Publicado el 3 de enero de 2010
La pasión por los castillos
medievales surgió en el siglo XIX, con el Romanticismo. España, a
diferencia de otros países europeos, conserva muchos castillos de la
Época Medieval, y por el contrario bastantes menos de épocas
posteriores. No es una casualidad, es simplemente una realidad
histórica. Durante la Edad Media, la necesidad de fortalecer las
fronteras que delimitaban perfectamente el empuje constante que se
hacía sobre los invasores musulmanes, hacía que las construcciones
militares poblaran los montículos y los puntos aventajados. Por otro
lado, la poderosa nobleza, construía sus castillos para defensa de
sus territorios.
Pero el estado de conservación de
todas aquellas construcciones bélicas, tras siglos de descuido, era,
en muchos casos, lamentable.
Diversas asociaciones, iniciativas
privadas y sobre todo, el impulso dado por las administraciones, han
producido el milagro de la restauración de muchas de aquellas joyas
arquitectónicas, que, en su mayoría, presentaban el denominador
común de sus torreones desmochados.
El estado ruinoso de muchos torreones
se atribuía en principio a la mala edificación, a los agentes
naturales, o a la posterior utilización de sus sillares para otras
construcciones, pero puede que en muchos casos tuviera otra
explicación que enlaza con el título de este artículo.
Entrados en la Edad Moderna, la
preeminencia económica de países como Francia, Alemania, Inglaterra
o Italia, convirtieron en maravillosos castillos y palacios las
residencias de sus nobles; mientras, en España, cortitos de
recursos, permanentemente endeudados y guerreando contra todo bicho
viviente, los nobles apenas pudieron disfrutar del ocio y del confort
que la época proporcionaba y las maravillas arquitectónicas que
surgieron en las cortes europeas durante el siglo XVII y XVIII,
brillaron aquí por su ausencia.
Cuando Carlos III llegó a Madrid,
procedente Italia, para hacerse cargo de la Corona de España, ni
siquiera tenía un palacio digno en donde residir. Por eso se
construyó el Palacio de Oriente, en Madrid.
Pero antes había sido muy al
contrario. Al final de la Edad Media surgen los Estados Modernos,
principalmente impulsado por Francia y España, que acababa de
reunificar el territorio, aunque aún era la conjunción de tres
reinos: Castilla, Aragón y Navarra.
El Estado Moderno supone muchas cosas
importantes, pero sobre todo es el final de feudalismo y tiene su
explicación.
En las épocas anteriores, de
convulsiones políticas y guerreras, los reyes están faltos de
recursos económicos y se tienen que apoyar en sus leales para
emprender lo que por sí mismos no pueden hacer. Pero no hacen nada
más que pagar los favores que en el campo de batalla les prestan los
nobles, con nuevos títulos de nobleza, nuevos señoríos o
ampliación de las tierras sobre las que ejercer sus dominios y, en
definitiva, más poder para sus vasallos en detrimento del suyo
propio, paliando de esa forma la falta de compensación económicas
que es lo que todos buscan.
Con los títulos de nobleza, los
señoríos y los feudos, van aparejados las prebendas recaudatorias
de las que los nobles hicieron gala durante toda la Edad Media.
Pero llega un momento en el que el rey
es cautivo del poder de los señores feudales y ahí se da cuenta de
cual ha sido su error. Para cualquier empresa que quiera iniciar, ha
de pedir prestado a los nobles y los intereses, como no los puede
pagar, van consignados en especies, con lo que el rey cada día es
menos rey y el señor feudal cada día es más poderoso.
Otra consecuencia del feudalismo y muy
importante, es la fragmentación que experimenta toda la sociedad.
Cada feudo tiene sus propias leyes que se ejercen de formas muy
diferentes; cada señor aplica sus tributos y los recauda, creando
una sensación de caos mayor, cuanto más fragmentado está el país;
cada señor feudal forma su ejército y lo paga.
La situación se complica cuando los
campesinos apenas pueden producir para su subsistencia porque los
campos están agotados, el clima no es propicio y las epidemias se
apoderan de la situación diezmando la población de Europa.
Además, se descubren nuevos mundos.
La Tierra, cuya redondez se sospechaba, es ya efectivamente redonda y
Europa no es la única tierra existente.
