sábado, 30 de marzo de 2013

EL ANTICRISTO ESPAÑOL


Publicado el 30 de mayo de 2010




No va este artículo de apocalípticas profecías, porque yo soy un escéptico convencido al que le queda corto el término agnóstico.
Cuando alguna vez trato de definir mi posición ante lo que se considera trascendental en la vida, digo que soy un incrédulo.
Ni ateo, ni agnóstico, ni nada de nada: simplemente incrédulo. Que no me creo muchas cosas, así de sencillo.
Pero eso no quiere decir que no sienta interés, todo lo contrario, quizás sienta mucho más afán por casi todo que la mayoría de las personas con las que me relaciono.
Para mí, la incredulidad, lejos de ser un lacra, es un acicate para tratar de averiguarlo todo, una inquietud por aplicar la lógica y luego, al final de ese camino, discernir entre lo que considero creíble y lo que no lo es.
La historia que me propongo contar es creíble, aunque está incompleta.
Quizás algunos lectores sepan que nací en San Fernando y que durante tres años estuve destinado en Zamora, ciudad y provincia de la que a veces he contado algunas historias curiosas de las muchas que me sucedieron.
Pues bien, de Zamora era el personaje del que he extraído esta historia. Se llamaba Cesáreo Fernández Duro y nació en la capital del Duero, el 25 de febrero de 1830.
No sé por qué razones, al joven Cesáreo le dio por hacerse marino y, ó casualidad que trazó este débil paralelismo entre el zamorano y yo: ingresó en la Escuela Naval de San Fernando.
Un zamorano que se vino a San Fernando y un “cañailla” que se fue a Zamora. Eran ingredientes suficientes para mí, a la hora de interesarme por el personaje y he aquí que Fernández Duro, bastante gris como personaje de la historia, tenía un curriculum brillantísimo como historiador.
Y leyendo a este zamorano me encontré una historia que escribió en el año 1887. Se titula “Un español del siglo XV, tenido por el Ante-cristo”, y relata que en las crónicas francesas del mencionado siglo se encuentra la narración de un suceso muy curioso ocurrido en la capital de Francia.
En el año 1445 llegó a París un letrado de veinticinco años de edad que decía ser de España. Se trataba de un joven de buena presencia, mediana estatura, agradable al trato y que tenía unos conocimientos excepcionales de todas las ciencias, sobre todo de las eclesiásticas, pero, además, era caballero de armas, doctor en teología, en medicina y en derecho; sabía música y tocaba todos los instrumentos con verdadera maestría y explicaba las reglas necesarias para el dominio de los mismos.
Decía haber recorrido muchas ciudades hasta llegar a París, en donde, ante cincuenta eminentes profesores de la Universidad, fue examinado, preguntósele sobre todas las ramas del saber, a lo que respondió muy bien y argumentando tantas razones en sus respuestas, que nadie pudo corregirle. Incluso se permitía argumentar sobre los grandes sabios de la Iglesia, sin que sus argumentos presentaran el más mínimo fallo.
Tan airoso salió de aquella primera prueba que la Universidad decidió someterlo a una experiencia más profunda y reunió a tres mil letrados que le cosieron a preguntas y a los que dejó boquiabiertos con sus respuestas y sus argumentos.
Visitó el Parlamento y otras Asambleas en donde no encontraba opositores a sus conocimientos. Su fama se extendió pronto y al extraño personaje, empezó a crecerle una aureola de misterio.
Cuando salió de París, para visitar al duque de Borgoña, se reunieron a deliberar los más respetables profesores, científicos y prohombres de la Universidad, los que tras arduas discusiones, llegaron a la conclusión de que no les parecía posible que en el espacio de cien años, una persona de extraordinaria inteligencia, pudiera llegar a aprender lo que aquel joven, con sólo veinticinco, había llegado a saber.
Con tan sólido argumento, fundamentalmente basado en sus propias ignorancias, llegaron aquellos sabios a la conclusión de que tanto saber se debía al uso de artes mágicas y que quizás se encontraban ante el Anticristo, o uno de sus más cualificados discípulos.
Se dieron aquellos doctos letrados a fundamentar su teoría, convencidos de que en los libros iban a encontrar la explicación y, evidentemente, la hallaron en todos aquellos que profetizaban cómo sería la llegada del reino del demonio y por ende, el fin del mundo.
Vieron que aquellos sabios profetas, inspirada su mano por la luz divina, decían que el Anticristo debería nacer en tiempos de guerra y aquél lo era, como toda la Edad Media; hijo de adulterio entre padre cristiano y madre judía que fingiría ser cristiana, al nacer sería poseído por el Demonio, de quien vendría toda su sabiduría. Decían también que en su juventud visitaría a los Príncipes para hacerles ostentación de sus profundos conocimientos.
A los veintiocho años iría a Jerusalén, donde los judíos le recibirían como a Dios y reinaría hasta los treinta y dos años con tal crueldad que el verdadero Dios le destruiría con el fuego, ocurriendo así el fin del mundo.
Menos lo que iba a pasar cuando cumpliera los veintiocho años, todo lo demás había sucedido ya y así lo certifica un notable doctor en teología llamado Maestro Juan de Oliva, el cual dice haber estado presente en los exámenes que se le realizaron en la Universidad de París.
Pero: ¿quién era ese español tan sabio que desapareció sin dejar rastro? ¿Cómo es posible que durante el tiempo que permaneció en la vida pública no hubiera dado dato alguno sobre su familia, su procedencia y todas las demás circunstancias que rodearan a su persona?
No tiene, evidentemente, mucho sentido, sobre todo en una época en la que las personas se identificaban además de por su nombre, con los de sus padres, el lugar de nacimiento y otros detalles que, careciendo de los datos de filiación, como ahora los entendemos, vinieran a singularizar a los individuos.
Por otra parte, en España no éramos conscientes de tener entre nosotros ni a un sabio de semejante talla, ni mucho menos a un Anticristo.

