Publicado el 30 de mayo de 2010
No va este artículo de apocalípticas
profecías, porque yo soy un escéptico convencido al que le queda
corto el término agnóstico.
Cuando alguna vez trato de definir mi
posición ante lo que se considera trascendental en la vida, digo que
soy un incrédulo.
Ni ateo, ni agnóstico, ni nada de
nada: simplemente incrédulo. Que no me creo muchas cosas, así de
sencillo.
Pero eso no quiere decir que no sienta
interés, todo lo contrario, quizás sienta mucho más afán por casi
todo que la mayoría de las personas con las que me relaciono.
Para mí, la incredulidad, lejos de
ser un lacra, es un acicate para tratar de averiguarlo todo, una
inquietud por aplicar la lógica y luego, al final de ese camino,
discernir entre lo que considero creíble y lo que no lo es.
La historia que me propongo contar es
creíble, aunque está incompleta.
Quizás algunos lectores sepan que
nací en San Fernando y que durante tres años estuve destinado en
Zamora, ciudad y provincia de la que a veces he contado algunas
historias curiosas de las muchas que me sucedieron.
Pues bien, de Zamora era el personaje
del que he extraído esta historia. Se llamaba Cesáreo
Fernández Duro y nació
en la capital del Duero, el 25 de febrero de 1830.
No sé por qué razones, al joven
Cesáreo
le dio por hacerse marino y, ó casualidad que trazó este débil
paralelismo entre el zamorano y yo: ingresó en la Escuela Naval de
San Fernando.
Un zamorano que se vino a San Fernando
y un “cañailla” que se fue a Zamora. Eran ingredientes
suficientes para mí, a la hora de interesarme por el personaje y he
aquí que Fernández
Duro, bastante gris
como personaje de la historia, tenía un curriculum brillantísimo
como historiador.
Y leyendo a este zamorano me encontré
una historia que escribió en el año 1887. Se titula “Un
español del siglo XV, tenido por el Ante-cristo”,
y relata que en las crónicas francesas del mencionado siglo se
encuentra la narración de un suceso muy curioso ocurrido en la
capital de Francia.
En el año 1445 llegó a París un
letrado de veinticinco años de edad que decía ser de España. Se
trataba de un joven de buena presencia, mediana estatura, agradable
al trato y que tenía unos conocimientos excepcionales de todas las
ciencias, sobre todo de las eclesiásticas, pero, además, era
caballero de armas, doctor en teología, en medicina y en derecho;
sabía música y tocaba todos los instrumentos con verdadera maestría
y explicaba las reglas necesarias para el dominio de los mismos.
Decía haber recorrido muchas ciudades
hasta llegar a París, en donde, ante cincuenta eminentes profesores
de la Universidad, fue examinado, preguntósele sobre todas las ramas
del saber, a lo que respondió muy bien y argumentando tantas razones
en sus respuestas, que nadie pudo corregirle. Incluso se permitía
argumentar sobre los grandes sabios de la Iglesia, sin que sus
argumentos presentaran el más mínimo fallo.
Tan airoso salió de aquella primera
prueba que la Universidad decidió someterlo a una experiencia más
profunda y reunió a tres mil letrados que le cosieron a preguntas y
a los que dejó boquiabiertos con sus respuestas y sus argumentos.
Visitó el Parlamento y otras
Asambleas en donde no encontraba opositores a sus conocimientos. Su
fama se extendió pronto y al extraño personaje, empezó a crecerle
una aureola de misterio.
Cuando salió de París, para visitar
al duque de Borgoña, se reunieron a deliberar los más respetables
profesores, científicos y prohombres de la Universidad, los que tras
arduas discusiones, llegaron a la conclusión de que no les parecía
posible que en el espacio de cien años, una persona de
extraordinaria inteligencia, pudiera llegar a aprender lo que aquel
joven, con sólo veinticinco, había llegado a saber.
