Publicado el 4 de julio de 2010
¡Vaya racha llevamos! A un invierno
de lo más extremo en los últimos años, hemos de agregar también
que uno de los más movido; y es que La Tierra no se está quieta. Se
mueve por todas partes y en sus telúricos movimientos, arrastra
miles de vidas, como si quisiera cobrarse un tributo por dejarnos
vivir en su superficie.
Aparte las cuestiones sentimentales
que toda catástrofe trae consigo, alejando de nosotros aquella idea
de que cómo es posible que Dios, si existe, pueda permitir tanta
calamidad y cualquier otra consideración que podamos hacernos y que
no sean puramente científica, tenemos que convenir en que estamos
viviendo un momento extremadamente delicado.
Se habla del calentamiento global que
nuestro querido planeta está sufriendo como consecuencia de las
emanaciones de gases que producen el efecto llamado invernadero y se
dice que es esa la causa de las desaforadas tormentas con que se nos
viene agasajando últimamente. A la sequía sigue la inundación y a
las erupciones de los volcanes, los movimientos de la tierra.
A principios de este 2010, el día
doce enero concretamente, Haití sufrió un tremendo terremoto que ha
asolado al país y del que le costará mucho recuperarse. Hace unos
días, el veintisiete de febrero, Chile ha sufrido otro sismo, de
mayor intensidad y ayer, a media mañana, en Cádiz, se ha sentido
temblar levemente la tierra.
La magnitud del sismo de Haití era
de 7 grados en la escala de Richter, el de Chile de 8’8 grados; el
de Cádiz no llegaba a tres.
Hoy, día cuatro de marzo, en el que
escribo estas líneas, además de varias réplicas del maremoto de
Chile, sufridas en diferentes partes del país, la Tierra se ha
movido con fuerza en Taiwan.
En Taiwan, que es esa isla que antes
se llamaba Formosa y que en tiempos fue conocida como la China
Nacionalista, la Tierra se ha movido con fuerza y varias veces en el
día, pero es que también se ha movido en Indonesia, Chile,
Argentina, Filipinas y hasta en Alaska. Es decir, todo el Océano
Pacífico está en puro movimiento. Veintitrés sismos de
intensidad superior a 4 en la escala de Richter, ha contabilizado hoy
el centro sismográfico de los Estados Unidos.
Treinta detectó ayer y cuarenta antes
de ayer. Todos de magnitud superior a cuatro, lo que supone que son
ampliamente perceptibles y con capacidad de producir daños
importantes.
Cierto que la mayoría de ellos se
detectan en la zona del Pacífico y parte de Asia, pero aún así, en
el resto del Mundo también se producen.
Pero no era mi intención hablar de
las tragedias, ni de los terremotos, sino de lo que estos movimientos
de la tierra tienen de enigmáticos y de sorprendentes.
Nos han explicado todo eso de las
placas tectónicas que flotan sobre el magma que ocupa el centro de
la tierra. Esas placas se desplazan y chocan entre sí, produciendo
los movimientos de la Tierra.
Pero a mí me da la impresión de que
eso que nos cuentan ocurre muy adentro de las entrañas de la Tierra
y que debe ser una cosa como muy lenta, que viene ocurriendo casi sin
que se note y que en un momento, un choque más fuerte, una pérdida
del precario equilibrio en el que se encuentran la placas flotantes,
produce un pequeño movimiento, una vibración que se transmite en
todas las direcciones y, como si toda la tierra que tiene encima lo
fuera sujetando, conforme se acerca a la superficie, se va
amplificando, hasta que, libre de la carga que supone soportar tanto
peso y no teniendo por encima nada más que el aire, se encabrita
como un caballo salvaje.
Pero todavía sigue habiendo algo que
no me acierto a explicar. Los sismos más importantes suelen tener
su epicentro a pocos kilómetros de profundidad. Entre diez y sesenta
suele ser lo normal y a esa profundidad no hay placas tectónicas
flotando sobre el magma.
