Publicado el 15 de noviembre de 2009
La Monarquía es la más antigua forma
de gobierno que existe. Si repasamos la historia, vemos que en todos
los continentes, los más diversos pueblos, se han ido organizando
alrededor de la figura de un rey.
Un rey guerrero, casi siempre; un
general victorioso al que sus huestes acaban aclamando y nombrando
rey. Casi siempre también hereditario, pero sin que esa premisa sea
forzosamente necesaria.
De esa manera, todos los países han
encumbrado a su máximo representante, colocándolo cerca de sus
dioses y, en muchos casos, a su mismo nivel.
En África, Asia, América y sobre
todo, en Europa, todos los países han pasado por un momento
monárquico.
Otras formas de gobierno han ido
sustituyendo a las Monarquías, democratizando el país, o
totalizándolo, según el momento histórico. Casi siempre es la
República la forma que sustituye a la Monarquía y así, pueblos
tradicionalmente monárquicos como los romanos, pasaron a
republicanos, o como los griegos que tras Alejandro El Magno, dejó
su imperio a sus generales.
Más recientemente, la debacle de la
institución monárquica se inicia con la Revolución Francesa y con
un invento terrorífico: la guillotina. Uno tras otro, muchos países
se van desprendiendo de sus reyes y sustituyendo su tradicional forma
de gobierno por Repúblicas.
En Europa y en África, en Asia y en
América.
Desaparecen monarquías como la
Austro−Húngara, la Alemana, la Italiana, la Portuguesa, la Rusa.
En China, el último Emperador, Pu Yi, da paso a la República mayor
de La Tierra. En Rusia, los bolcheviques asesinan a la familia real
de los Romanov y dan paso a la Dictadura del Proletariado.
Pero mientras duraron, las Monarquías
fueron sinónimo de poder omnímodo. Los reyes eran sagrados y casi
todo les estaba permitido.
Señores de vida y hacienda; así se
los describía y así eran en la realidad. Intocables, hasta que en
algunas ocasiones el pueblo, harto de opresión, terminó con ellos y
con su forma de gobierno.
En los momentos presentes, salvo en
los casos de algunos “reyezuelos”, desperdigados por el llamado
Tercer Mundo, lo cierto es que las Monarquías que subsisten suelen
estar muy bien cimentadas. Sus representantes son queridos y
proporcionan a los países cierta estabilidad política y una buena
imagen exterior e interior.
Los reyes modernos, reinan y no
gobiernan, como norma general, son prácticamente intocables y casi
todos tienen considerables fortunas. Sus pecados secretos le son
sistemáticamente perdonados y el pueblo suele acudir eufórico a
agasajarlos y recibirlos.
Pero lo que ahora nos resulta
impensable, cuando realmente los reyes no tienen el poder de antaño,
ocurrió siglos atrás, en los momentos de más esplendor del poderío
real: Hubo reyes que fueron a la cárcel y hubo reyes que hubieron de
subir al patíbulo y no como consecuencia de una revolución.
Si hay un país de larga tradición
monárquica, a la vez que democrática, ese es Inglaterra. Inglaterra
era el más poderoso de los reinos que se asentaban sobre las islas a
las que los romanos llamaron Britannia
y que eran además los de Gales, Escocia e Irlanda.
A principios del siglo XIV, reinaba en
Inglaterra Eduardo II,
hijo de Eduardo I
y Leonor de Castilla,
que subió al trono a la muerte de su padre, el 8 de julio de 1307.
De pequeño, su padre se había visto
en la obligación de separar a su hijo de su algo más que íntimo
amigo, Piers Gaveston,
al cual exiló a Francia.
Pero al subir al trono, una de las
primeras cosas que hace Eduardo
es levantar la proscripción de su amigo y llevárselo a su lado.
Eduardo II
se casó con Isabel de
Francia, hija del rey
francés Felipe IV, El Hermoso (nada que ver con nuestro rey del
mismo nombre) y tuvo cuatro hijos, dos varones y dos hembras, el
primero de los cuales le sucedió como Eduardo
III.
Entre su amistad íntima con Gaveston
y las denuncias de la reina de homosexualidad, lo cierto es que el
crédito del rey fue disminuyendo y de ello se encargó, con mucho
acierto, Roger Mortimer,
amante de la reina y el hombre de más poder en el reino, si
exceptuamos al propio rey y a su “amigo” Gaveston.
