Publicado el 14 de febrero de 2010
¡Qué
curiosa es la historia! Acabamos de celebrar en Cádiz, dentro de la
etapa de la presidencia Española en la Comunidad Europea, unas
jornadas dedicadas al Foro de la Mujer, en la que se han venido a
decir muchas cosas, entre ellas que la recuperación de la economía
pasa porque haya muchas más mujeres en puestos de gobierno.
Pero yo no quiero hablar del foro ese
ni de nada que se le pueda parecer. Para eso está la prensa diaria;
yo quiero hablar de cosas más curiosas, más ignoradas, aunque
guarden relación con lo que en Cádiz acabamos de celebrar.
Soy un gran aficionado a la lectura y
al cine, aunque cada vez voy menos a las salas y menos tiempo me
queda para leer, pero me sigo contando entre los adictos a ambos
entretenimientos. Una película que me marcó y un libro que me
produjo una gran satisfacción fue Rebelión
a bordo, El
motín del Bounty. Con
un Marlon Brandon
jovencísimo y atractivo que encarnando al primer oficial Fletcher
Christian, conquistaba
el corazón de Maimiti,
la joven y bella hija del rey de la isla. Y un Trevor
Howard haciendo de
malvado capitán Bligh.
El Bounty
era un carguero que la marina británica compró para transportar
plantones del árbol del pan desde las islas de la Polinesia y más
concretamente desde Tahití, hasta la isla de Jamaica, en la que
pretendían crear una enorme plantación que diera los frutos
suficientes para alimentar de forma barata a los esclavos que
trabajaban en las plantaciones del Caribe.
El barco zarpó de Inglaterra al mando
del capitán William
Bligh el 23 de
diciembre de 1787, con víveres y quincalla para conquistar el fácil
corazón de los nativos. La tripulación la componían cuarenta y
cuatro marineros en total, entre los que iban algunos especialistas
en jardinería. Las órdenes que recibió el capitán contemplaban la
ruta más corta que era pasar por el Cabo
de Hornos, y dirigirse
rápidamente al Pacífico Sur; pero al llegar a la punta más
meridional de Suramérica, se encontraron con un tiempo endemoniado y
una enorme tormenta que se prolongó por más de treinta días, les
impidió iniciar la travesía del Cabo, por lo que el capitán optó
por la ruta alternativa que era doblando el Cabo de Buena Esperanza,
en el cono de África. En consecuencia, el viaje se retrasó varios
meses y cuando llegaron a Tahití, el 25 de octubre de 1788, la época
propicia para el trasplante del árbol de pan, había pasado y uno
tras otro, los plantones que los jardineros del barco iban preparando
afanosamente, se secaban así que hubieron de permanecer en la
paradisíaca isla por un largo espacio de tiempo, hasta que la
climatología fuese propicia para hacer los trasplantes.
Por fin, llegada la época, y luego de
conseguir que los plantones agarrasen, embarcaron centenares de de
ellos, para trasladarlos a Jamaica y el 4 de abril de 1789, zarpó el
Bounty con su preciada carga, emprendiendo el viaje de regreso. El
capitán Bligh,
hombre tremendamente austero e incluso cruel, trataba a la
tripulación de forma que en la época era costumbre, infligiendo
castigos corporales y, con el fin de asegurar que los plantones
sobrevivieran, llegó a racionar el agua de la tripulación para
poder regarlos. Esas medidas no convencen al grueso de la marinería
y el día 28 de aquel mismo mes, una parte de la misma, encabezada
por el primer oficial Fletcher,
se amotinan y desembarcan a una chalupa, en alta mar, al capitán y
algunos de los tripulantes que le son leales, entregándoles algunos
víveres y elementos para la navegación.
Los amotinados deciden volver a Tahití
y recoger a algunas de las mujeres con las que han trabado relación
a lo largo de los meses que permanecieron en la isla. Luego, se
dirigen a la isla de Pitcairn
y no lo hacen al azar, es que el oficial Fletcher
ha descubierto que su situación en los mapas de la Royal Navy es
errónea y la isla no está en donde los mapas dicen, razón por la
cual piensa que nunca les encontrarán si se refugian en ella.