Cesáreo Fernández Duro con uniforme militar

La labor que Fernández Duro emprendió para tratar de localizar aquella figura fue intensa, pero no se vio coronada por el éxito, lo que no desmerece en absoluto su trabajo, antes al contrario, lo engrandece, pues es de considerar lo extremadamente arduo que resultan las búsquedas en archivos y bibliotecas, cuando no se tiene en concreto nada más que una fecha.
Así, Fernández Duro encuentra, en un jurista castellano llamado Lorenzo Galíndez de Carvajal, un elogio que este prestigioso profesor de la Universidad de Salamanca, hace de un tal Álvar García de Santa María, un personaje destacable en quien parece encontrar las similitudes necesarias para que fuera aquel joven que aparece por París en 1445.
Álvar García de Santa María es un historiador español que nació posiblemente en Burgos, en 1370 y murió en 1460, judío converso, fue cronista de Juan II de Castilla, pero de él se tiene escasa información. Se sabe que fue hermano de Pablo García de Santa María, también cristiano nuevo, como se les llamaba a los conversos, que llegó a ser Canciller Mayor de Castilla, con Juan II y posteriormente obispo de Burgos.
Pero, evidentemente, Álvar no coincide en edad, pues para cuando se hizo la presentación, estaba por los setenta y cinco años, ni hubiera obviado un dato importante, de haber sido él el protagonista de esta historia y es que su padre, don Pablo de Cartagena, se había doctorado en París y esa circunstancia la habría sacado a lógicamente a relucir con el fin de darse, ante los letrados franceses, el lustre que por linaje le venía.
En la obra de Fernando del Pulgar llamada Claros varones de Castilla, se hace una semblanza breve de todos los personajes de talla intelectual que coincidieron durante el reinado de Juan II de Castilla, pero de entre ellos resulta muy difícil extraer datos suficientes para identificar a nuestro protagonista.
Cierto que en aquella época, años previos a que el Renacimiento empezase a imperar en todos los órdenes de las artes y el saber, la corte de Juan II de Castilla estaba plagada de verdaderos portentos, casi todos procedentes de las familias judías obligadas a cristianizarse y muchos de los cuales llegaron a los más elevados puestos de la administración castellana.
En uno de estos se fija Fernández Duro como posible candidato a Anticristo. Es el llamado Juan de Mena, que en 1445 debería tener alrededor de los treinta años.
Había nacido en Córdoba en 1411 y la falta de documentación sobre su nacimiento hace pensar que se trataba de uno de tantos judíos conversos. De una familia rica e influyente, destacó, sobre todo, por ser el autor de El Laberinto de la Fortuna, o Las Trescientas, un poema erudito, al estilo de la Divina Comedia, con claras influencias de los clásicos.
Mena viajó a Italia y Francia, pero además de su erudición literaria, no se sabe de él que fuese maestro en tantas artes como en las crónicas describen a nuestro personaje.
En su labor de buceo, Fernández Duro halló un tomo llamado Historia Universitatis Parisiensis de un tal Cesar Egassio Bulaco, escrito en latín, que en su página 534, contiene un complemento que se denomina Historia Viri Admirabilis, fechado en 1445 y en el que hace referencia al portento español que se presentó ante los doctores de la Universidad y al que se de identifica como Ferrandus Cordubensis.
Es una lástima que en mis años de estudiante no aprendiera latín como para poder traducir la transcripción que se hace del contenido de esta referencia al tal Fernando de Córdoba, pero aparte de un breve recuerdo sobre palabras sueltas y algo de las conjugaciones, de latín no tengo ni la más remota idea.
El descubrimiento tiene la importancia de que, además de registrado en más de un documento, ahora sabemos que se trataba de un tal Fernando y que posiblemente sería de Córdoba.
¿Quién podría ser el personaje? El nuevo dato cierra un poco el círculo y para Fernández Duro, casi se lo aclara.
Además de que por la fecha podría ser coincidente en el tiempo, el nombre de Fernando, acota tanto el campo que no le cabe duda de que se trata de Fernando del Pulgar, que se menciona anteriormente y que sería aquel famoso doctor, de cuya sabiduría nunca se había visto nada, ni siquiera similar, ni nunca más se vería.
Pero el argumento es débil. Fernando del Pulgar podría tener entre quince y veinte años en 1445 y que se supiera, además de haber visitado al duque de Borgoña y haber estado en Italia, no se tiene constancia de que fuera maestro en el arte de interpretar todos los instrumentos, ni que supiera más medicina que Avicena ni más teología que Santo Tomás de Aquino.
Pero es que, además, se da una circunstancia posterior de gran trascendencia en esta historia: Fernando del Pulgar fue embajador de los Reyes Católicos en Francia, entre 1474 y 1476; de haber sido aquel joven prodigioso, resulta impensable que desempeñando un puesto tan importante en París no fuera reconocido, o que él mismo no lo hubiera manifestado.
No creo que fuese este historiador y cronista el personaje que se busca, pero, de todas las formas, el insigne zamorano tiene su mérito aunque no nos haya llegado a desvelar completamente quien era aquel portento que de tan sabio le confundieron con el Anticristo.
Quizás, en otro momento, alguien recoja el testigo de Fernández Duro y partiendo de estas investigaciones, llegue a descubrirnos la verdadera identidad de quien, puesto que las profecías no se han cumplido, no era ningún engendro del demonio, sino una persona estudiosa y de extraordinaria inteligencia.
¡Ah, y lo del Anticristo es una de las cosas que yo no me creo! 

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