Pero el pueblo no podía soportar
aquella situación tan indecorosa y terminó asesinando a Gaveston
en 1312, lo que deja al rey sumido en la tristeza, de la que se
recupera bien pronto, sustituyendo a su amante fallecido por Hugh
Le Despencer, con el
que inicia un nuevo idilio que le hace olvidar a su querido amigo.
Pero Despencer
también termina asesinado en 1326 y de la forma más cruel. Fue
ahorcado y antes de morir, suspendido y aún con vida, castrado,
destripado y desmembrado por sus verdugos que cumplían ordenes de
Roger Mortimer.
La
ejecución de Despencer
Lo cierto es que tras muchas
vicisitudes y veinte años de reinado, Eduardo II fue obligado por el
Parlamento a abdicar a favor de su hijo Eduardo
III y seguidamente
encarcelado en el castillo de Berkeley, en Glocestershire, de donde
consiguió escapar, pero fue nuevamente apresado y encarcelado en el
mismo castillo. El día 21 de septiembre de 1327 fue asesinado por
una conjura encabezada por la reina y su amante Mortimer,
pero de la que no estaban ausentes el obispo Orleton,
Tesorero del Trono de Inglaterra y el Parlamento.
Sufrió una muerte atroz, pues sus
verdugos le introdujeron por el ano un tubo y por su interior
deslizaron una barra de hierro al rojo con la que le quemaron las
entrañas.
Esfinge
de Eduardo II en su tumba. Se aprecian numerosas profanaciones.
Sin lugar a dudas que su
homosexualidad le acarreó graves complicaciones, pero también es
necesario señalar que gran parte de ellas le venía por la pérdida
de poder que la nobleza experimentó durante su reinado, en aras de
la democratización de sus leyes, pues fue en 1322 cuando se exigió
a la Cámara de los Lores, que sus leyes hubieran de ser refrendadas
por la Cámara de los Comunes, compuesta por el bajo clero y las
clases menos afortunadas.
Siglos después, otro rey inglés
volvió a caer en desgracia. Esta vez fue Carlos
I, un rey extraño al
que dio vida el extraordinario actor Alec Guinness en la película
denominada Cromwell que en 1970 se estrenó para deleite de los
aficionados al cine histórico.
Carlos I
era un rey absolutista. Creía a pie juntilla en algo que se venía a
denominar Derecho Divino
de los Reyes y esta
creencia, junto a su intransigencia y a la intervención decisiva de
Oliver Cromwell,
lo llevaron al patíbulo.
La historia es poco más o menos así:
Carlos nació en Escocia en el año
1600 y era el segundo hijo de Jacobo
I de Inglaterra y VI de Escocia
y de Ana de Dinamarca. Fue un niño subdesarrollado que a los tres
años ni hablaba ni andaba y que cuando sus padres se trasladan a
Londres, Dejan en manos de criados y enfermeras, en la creencia de
que no podría soportar el viaje desde Escocia hasta Inglaterra. Un
año después, se reúne con sus padres y es entregado a una tutora
que le enseña a hablar y caminar.
El Libro Guinnes de los Records recoge
a este personaje con el dudoso título de ser el monarca más bajo de
toda la historia del Reino Unido, pues de adulto sólo llegó a medir
un metro y sesenta y dos centímetros.
En el año 1605 fue nombrado duque de
York, como ocurre con todos los segundones de la familia real
británica. Su hermano mayor, Enrique Federico es el preferido de su
padre, el heredero del trono y el ídolo al que Carlos trata de
imitar en todo, pero unas fiebres tifoideas acaban con su vida en
1612, por lo que el enclenque Carlos se ve convertido en Príncipe de
Gales y heredero de la corona.
Pese a las dificultades de su
infancia, Carlos no debía ser muy retrasado intelectualmente, pues
en sus actos se denota cierta astucia y su amor por el arte, le
coloca entre los grandes coleccionistas de la época, lo que no casa
ciertamente con la estupidez.
En el año 1623, como Príncipe de
Gales, visitó España acompañado por el Duque
de Buckingham, con la
pretensión de conocer a la que podría ser su esposa, la infanta
María Ana,
hija del rey Felipe III.
Quien haya leído las historias del
Capitán Alatriste, de Pérez Reverte, recordará a este personaje
por las calles de Madrid y cómo tratan de asesinarlo.
El monarca español accede al casorio,
siempre que el inglés renuncie a su fe anglicana y se convierta al
catolicismo.
A su vuelta a Inglaterra, Carlos trata
de convencer a su padre de que declare la guerra a España, lo que no
consigue.
Pero el monarca inglés fallece en
marzo de 1625 y Carlos accede al trono. Poco tiempo después, en
agosto de ese mismo año, Carlos
I disuelve el
Parlamento británico por primera vez.
