Publicado el 14 de septiembre de 2008
Desde siempre se ha sabido que España era uno de los primeros países
productores de mercurio y que esta actividad minera era ya puesta en
explotación desde la época pre-romana.
Las minas de cinabrio de Almadén, en la provincia de Ciudad Real,
han sido las más productivas del mundo. El cinabrio es el sulfuro de
mercurio y de él se obtiene este elemento, quizás el más extraño
de todos los elementos, porque es metal pero es líquido y es líquido
pero no moja. Su símbolo es Hg que nada tiene que ver
con mercurio pues procede del nombre griego del elemento: Hidrargiro
que quiere decir “agua de plata”.
Su uso en la actualidad está muy reducido y cada día más, debido a
su alta toxicidad, pero en tiempos pretéritos fue esencial.
Actualmente se usa para instrumentos de precisión de medida de
temperatura y presión, para elementos eléctricos como tubos
fluorescentes y para la operación más difundida que es la de
“azogar”, proceso casi misterioso que convierte un
cristal en un espejo.
Pero si por algo fue importantísimo el mercurio fue por su capacidad
de “amalgamar” metales preciosos y aquí es donde
este artículo quiere quedarse.
Entre las muchas invenciones que España introdujo en el recién
descubierto Nuevo Mundo, algunas estuvieron referidas a la minería y
una de esas innovaciones tecnológicas se refiere al proceso de
obtención de plata y oro por el procedimiento conocido como
amalgama.
Cuando los descubridores llegaron al continente, de las primeras
cosas que se les puso de manifiesto fue la inmensa riqueza de su
suelo, en donde abundaban los metales preciosos, sobre todo la plata.
El Nuevo Mundo era inmenso y sus culturas muy variadas, por lo que
los conquistadores pudieron comprobar de qué manera, cada
civilización sacaba el máximo beneficio de su entorno y así, en la
zona del altiplano, en donde la plata se daba con profusión, los
indígenas, aprovechando el intenso frío de las noche, vertían agua
en la grietas de las rocas que al congelarse y convertirse en hielo,
aumentaba de volumen y las hacía saltar hechas añicos.
Luego molían los trozos de roca hasta convertirlo en arena y lo
introducían en hornos de cerámica, en donde se fundía todo y
obtenían plata, sobre la que flotaba la escoria que formaba el resto
de los componentes rocosos.
Horno de cerámica, llamado
Guaira
Los hornos solían colocarse en la cima de montañas, donde el viento
constante ayudara a avivar la llama para obtener las altas
temperaturas precisas para fundir el mineral.
Este era el método tradicional de fundición de las tierras
argentíferas, pero presentaba graves inconvenientes el más
importante de los cuales hacía referencia a la pureza del metal que
a veces había que volver a fundir para aumentar su ley. Otro
inconveniente es que todas estas operaciones convertían el proceso
en lento y costoso, para un resultado final que obtenía una
cantidad de plata que casi no compensaba los gastos y el tiempo
invertido, además de consumir enormes cantidades de bosque.
Pero mediado el siglo XVI, el sevillano Bartolomé de Medina
descubrió un procedimiento industrial para obtener plata por
amalgamación. En realidad él no descubrió nada, el
descubrimiento ya estaba hecho y usado en las retortas de orfebres y
alquimistas desde la más remota antigüedad, pero una cosa es
obtener unos gramos de metal precioso y otra cosa muy distinta es
hacerlo por quintales.
Bartolomé de Medina era un importante comerciante en
cueros y pieles. Nacido de buena familia a principios del siglo,
casado y con varios hijos. De temperamento inquieto, pretendía
obtener plata por amalgamación, pues sabía que en el Virreinato
de Nueva España se hacía fundiendo el mineral y con escasos
rendimientos. Desde 1551 hasta 1553, estuvo experimentando en el
patio de su casa, consultando con alquimistas y químicos de la época
y sobre todo con un alemán, afincado en la ciudad del Guadalquivir,
llamado Maese Lorenzo, que le ayudó a poner en
práctica sus experimentos. En el año 1553, con más de cincuenta
años, embarcó parar el Nuevo Mundo dejando en España
toda su hacienda y su familia.