Con tan sólido argumento,
fundamentalmente basado en sus propias ignorancias, llegaron aquellos
sabios a la conclusión de que tanto saber se debía al uso de artes
mágicas y que quizás se encontraban ante el Anticristo,
o uno de sus más cualificados discípulos.
Se dieron aquellos doctos letrados a
fundamentar su teoría, convencidos de que en los libros iban a
encontrar la explicación y, evidentemente, la hallaron en todos
aquellos que profetizaban cómo sería la llegada del reino del
demonio y por ende, el fin del mundo.
Vieron que aquellos sabios profetas,
inspirada su mano por la luz divina, decían que el Anticristo
debería nacer en tiempos de guerra y aquél lo era, como toda la
Edad Media; hijo de adulterio entre padre cristiano y madre judía
que fingiría ser cristiana, al nacer sería poseído por el Demonio,
de quien vendría toda su sabiduría. Decían también que en su
juventud visitaría a los Príncipes para hacerles ostentación de
sus profundos conocimientos.
A los veintiocho años iría a
Jerusalén, donde los judíos le recibirían como a Dios y reinaría
hasta los treinta y dos años con tal crueldad que el verdadero Dios
le destruiría con el fuego, ocurriendo así el fin del mundo.
Menos lo que iba a pasar cuando
cumpliera los veintiocho años, todo lo demás había sucedido ya y
así lo certifica un notable doctor en teología llamado Maestro
Juan de Oliva, el cual
dice haber estado presente en los exámenes que se le realizaron en
la Universidad de París.
Pero: ¿quién era ese español tan
sabio que desapareció sin dejar rastro? ¿Cómo es posible que
durante el tiempo que permaneció en la vida pública no hubiera dado
dato alguno sobre su familia, su procedencia y todas las demás
circunstancias que rodearan a su persona?
No tiene, evidentemente, mucho
sentido, sobre todo en una época en la que las personas se
identificaban además de por su nombre, con los de sus padres, el
lugar de nacimiento y otros detalles que, careciendo de los datos de
filiación, como ahora los entendemos, vinieran a singularizar a los
individuos.
Por otra parte, en España no éramos
conscientes de tener entre nosotros ni a un sabio de semejante talla,
ni mucho menos a un Anticristo.
Cesáreo Fernández
Duro con uniforme militar
La labor que Fernández
Duro emprendió para
tratar de localizar aquella figura fue intensa, pero no se vio
coronada por el éxito, lo que no desmerece en absoluto su trabajo,
antes al contrario, lo engrandece, pues es de considerar lo
extremadamente arduo que resultan las búsquedas en archivos y
bibliotecas, cuando no se tiene en concreto nada más que una fecha.
Así, Fernández
Duro encuentra, en un
jurista castellano llamado Lorenzo
Galíndez de Carvajal,
un elogio que este prestigioso profesor de la Universidad de
Salamanca, hace de un tal Álvar
García de Santa María,
un personaje destacable en quien parece encontrar las similitudes
necesarias para que fuera aquel joven que aparece por París en 1445.
Álvar García de Santa María
es un historiador español que nació posiblemente en Burgos, en 1370
y murió en 1460, judío converso, fue cronista de Juan
II de Castilla, pero de
él se tiene escasa información. Se sabe que fue hermano de Pablo
García de Santa María,
también cristiano nuevo, como se les llamaba a los conversos, que
llegó a ser Canciller Mayor de Castilla, con Juan
II y posteriormente
obispo de Burgos.
Pero, evidentemente, Álvar
no coincide en edad, pues para cuando se hizo la presentación,
estaba por los setenta y cinco años, ni hubiera obviado un dato
importante, de haber sido él el protagonista de esta historia y es
que su padre, don Pablo
de Cartagena, se había
doctorado en París y esa circunstancia la habría sacado a
lógicamente a relucir con el fin de darse, ante los letrados
franceses, el lustre que por linaje le venía.
En la obra de Fernando
del Pulgar llamada
Claros varones de
Castilla, se hace una
semblanza breve de todos los personajes de talla intelectual que
coincidieron durante el reinado de Juan
II de Castilla, pero de
entre ellos resulta muy difícil extraer datos suficientes para
identificar a nuestro protagonista.