Es en esta época cuando los ingleses
realizan un ataque naval contra Cádiz y se inician los asedios contra
las flotas españolas procedentes del Nuevo Mundo, con la clara
intención de conseguir riquezas que le proporcionen la financiación
de sus aspiraciones bélicas. El desastre que le supone la pretendida
invasión gaditana, cuesta grandes recursos económicos que el
monarca no posee, por lo que un año después, convoca al Parlamento
que adopta una actitud muy hostil, tanto contra el rey, como contra
su valido, el duque de Buckingham. Por eso, en junio de ese mismo
año, vuelve a disolver el Parlamento. Dos años después, lo convoca
y al continuar las desavenencias, declara un receso que dura once
años y que se denominan “Once años de Tiranía”, en los que el
rey gobernó sin Parlamento.
Carlos I
tiene necesidad de dinero para hacer frente a las guerras civiles que
se le presentan con los territorios de Escocia e Irlanda, recién
incorporados a su corona. Quiere a toda costa mantener bajo el mismo
cetro lo que ahora conocemos como Gran Bretaña, salvo que, de
Irlanda, quedó bajo la hegemonía británica la pequeña parte
conocida como provincia del Ulster.
El dinero escasea en las arcas de rey,
que se dirige nuevamente al Parlamento en demanda de una autorización
para incrementar los impuestos y con eso sufragar los gastos de la
guerra, pero el Parlamento impone sus condiciones.
En primer lugar el rey tendrá que
ceder parte de sus privilegios y eso es algo que su majestad no está
dispuesto a hacer, porque como se ha mencionado, creía que su poder
emanaba directamente de Dios.
Esta era una teoría muy antigua. Ya
los egipcios creyeron en la procedencia divina del poder de sus
faraones y alguno de los emperadores romanos, llegaron a considerarse
dioses.
Aunque ahora nos parezca un verdadero
disparate, en aquella época no era entendido así, de tal modo que,
incluso uno de los santos más relevantes de la cristiandad, Santo
Tomás de Aquino,
entendía que ningún rey pudiera ser depuesto, salvo que se tratase
de un usurpador.
Su derecho se basaba en la creencia de
que la Monarquía es una Institución de inspiración divina;
conlleva un derecho hereditario inalienable; los reyes sólo responde
ante Dios y la resistencia al rey es un pecado que acarrea la eterna
condenación.
Estas premisas, más o menos
disimuladas, alteradas en el orden en que se han expuesto, son
también las bases de algunos regímenes totalitarios actuales, sin
que tengan nada que ver con las monarquías absolutistas de antaño.
Pues bien, el Parlamento se rebela
contra el rey y pide ayuda a un hombre de gran prestigio militar:
Oliver Cromwell,
el cual estaba a punto de abandonar Inglaterra con toda su familia y
marcharse al Nuevo Mundo, hastiado de guerras y de imposiciones
monárquicas.
Entre el rey y el Parlamento, se crea
un clima tan irrespirable que acaba en una guerra civil que se inicia
en 1642 y que tras varios enfrentamientos armados, se decanta a favor
de las tropas del Parlamento.
Carlos
se entrega al ejército escocés y va de castillo en castillo, preso
y negociando con unos y otros un final que no fuera el que él se
temía, pero, por fin, en enero de 1649 es trasladado al castillo de
Windsor, en donde se reúne la Cámara de los Comunes, para enjuiciar
al rey por delitos de alta traición.
La corte que lo juzga, le indica por
tres veces que solicite una súplica, con la intención de zanjar el
asunto, pero por tres veces el monarca se niega, por lo que el 30 de
enero de 1649, Carlos I
de Inglaterra, Escocia e Irlanda, subió al cadalso en donde el
verdugo le cortó la cabeza.
Pues bien, en tres siglos, el pueblo
inglés envió a la cárcel a un rey y al cadalso a otro y se
quedaron tan tranquilos. A ambos le sucedieron sus hijos y la
monarquía continuó su rumbo y ha llegado hasta nuestros días.
¡Por cierto! El tal Despencer,
asesinado brutalmente, es un antepasado de los duques de Spencer,
familia a la que pertenecía la fallecida Diana de Gales.
Una curiosidad, para terminar: en 1924
se subastó la camisa que Carlos
I llevaba cuando subió
al cadalso. En el catálogo de la subasta se decía: “Camisa blanca
de hilo. La camisa está bien conservada a pesar de algunas manchas
de sangre”.
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