Un amigo suyo, le puso en contacto con un español llamado
Rivadeneyra que vivía en Pachuca, una
ciudad a unos cien kilómetros de México, capital de
Nueva España, en donde poseía diversas minas.
La proverbial riqueza de los suelos de la América Central, permitía
encontrar plata y oro en estado nativo, es decir, como metales puros,
pero estas vetas superficiales se agotaron pronto y la necesidad hizo
recurrir al sistema tradicional de minería para obtener el mineral, mucho más laborioso.
Con su nuevo amigo Rivadeneyra, Bartolomé Medina
empezó la experimentación en las proximidades del río Pachuca,
que daba nombre a la ciudad.
Usando el caudal del río, construyó un molino muy rudimentario,
pero a la vez sumamente eficaz, con el que molturaba las rocas de
mineral extraída de las minas. En diferentes procesos le iba
agregando sal, óxidos y sulfuros de hierro, agua y por último el
mercurio, que por entonces se conocía con su nombre árabe de
Azogue, hasta conseguir una mezcla muy batida, para lo
que empleaba los pies de los indígenas o los cascos de caballerías.
La mezcla se extendía en grandes superficies perfectamente limpias,
quizás similares a como se almacena el agua en los estanques de las
salinas para su evaporación.
Molino de fuerza hidráulica
Seguía el método aprendido con Maese Lorenzo y dejaba
la pasta reposar por semanas, hasta que el mercurio se impregnaba
bien del metal, desechando en su amalgamación las demás impurezas.
Luego lavaba con el agua que le proporcionaba el cercano río y
separaba, por decantación, la amalgama de los desechos. La pasta
obtenida era prensada en bolsas de lona, recuperando parte del
mercurio y el resto se sometía a calentamiento, en donde el
mercurio, metal muy volátil, se desprendía con facilidad,
recuperándose por condensación para volver a utilizarlo. La plata
obtenida se fundía formando los lingotes que llegaban a España para
enriquecer las arcas de los monarcas y otros personajes influyentes,
pero sobre todo, los bolsillos de los judíos y los banqueros
alemanes, de los que se obtuvo todo el capital necesario para la
financiación de las campañas en el Nuevo Continente.
Por esta razón, el mercurio fue un metal de tanta importancia, que
el gobierno de España tenía monopolizado su explotación y venta,
pues en función de las compras y exportaciones al Nuevo Mundo,
se calculaba la producción de metales preciosos que pudiera
revertir.
Tanta importancia llegaron a tener las minas de Almadén
que en alguna ocasión, los monarcas españoles, acuciados por las
enormes sangrías económicas que los intereses de las deudas
suponían para la maltrecha economía, llegaron a hipotecar las minas
a clanes bancarios europeos y así, durante años, estas
explotaciones estuvieron en manos de familias judías.
En Nueva España, El virrey Alonso,
estupefacto ante el procedimiento de Medina, le
facilitó toda clase de trámites para la producción de plata e
incluso le otorgó una licencia para cobrar regalías a
toda persona que se beneficiara de su invento, al que se conoce con
el nombre de “Beneficio de Patio”, por el lugar en
el que experimentó en Sevilla y que le indujo a llamar patios a los
rectangulares depósitos en los que iba extendiendo las mezclas.
Beneficio de Patio, en
donde se ven los depósitos rectangulares
Fascinante el mundo del mercurio. Fascinante y mágico lo entreveía,
cuando de pequeño, hacía lo imposible para que se rompieran los
termómetros en casa y poder jugar con las mágicas bolitas que se
fragmentaban disgregándose en otras más pequeñas y que al menor
contacto volvían a unirse como si no hubiera pasado nada; ya me
había admirado la capacidad de amalgamarse de aquel metal
misterioso, de aquella agua de plata que volvía blanco al oro cuando
se mezclaba con él, mejor, cuando se amalgamaba con él y que dentro
de la cápsula de un “caleidoscopio”, proporcionaba
verdaderas maravillas en la construcción de las más impensables
figuras.
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