Nos han enseñado que La Tierra es una
enorme esfera que circula por el espacio y que está formada por un
núcleo central (que en mis tiempos de estudiante se llamaba el NIFE,
por estar supuestamente formado por níquel y hierro), núcleo
externo, manto, manto superior y corteza. Estas dos últimas capas
forman lo que se conoce como Litosfera, o capa superficial y dura de
La Tierra; tiene un grosor que oscila entre los cien kilómetros, en
la zona oceánica y los ciento cincuenta en la zona continental. Esta
capa está flotando sobre el manto superior que tiene una profundidad
de unos setecientos kilómetros. Y así, superponiendo capas,
llegamos hasta los seis mil trescientos kilómetros de longitud que
tiene el radio de la circunferencia máxima que resulta de seccionar
la esfera terrestre tomando como referencia el eje de los Polos.
El punto en el que se libera la
energía que posteriormente produce el terremoto, se llama Hipocentro
y suele situarse entre los quince y los cuarenta y cinco kilómetros
de profundidad. Pero puede haber terremotos cuyo foco sea más
profundo, hasta los seiscientos kilómetros. El punto en la
superficie terrestre que se encuentra en la perpendicular del
Hipocentro, se llama Epicentro.
Quince kilómetros de profundidad,
tomados sobre el nivel del mar, viene a ser poco más que la
profundidad del Abismo
Challeger, el lugar más
profundo del Planeta, que fue descubierto por la fragata inglesa HSM
Challeger en 1875 y de ahí su nombre.
Este Abismo se encuentra en la llamada
Fosa de las Marianas,
las islas del Pacífico descubiertas por Magallanes
en 1521 y que en principio recibieron el sonoro nombre de Isla
de los Ladrones. Más
tarde, en 1667, España reclamó el territorio de manera oficial y
las llamó Islas
Marianas, en honor a la
reina de España, Mariana de Austria, esposa de Felipe IV.
Estas islas las forman quince cimas de
sendos volcanes ya extinguidos de escasa altura, pero si contamos la
altura de dichas montañas, desde el fondo del abismo, nos
encontraríamos ante las montañas más altas de La Tierra.
Pero tanto si el sismo se inicia a
quince como a mil kilómetros de profundidad, se me antoja una
distancia muy pequeña en comparación con el radio del que antes
hablamos. Es decir, que es un movimiento muy superficial y sin
embargo produce una gran devastación.
Predecir los terremotos ha sido una
gran aspiración del hombre que se ha esforzado en idear un sistema
que le permita detectar que las placas tectónicas se están moviendo
y que en cualquier momento puede haber un sismo importante y en qué
lugar se va a producir.
Una de las primeras personas
interesadas en el estudio y predicción de los movimientos de La
Tierra fue un científico, tan sabio como desconocido, llamado Zhang
Heng que nació en el
año 78 de nuestra Era en la ciudad china de Nanyang.
Con diecisiete años, abandonó su
ciudad y se dirigió a la entonces capital del Imperio
Chino del Este, Chagan
en donde realizó estudios sobre las costumbres, las tradiciones
étnicas y sobre todo, astronomía. Luego se desplazó con la corte
de la dinastía Han,
gobernante en ese momento, hasta la ciudad de Luoyang,
en donde trabajó como funcionario.
Este científico, destacó en
numerosos campos del saber y las artes, pues fue un renombrado pintor
y un magnífico literato, pero fue la astronomía su asignatura
preferida y en esa materia su contribución fue extraordinaria. Heng
trazó mapas estelares en los que llegó a colocar de forma casi
exacta, más de dos mil quinientas estrellas; en el año 123 corrigió
el desplazamiento que el calendario había ido acumulando para
adaptarlo a la realidad de las estaciones; explicó de manera
científica la teoría de los eclipses y usó frecuentemente el
número “π” que obtenía de la raíz cuadrada de diez.
Retrato
de Zhang Heng en un sello de correos
Dictaminó que la Luna no emitía luz
propia, sino que reflejaba la que recibía del Sol y de esa manera
pudo explicar por qué razón el satélite dejaba de verse cuando se
encontraba en zona de sombra que la Tierra le proyectaba.
Pero la mayor aportación a la ciencia
fue un detector de terremotos que construyó y perfeccionó en el año
132.
Sismógrafo
de Heng
Evidentemente, al examinar la
fotografía, nadie puede pensar que el objeto en ella reflejado sea
un aparato científico. Parece cualquier objeto de decoración,
incluso de utilidad en el hogar, antes que un artilugio para detectar
sismos, pero lo cierto es que esa era la utilidad y de hecho, se ha
podido comprobar que funcionaba perfectamente.
