Publicado el 11 de julio de 2010
En el centro del llamado Caribe
Colombiano, a la altura
geográfica de Nicaragua, se encuentra un islote que apareció por
primera vez en los mapas en el año 1545. Era un mapa holandés, sin
demasiado rigor, pero lo situaba de manera bastante exacta. Más de
cien años después, en 1669, fue cartografiado por barcos ingleses y
se le colocó de manera precisa, dándosele el nombre de Cayo
Serrana, con el que
también aparecía en el mapa holandés.
Un “cayo” suele ser un atolón
arenoso, deshabitado por falta de condiciones necesarias para la
supervivencia de las personas. Modernamente, muchos de estos “cayos”
están plagados de hoteles, aprovechando la extraordinaria belleza
del lugar y de las aguas que los rodean.
El nombre del islote, que tiene quince
kilómetros de ancho por treinta y siete de largo se debe a un
ilustre morador que durante ocho largos años fijó allí su
residencia, aunque conveniente es decirlo, por causas muy ajenas a su
voluntad.
El Inca
Garcilaso de la Vega,
el cronista peruano nacido en 1539, considerado el primer mestizo de
el Perú, en el Libro primero, Capítulo VIII de su obra cumbre, Los
Comentarios Reales, en
la que fundamentalmente trata del pueblo inca, incluye la historia
del náufrago Serrano.
Es curioso cómo, casi con calzador,
el Inca Garcilaso
desliza esta historia en un capítulo que titula La historia del
Perú, en donde hace una descripción del país y su situación y,
sin venir a cuento y porque el capítulo se le ha quedado corto,
según llega a reconocer, acomete la historia que ahora me propongo
contar.
Retrato
del Inca Garcilaso
En el año 1526, Pedro
Serrano es el capitán
de un patache, embarcación de dos palos, de muy ágil navegación,
poco calado y muy similar a una goleta, en la que navega desde La
Habana hasta Colombia, trasportando mercaderías y a la vez haciendo
labores de guardacostas, para las que este tipo de embarcación era
muy utilizado, dadas sus condiciones marineras y su maniobrabilidad.
Una tremenda tempestad tropical desvió
la embarcación hacia unos bajíos de arena, en donde encalló,
encargándose el temporal de destrozar totalmente lo que quedaba del
barco.
De su tripulación, solamente el
capitán y dos marineros, consiguieron llegar nadando a tierra firme,
un islote que no figuraba en las cartas de marear y que a pesar de su
belleza, era una tierra inhóspita en donde la supervivencia
resultaba en extremo difícil.
De las tres personas que consiguieron
llegar a la isla, asidos a algunos restos del naufragio, uno de los
marineros murió en pocas horas, de tan exhausto como se encontraba y
Pedro Serrano
y el otro marinero, cuyo nombre no se ha conservado, contemplaron con
desolación que en aquella isla la vida no les iba a resultar nada
fácil.
En primer lugar carecían de agua
dulce y aparte de palmeras y matorral, no había otra vegetación: ni
un árbol frutal, ni plantas bulbosas, cuyas raíces fueran
comestibles, ni nada de nada. Solamente los productos de la mar eran
aprovechables, pero la principal preocupación de los náufragos era
la falta de agua.
Pasada la tormenta que provocó el
naufragio, la isla recobró la calma, el mar se tranquilizó y los
náufragos emprendieron su lucha contra la muerte por inanición que
les amenazaba.
Pescaron cangrejos y peces, que en
abundancia se acercaban a las playas y construyeron, con materiales
procedentes del naufragio y otros que el mar iba arrojando a las
playas, un depósito en donde almacenar agua, para cuando hubiera
lluvia, única forma de obtener el preciado líquido.
Entre las escasas pertenencias que
poseían, un cuchillo que Serrano
siempre llevaba al cinto, se reveló como la más preciada
herramienta. Con él consiguieron dar muerte a las enormes tortugas
marina que empezaron a aparecer en la playa y a la que se dirigían
para depositar sus huevos.
Bebieron la sangre de la primera
tortuga que cazaron y comieron su carne, parte fresca y parte
convertida en tasajo, para lo que la cortaron en tiras que secaron al
sol y para ellos quizás lo más importante, fue usar el enorme
caparazón como un depósito de agua.
Mapa
del Caribe Colombiano
Durante la época en la que las
tortugas estuvieron apareciendo en la playa, su alimentación estuvo
asegurada y con las conchas hicieron acopio suficiente de agua
procedente de las muchas tormentas tropicales que azotaban la isla.
A menudo recorrían la isla en busca
de algo que les fuera útil, pero ni siquiera encontraron piedras con
las que construir un cobijo o de las que sacar chispas con las que
pudieran encender un fuego.
Tuvieron que buscar en el mar, en su
mayor parte de fondos arenosos, hasta que, por fin, encontraron
cantos a los que poder sacar chispas golpeándolos con el cuchillo de
Serrano.
De las escasas vestimentas que aún
poseían, deshilacharon alguna camisa y construyeron una mecha, la
cual consiguieron prender y hacer fuego en el que cocinar los
productos del mar y, sobre todo, hacer señales a los barcos que, muy
de tarde en tarde, divisaban a lo lejos, casi en el horizonte.