Muchos campesinos emigran de los
campos a las ciudades y muchos otros se embarcan en las aventuras.
Faltos de dinero con el que pagar la
soldadesca, los ejércitos de los feudales se convierten en “bandas”
que usan de procedimientos delictivos para subsistir y los países
cada vez sufren más lo que ya podría calificarse como “inseguridad
ciudadana”.
En España, descubrimiento, conquista
y aprovechamiento de las Américas es obra del Estado Central, que de
alguna manera queda fortalecido tras concluir la Reconquista.
La autoridad real estaba muy reforzada
y algo similar ocurría en otros países del entorno que durante el
siglo XV vieron como se robustecía este poder, lo que acarreaba la
centralización del Estado, la unificación de las normas, de la
burocracia y de la justicia.
Pero los señores feudales no estaban
dispuestos a perder sus prebendas así como así y viendo que del
derecho de pernada, según el cual el señor podía catar a toda
mocita que fuera a contraer matrimonio, pasaban a situaciones mucho
menos preeminentes y cada vez más recortados en sus ingresos y
potestades, quisieron hacer frente al poder real de la única forma
que podía hacerlo: remoloneando para no dejarse arrebatar los
privilegios.
Por eso, un día, y no de buenas a
primeras, por cierto, los reyes rompen la dinámica que hasta ese
momento existe.
¡Aquí mando yo! Que para eso soy el
rey, debió decir alguno harto de ser prisionero de sus propios
vasallos.
La vida cambió notablemente, se
potenciaron los gremios; muchos hombres de negocio pasaron a invertir
en agricultura y ganadería, se mecanizaron muchas de las tareas del
campo, en la medida que la tecnología de aquella época permitía,
precisando de menos mano de obra y, en fin, se dio un paso adelante
en la consideración del ciudadano como persona.
Algunos monarcas se atreven contra sus
mayores vasallos, otros se lo piensan y conducen la situación desde
la diplomacia, invento también de los Estrados Modernos. Pero hay
casos en el que el señor feudal sale airoso de su confrontación con
el monarca.
En España uno de esos casos coincide
en la etapa de los Reyes Católicos, con el mayor paladín que los
monarcas hubieron tenido: Gonzalo
Fernández de Córdoba,
el Gran Capitán.
El vasallo más poderoso y mejor situado entre todos los nobles
españoles que acaba de conquistar para la corona de Aragón, todavía
sin unificar con Castilla, el Reino
de Nápoles.
Es una historia que se conoce como
“Las cuentas del Gran
Capitán” y que el
vulgo engrandeció hasta extremos que se salen de la realidad.
Se ha dicho que a la muerte de la
Reina Isabel,
protectora de don
Gonzalo, el Rey
Fernando le mandó
rendir cuentas de las campañas de Italia, lo que sentó muy mal al
noble que contestó con una carta llena de exabruptos que empezaba:
Por picos palas y azadones, para enterrar a los enemigos, cien
millones; y seguía por las misas dando gracias por las victorias,
las reparaciones de las campanas rotas de tanto repicar los triunfos,
guantes perfumados para evitar el hedor de las batallas y un sin
número de partidas para concluir que, por tener que soportar que se
le pidieran cuentas cuando había conquistado un reino, otros cien
millones de ducados.
De haber sido cierto el incidente,
debió ocurrir en torno al año 1506 y así se recoge en algunos
tratados de historia, pero da la casualidad de que en el Archivo
Nacional de Simancas,
existe un cuaderno de veinte hojas, tamaño folio, manuscritas, que
en el anverso de la primera página dice: “Finiquito
de las cuentas de Nápoles al thesorero Morales”.
El Boletín
de la Real Academia de la Historia,
en el Tomo 56, Cuaderno IV, correspondiente al mes de abril de 1910,
publica un artículo de Antonio Rodríguez Villa, historiador español
fallecido en 1912 que lleva por título “Las
Cuentas del Gran Capitán”
y en el que narra cómo llega hasta la Academia el cuaderno en
cuestión y cómo en las páginas del mismo se describe que Gonzalo
Fernández de Córdoba
y el tesorero Alonso de
Morales, rinden las
cuentas.