En el año 119 se produjeron numerosos
terremotos en la región de Luoyang,
pero sobre todo, dos de ellos alcanzaron una elevada magnitud y
provocaron numerosas víctimas. Preocupado por la forma de poder
predecir los movimientos de la tierra, Heng
se dedicó a estudiar el fenómeno, con el convencimiento de que algo
se tenía que producir, previamente a que La Tierra temblara y que
ese algo se podría detectar.
No sabía que clase de señal se
emitía desde el interior de La Tierra, pero era más que conocido
que muchos animales predecían los movimientos sísmicos y se ponían
a salvo, otros demostraban una gran agitación que aparecía de forma
inexplicable.
Indudablemente que La Tierra lanza
señales de alerta que nosotros, los humanos, no percibimos y que
otros animales si lo hacen de forma clara, tal como Heng
había notado. Aún a hoy día no se pueden predecir los terremotos,
pero si localizarlos, dimensionarlos y prevenir los efectos
posteriores, de réplicas o tsunamis.
En su trabajo, el científico chino
llegó a construir el artefacto conocido como Sismógrafo
de Heng, que si bien no
mide la intensidad del sismo, sí lo detecta e indica la dirección
en la que se ha producido.
El aparato estaba construido como si
de un jarrón se tratara, con un diámetro de unos dos metros y
medio. Adosados al depósito central, que se elevaba sobre una amplia
peana, había ocho dragones, debajo de los cuales, ocho sapos con las
fauces abiertas, guardaban perfecta similitud. En su interior tenía
una barra central que actuaba como eje vertical y ocho brazos
horizontales, coincidentes con los dragones exteriores.
Todo el aparato estaba construido en
bronce fundido y en la boca de cada uno de los dragones se introducía
una bola, también de bronce.
Los ocho dragones se hacían coincidir
con los cuatro puntos cardinales y las posiciones intermedias y sus
patas, por las que se transmitían las ondas, se encontraban
justamente en la circunferencia máxima del depósito central.
Todo el instrumento era una enorme
caja de resonancia que multiplicaba el movimiento de las ondas
sísmicas, sacándolas a la superficie del aparato y haciendo vibrar
el correspondiente dragón que soltaba la bola introducida en su boca
la cual caía en la boca del sapo.
Con este invento deslumbró a la corte
imperial china que encargó varios aparatos que se fabricaron en
diferentes clases de materiales, conjugando la cerámica y los
metales preciosos y que rivalizaron en belleza y perfección, pero
ninguno de ellos era capaz de detectar un sismo.
El día uno de marzo de 138, el dragón
que apuntaba al Este, en la máquina de Heng,
dejó caer la bola de su boca. Heng
informó a la corte imperial de que se había producido un terremoto,
pero nadie prestó atención a la noticia, pues no se había notado
ni el más leve temblor de la tierra y la eficacia del artilugio se
puso de inmediato en serias dudas. Pero cuatro días después llegó
a la corte un emisario de la ciudad de Kansu,
situada a más de seiscientos kilómetros, en donde habían padecido
un sismo de considerables dimensiones. Examinada la bola que se
había desprendido del dragón, señalaba exactamente la dirección
en el mapa en el que se había producido el terremoto.
Bellísima
réplica decorativa
El aparato diseñado por Heng fue
destruido durante la invasión de los Mongoles
que se inició con
Gengis Khan
y que terminó en 1279 con la proclamación de Kublai
Khan como emperador de
China. Las réplicas construidas en la época carecían de los
detalles técnicos que hacían efectivo el aparato y no fue hasta
finales del siglo XIX cuando un científico japonés construyó una
réplica exacta, basándose en los trabajos de Heng.
En 1965 se construyó otra que se exhibe en el Museo de Tecnología
de Pekín y cuyo autor es un chino llamado Wang
Zhenduo.
Mil setecientos años después de que
el científico chino crease aquel sismógrafo, el británico John
Milne inventó otro
instrumento para medir los terremotos que aún tiene vigencia.
Heng
también construyó un águila de madera que volaba y una carretilla
que llevaba incorporado a la rueda un mecanismo capaz de medir la
distancia recorrida.
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