Esta historia que parece más una
ficción novelesca, es real y los acontecimientos, con más o menos
precisión, se relatan en los libros que sobre el hecho se han
escrito y se recogen en las diferentes versiones cinematográficas
que se han filmado.
Algo más de treinta años después de
aquellos acontecimientos, dramáticos ciertamente, ocurrieron en
aquellas latitudes otros acontecimientos muchísimo más trágicos.
Isla
de Pitcairn
Esta vez era el ballenero
estadounidense Essex que zarpó del puerto de Nantucket, en Massachusetts,
en el año 1819, para hacer una travesía de dos años y medio a la
caza de ballenas en el Pacífico. Tenía ochenta y siete metros de
longitud y desplazaba doscientas treinta y ocho toneladas. Lo
capitaneaba un joven de veintiocho años llamado George
Pollard, Junior.
El día veinte de noviembre de 1820,
varios marineros y carpinteros de a bordo, realizaban labores de
reparación de algunos maderos del casco, deteriorados tras la dura
travesía a que el velero estaba siendo sometido.
Dicen que los ruidos de los
martillazos en los tablones, aumentados por la resonancia del casco y
transmitidos por el medio acuático, hicieron creer, a un enorme
cachalote macho que se encontraba por la zona, que un rival le
desafiaba y enfurecido, atacó al ballenero por dos veces,
consiguiendo destrozar parte del casco y hundir la nave, que en ese
momento se encontraba a tres mil setecientos kilómetros de las
costas de Chile.
Dibujo
del Essex atacado por el cachalote
Toda la tripulación se pudo poner a
salvo usando las tres chalupas que había a bordo y con las que
perseguían a las ballenas para darles caza. Les dio tiempo de
recoger instrumental de navegación y víveres, pero los veinte
tripulantes y el capitán iban hacinados en las tres pequeñas
embarcaciones.
Por fortuna, a los pocos días
arribaron a la isla Henderson,
perteneciente al pequeño archipiélago de las Pitcairn,
en donde encontraron alimento y agua, pero los recursos de la isla
eran escasos y en pocos días habían esquilmado el exiguo arsenal
que la isla les ofrecía y unas semanas después se dispusieron a
partir, aunque tres de los marineros prefirieron quedarse en la isla
y esperar lo que el destino les deparase.
A bordo de las chalupas la vida era
difícil y la desnutrición, además de las diarreas, vómitos,
descompensaciones fisiológicas por deshidratación y otras muchas
afecciones, fueron mermando la salud de los embarcados, los cuales
llegaron a beberse su propia orina.
Los primeros fallecidos fueron
arrojados al mar con la típica mortaja de los marineros, pero luego
de algunas muertes, la idea del canibalismo se fue apoderando de los
supervivientes que entendían un despilfarro innecesario arrojar el
cadáver al agua, cuando podían devorarlo.
La antropofagia estabilizó un poco la
salud de los náufragos que al no producirse decesos, caían en tal
desesperación que hubieron de echar a suertes quien se sacrificaría
para que los otros vivieran.
Una tormenta separó las dos
balleneras en las cuales sobrevivieron cinco tripulantes, dos en una
que fue rescatada por otro ballenero, el Dauphin
95 y los otros tres por
el carguero británico Indian,
tres meses después del naufragio.
Luego, informaron que en la isla
Henderson
habían dejado a tres de sus compañeros, los cuales fueron
rescatados algún tiempo después, al límite de su resistencia. En
total habían comido a siete compañeros, algunos de los cuales se
sometieron a dejarse matar para ser devorados por los otros.