Cierto que en aquella época, años
previos a que el Renacimiento empezase a imperar en todos los órdenes
de las artes y el saber, la corte de Juan
II de Castilla estaba
plagada de verdaderos portentos, casi todos procedentes de las
familias judías obligadas a cristianizarse y muchos de los cuales
llegaron a los más elevados puestos de la administración
castellana.
En uno de estos se fija Fernández
Duro como posible
candidato a Anticristo.
Es el llamado Juan de
Mena, que en 1445
debería tener alrededor de los treinta años.
Había nacido en Córdoba en 1411 y la
falta de documentación sobre su nacimiento hace pensar que se
trataba de uno de tantos judíos conversos. De una familia rica e
influyente, destacó, sobre todo, por ser el autor de El
Laberinto de la Fortuna,
o Las Trescientas,
un poema erudito, al estilo de la Divina
Comedia, con claras
influencias de los clásicos.
Mena
viajó a Italia y Francia, pero además de su erudición literaria,
no se sabe de él que fuese maestro en tantas artes como en las
crónicas describen a nuestro personaje.
En su labor de buceo, Fernández
Duro halló un tomo
llamado Historia
Universitatis Parisiensis
de un tal Cesar Egassio
Bulaco, escrito en
latín, que en su página 534, contiene un complemento que se
denomina Historia Viri
Admirabilis, fechado en
1445 y en el que hace referencia al portento español que se presentó
ante los doctores de la Universidad y al que se de identifica como
Ferrandus Cordubensis.
Es una lástima que en mis años de
estudiante no aprendiera latín como para poder traducir la
transcripción que se hace del contenido de esta referencia al tal
Fernando de Córdoba,
pero aparte de un breve recuerdo sobre palabras sueltas y algo de las
conjugaciones, de latín no tengo ni la más remota idea.
El descubrimiento tiene la importancia
de que, además de registrado en más de un documento, ahora sabemos
que se trataba de un tal Fernando y que posiblemente sería de
Córdoba.
¿Quién podría ser el personaje? El
nuevo dato cierra un poco el círculo y para Fernández
Duro, casi se lo
aclara.
Además de que por la fecha podría
ser coincidente en el tiempo, el nombre de Fernando, acota tanto el
campo que no le cabe duda de que se trata de Fernando
del Pulgar, que se
menciona anteriormente y que sería aquel famoso doctor, de cuya
sabiduría nunca se había visto nada, ni siquiera similar, ni nunca
más se vería.
Pero el argumento es débil. Fernando
del Pulgar podría
tener entre quince y veinte años en 1445 y que se supiera, además
de haber visitado al duque de Borgoña y haber estado en Italia, no
se tiene constancia de que fuera maestro en el arte de interpretar
todos los instrumentos, ni que supiera más medicina que Avicena ni
más teología que Santo Tomás de Aquino.
Pero es que, además, se da una
circunstancia posterior de gran trascendencia en esta historia:
Fernando del Pulgar
fue embajador de los Reyes Católicos en Francia, entre 1474 y 1476;
de haber sido aquel joven prodigioso, resulta impensable que
desempeñando un puesto tan importante en París no fuera reconocido,
o que él mismo no lo hubiera manifestado.
No creo que fuese este historiador y
cronista el personaje que se busca, pero, de todas las formas, el
insigne zamorano tiene su mérito aunque no nos haya llegado a
desvelar completamente quien era aquel portento que de tan sabio le
confundieron con el Anticristo.
Quizás, en otro momento, alguien
recoja el testigo de Fernández
Duro y partiendo de
estas investigaciones, llegue a descubrirnos la verdadera identidad
de quien, puesto que las profecías no se han cumplido, no era ningún
engendro del demonio, sino una persona estudiosa y de extraordinaria
inteligencia.
¡Ah, y lo del Anticristo
es una de las cosas que yo no me creo!
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