En la segunda hoja y debajo de una
cruz dibujada en el centro se lee: “Los
maravedíses e ducados que Gonzalo Fernandez de Cordoua, capitan
general que fue por el Rey e la Reyna, nuestros Señores, de la gente
de cauallo é de pié que sus Altezas mandaron ir con él á la
guerra de Italia, reçebió é hizo reçebir de algunas personas para
la paga de la dicha gente é gastos de la dicha guerra, é para otras
cosas complideras á su servicio, son los siguientes.”
Seguidamente se relatan las partidas
desde el año 1495 hasta 1499, se describen los maravedíes que
Gonzalo Fernández se gastó en relación con los que recibió y está
firmado de común acuerdo por el Gran Capitán y el Tesorero del Rey.
El documento concluye diciendo: “Por
manera que no se queda debiendo cosa alguna al dicho Gonzalo
Fernandez del dicho alcance.”
Estatua del Gran
Capitán en la plaza de Las Tendillas, Córdoba.
Son éstas las únicas cuentas que del
Gran Capitán existen como verdaderas. Luego se han querido buscar
las otras, pero no aparecieron, aunque sí que circularon versiones
sobre aquellas imaginarias en las que el militar, pesaroso por tener
que rendir balances tras tantas hazañas de guerra, se hubiera salido
de tono.
Así, en las Crónicas del Gran
Capitán, impresas en Alcalá de Henares en 1584, se relatan todas
esas partidas que se ponen como salidas de la pluma del insigne
militar, cuyo carácter no estaba precisamente adornado por la
ironía, sino por el respeto y obediencia a sus soberanos, amén de
que, de otro lado, impensable resulta que Fernando
el Católico, un rey
muy autoritario, hubiese tolerado semejante insubordinación.
El insigne Lope
de Vega, recogió la
leyenda en su obra Las
Cuentas del Gran Capitán,
que posiblemente contribuyó a avivarla.
El Gran
Capitán protagonizó
varias campañas en Italia, en donde tras conquistar el Reino
de Nápoles para su
señor, el rey Católico, lo gobernó como virrey durante cuatro
años.
Su declive se inicia a la muerte de la
Reina Isabel,
su valedora, en 1504 y sobre todo, debido a las envidias que
despertaba en la corte.
Lo cierto es que el Rey
Fernando veía en su
Capitán un peligro en ciernes, por lo que lo hizo volver a España
antes de que el de Córdoba sucumbiese a la tentación de
autoproclamarse Rey de
Nápoles, como sus
vasallos le pedían, o lo que era aún peor, que pusiera su ejército
al servicio de cualquiera de las ciudades-estado italianas que pagase
mejor, incluso del mismo Papa, y terminase convertido en un
condottieri,
palabra italiana que deriva de condotta,
que quiere decir contrato
y que define al capitán de tropas mercenarias puestas a disposición
de los señores poderosos o de las ciudades-estados italianas,
mediante el pago de los servicios prestados.
Portada de la obra
de Lope de Vega
Recluido en su feudo de Andalucía, el
Gran Capitán se
somete a la autoridad del rey, el cual, para demostrar quien es el
que manda, ordena desmochar el torreón de su castillo de Montilla,
ciudad de la provincia de Córdoba.
Esa era la maniobra real que iba
directamente a acabar con el poder de sus nobles y lo mismo que el
Gran Capitán,
muchos otros señores feudales vieron como la torre del homenaje, o
el torreón más significativo de sus castillos fortaleza, eran
derribados por orden del rey.
Si hacemos un recorrido por los muchos
castillos medievales que jalonan las tierras de España, y al leer
las reseñas de su estado general, siempre encontramos la palabra
desmochado, refiriéndose a las torres que los mismos lucían.
Es evidente que el paso del tiempo ha
atacado a las zonas más preeminentes de los castillos, pero también
lo es que precisamente esas torres eran las más recias
construcciones con las que el castillo contaba y servían como
elemento de defensa, a la vez que de refugio si los asedios ponían
la situación comprometida. Por tanto, cabe pensar que no ha sido
exclusivamente obra agresiva de los agentes naturales, sino que
muchos de ellos fueron desmochados en una demostración de autoridad
real.
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