El relato de los hechos es
verdaderamente estremecedor y lo conocemos gracias a la narración
que el primer oficial Owen
Chase, uno de los tres
supervivientes de una de las chalupas balleneras. Su relato sirvió
de inspiración a Herman
Melville para su famosa
novela Moby Dick
y muy posiblemente a Edgar
Allan Poe para escribir
su única novela, Las
Aventuras de Arthur Gordon Pym,
embarcado como polizón en el ballenero Grampus,
en el que se dan escenas de canibalismo.
El
primer oficial Owen Chase
Pero sigamos con la historia. Las
tripulaciones de los dos veleros, el Bounty
primero y los náufragos del Essex,
después, recalaron en el mismo archipiélago, el de las Islas
Pitcairn, compuesto por
otras cuatro islas: Henderson,
Oeno, Sandy, Ducie, y
naturalmente, Pitcairn,
la mayor de todas y la única habitada que es la que le da nombre al
archipiélago.
Estas islas fueron descubiertas por
primera vez en 26 de enero 1606 por el marino portugués al servicio
de la corona española Pedro
Fernandes de Queiros y
puestas bajo el dominio de España, pero al tratarse de unas islas
desiertas no se colonizaron, siendo redescubiertas por un marino
inglés llamado Pitcairn
en 1767, el cual le puso su propio nombre a la isla descubierta.
En la actualidad en Pitcairn
viven cuarenta y ocho personas y el archipiélago constituye la única
Colonia Británica de Ultramar, en el Océano Pacífico.
Sus habitantes son los descendientes
de los amotinados del Bounty
y las doce mujeres tahitianas que los acompañaron hasta aquel
refugio.
No es un país, pues ya se dicho que
es una colonia británica, pero como quiera que en la actualidad se
encuentra en el proceso de descolonización de las Naciones Unidas,
casi se le puede considerar un territorio en vías de independizarse
y en ese caso sería el país menos poblado del mundo, compuesto
únicamente por nueve familias.
Pero no sería esta la única
singularidad de este pequeño territorio situado a cinco mil millas
de Australia y a mil trecientas de Tahití. De las costas de Chile,
lo más próximo del continente Americano, se encuentra a unas tres
mil quinientas millas.
Como puede verse, además de algo
inhóspito, lejano y despoblado, la isla de Pitcairn
dio cobijo a unos amotinados, que en la época en la que sucedieron
los hechos eran considerados delincuente de la peor calaña y cuya
pena era la muerte en la horca. Fueron numerosos los asesinatos y
reyertas entre los habitantes de la población, los cuales recelaban
de todos y se disputaban constantemente a las mujeres, cuyo número
era menor que el de los varones.
Pero aún así, Pitcairn ha pasado a
la historia de la consecución de logros sociales, por ser el primer
territorio del mundo en el que se concedió el sufragio femenino, en
absoluta igualdad con el de los hombres y eso ocurrió en 1838.
Y es que todo este recorrido por el
Océano Pacífico, esas dos venturas náuticas y las terribles y
dramáticas consecuencias de ambas, me han servido para llegar, tras
ese largo rodeo que espero haya entretenido, a lo que es el tema de
este artículo.
En Cádiz, cuna del liberalismo,
celebramos el bicentenario de la Constitución más liberal que ha
tenido este país, hasta la de 1978. Pues bien, en aquella
Constitución, el sufragio activo no era un derecho universal, porque
de él se excluía a las mujeres y a aquellas personas que tenían la
consideración de sirvientes. También se excluían a los esclavos en
los territorios americanos.
En España, la mujer no tuvo derecho
al voto hasta la Constitución de la Segunda República que se
promulgó el 9 de diciembre de 1931. Esto es, cien años después de
que en Pitcairn,
esa isla inhóspita y perdida, habitada por los descendientes de unos
amotinados, el peor crimen que se podía cometer en el mar, el
derecho a expresarse libremente, en igualdad con los hombres, hubiese
alcanzado a la mujer.
Afortunadamente las cosas han
cambiado, pero la Historia está ahí para hacer una llamada al
recuerdo y zarandearnos un poco para que despertemos del sueño en el
que parece que actualmente estamos inmersos todos.
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