirigible construido, al que bautizan con el nombre
de “España”, supuso una innovación de tal
calibre, que la firma francesa Astra le compró la
patente. A partir de 1913 se fabricaron numerosos dirigibles por la
empresa Astra-Torres, que fueron utilizados para muy
diversos servicios durante la I Guerra Mundial.
Años después, en 1918, diseñó un dirigible transatlántico, el
“Hispania”, pero la financiación del proyecto no
estaba a la altura de nuestro país y se fue retrasando hasta que los
ingleses, con un dirigible con motor y dos alas, cruzaron desde
Irlanda a Terranova arrebatándonos la posibilidad de haber sido los
primeros en cruzar sin escalas el océano Atlántico.
Pero si algo apasionó, obsesionó y prestigió a nuestro insigne
inventor, fueron los funiculares, llamados también transbordadores
aéreos.
Hoy nos parece la cosa más normal del mundo subir a un funicular y
atravesar la Expo’92, hacer un remonte en el esquí, o subir desde
Rosales a la Casa de Campo madrileña, viajando colgado de unos
cables y en el interior de una cabina cerrada, pero el inventor de
este medio de transporte no fue otro que el mismo genio del que
estamos hablando.
En 1887, cuando era muy joven, construyó en su propia casa, un
transbordador que salvaba una distancia de doscientos metros y un
desnivel de cuarenta. Para proporcionar el movimiento utilizó una
especie de noria movida por dos vacas y una silla de casa atada a los
cables, como asiento transportador. Luego, construyó otro usando un
motor, hasta que en el año 1907construyó el funicular sobre el
Monte Ulía, en San Sebastián. Había dado solución
al problema de la seguridad con unos complejos sistemas de varios
cables, contrapesos y reparto de las cargas que evitaban cualquier
situación de riesgo si algún cable se rompía, haciendo así apto
para el transporte de personas lo que por su peligrosidad se usaba
exclusivamente para mercancías.
Pero fue el “Spanish Aerocar”, construido en las
Cataratas del Niágara, en Canadá, sobre el llamado
“Remolino” (The Whirlpool), lo que le dio fama
universal. Se trata de un funicular de 580 metros de longitud que une
dos puntos de la orilla canadiense del río Niágara,
sobre el espectacular remolino que forma el río en un embolsamiento
y que fue un proyecto español desde su concepción hasta su
terminación, pasando por su construcción en una metalúrgica de
Bilbao.
El Aerocar en funcionamiento.
A la entrada de la estación del “Spanish Aerocar”,
una placa en bronce recuerda que se trata del “Transbordador
aéreo español del Niágara. Leonardo Torres Quevedo (1852-1936)”.
El 8 de agosto de 1916 se inauguró el ingenio que hoy está en
funcionamiento con muy pocas modificaciones sobre el proyecto
inicial.
Placa del Spanish Aerocar
Antes, como para matar el vicio de la inventiva, había construido la
primera máquina que jugó una partida de ajedrez contra un humano y
ganó siempre. El Autómata ajedrecista se llamaba, e hizo sus
primeras exhibiciones en 1914.
Otras patentes sobre la máquina de escribir, o el puntero luminoso,
precursor del puntero láser, jalonan su larga fila de inventos, pero
la cosa no va a quedar ahí. Hagamos un repaso: el mando a distancia,
la calculadora, el funicular y el dirigible seguros, el ajedrecista
imbatible y por si no fuera bastante, el precursor de un aparato que
se ha puesto de moda como ningún otro: El GPS.
En efecto, Torres Quevedo inventó y patentó en España
y en Gran Bretaña el “Sistema para guiarse en las
ciudades”, un ingenioso artilugio cuyo esquema presenta la
cuadriculación de las calles de una ciudad y un sistema de brújulas
para orientarse.
Esquema del Sistema para guiarse en las ciudades
Desconozco si hay alguna otra genialidad de este sabio que pueda
aumentar su lista particular de inventos, pero lo visto es más que
suficiente para comprender que estamos ante alguien completamente
singular, que si no hubiera sido español, sería tan conocido como
otros inventores americanos o ingleses que no le llegaron a la altura
del zapato.
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