Pero hasta mantener el fuego era un
problema por falta de material combustible, de manera que, a veces,
pasaban verdaderas penurias para poder alimentar un rescoldo que se
afanaban en mantener.
Sin noción del tiempo, perdido el
poco ánimo que les quedara, desnudos por desgaste de la escasa ropa
que tenían, con barba y melena que al pecho les llegaba, veían
pasar los días, las temporadas de calma y tormentas tropicales, y lo
que era más descorazonador, las velas de los navíos que, en la
misma ruta que ellos llevaron un día, pasaban a lo lejos sin llegar
a ver el humo de la fogata que, cada vez que una vela aparecía en
lontananza, ellos avivaban para echar, luego, ramas verdes que
desprendieran humo negro que desde lejos no se pudiera confundir con
una nube.
Un día, tras una tormenta que llevó
vientos huracanados a la isla, apareció en la playa un esquife en el
que dos marineros habían conseguido salvarse del naufragio que días
antes habían sufrido.
Pedro Serrano
divisó a uno de los marineros y pensó que era el demonio que venía
a tentarle. El marinero divisó a Pedro
Serrano y no le cupo
dudas de que se trataba de un demonio, desnudo y con una pelambrera
impropia de cristiano.
Ambos corrieron el uno del otro,
encomendándose a los santos y fue eso lo que los hizo comprender
que, además de hablar la misma lengua, ambos estaban poseídos del
mismo temor.
El marinero recién llegado detuvo su
alocada carrera y se volvió para encarar al demonio peludo que tanto
terror le infundía y, como un poseso, comenzó a recitar el Credo,
el Padre Nuestro y las Ave Marías.
Pronto comprendieron que se trataba de
compatriotas y explicaron la situación de cada uno. Luego, el
marinero que con Serrano
se había salvado del naufragio, decidió, con uno de los dos que
llegaron a la isla, aprovisionar el esquife, reparar los desperfectos
que presentaba y emprender viaje hacia el Oeste, en la ruta que
llevaban las naves que veían en el horizonte y dirigirse a tierra
firme, en donde buscar ayuda para venir luego a rescatarles.
Cuando Serrano
quedó en la isla con el otro, del que tampoco se tiene constancia ni
de su gracia ni de las circunstancias de su naufragio o su
procedencia, comprendió que había perdido y mucho con respecto a su
anterior compañero de infortunio.
El nuevo inquilino de la isla resultó
ser pendenciero, intransigente, agresivo, gandul y mal compañero,
hasta el extremo de que al final hubieron de dividir el territorio y
no pisar uno en tierra del otro.
Mucho se fueron complicando las cosas
hasta que hubieron de llegar a las manos, cuando el recién llegado
dejó apagar el fuego que mantenían a costa de su propio descanso y
no pudieron hacer señales a un navío que pasó muy cerca de la
costa.
Cuando Serrano
llevaba ocho años en la isla, acertó a pasar muy cerca un navío
que divisó el humo de la fogata y, deteniéndose, arrió un bote que
llegó hasta la playa y recogió a los dos náufragos.
La historia que contaron llenó de
sorpresa al capitán del navío y a su tripulación, la cual atendió
a los dos sobrevivientes con tanto mimo, que el marinero pendenciero
murió a bordo y pocos días después, posiblemente como consecuencia
de un tremendo empacho, por haber comido y bebido sin tasa ni medida.
Pedro Serrano
llegó tiempo después a España y desde aquí se dirigió a Alemania
en donde se encontraba el Emperador Carlos y su historia hubo de
contarla miles de veces y en todas las ciudades y casas en la que era
acogido.
El emperador le obsequió con una
renta de cuatro mil pesos que el desdichado Serrano
no llegó a disfrutar, pues murió camino de Panamá, en donde había
decidido asentarse.
Dice el Inca
Garcilaso que esta
historia se la había oído contar a su informador y amigo Garcí
Sánchez de Figueroa,
el cual había conocido personalmente a Pedro
Serrano y él le había
narrado su historia.
Tengo que decir que en el relato del
Inca Garcilaso,
no se menciona que Pedro
Serrano se salvase
junto con dos marineros, sino que fue él superviviente único del
naufragio, pero en otras documentaciones que he manejado para
construir esta historia me he encontrado con estos otros personajes
que dan mayor credibilidad a la historia y por esa razón, y no otra,
he mezclado en una misma copa las dos esencias de las que he bebido.
Es una historia bonita, pero casi todo
el que lea esto tendrá la sensación de que es poco original.
Es cierto que se produce esa sensación
pero esta es la historia original; la otra, la que nos parece que
inspira este relato, no es, sino al contrario, la que ha bebido de
estas fuentes, porque, tal como estaremos imaginando, Daniel
Defoe, el autor de las
Aventuras de Robinson
Crusoe, se inspiró en
este relato para escribir su novela.
En éste y en otro personaje que
también llegó a vivir una aventura singular. Se trata de un marino
escocés llamado Alexander
Selkirk.
Pero nada de heroica tiene la saga del
escocés, el cual nació a finales del siglo XVII. A principios del
siguiente siglo, cuando tiene lugar la Guerra de Sucesión Española,
Gran Bretaña recluta gran cantidad de jóvenes para que se embarquen
el los buques corsarios que constantemente hostigan a los galeones
españoles. En el navío denominado Cinque
Port y como timonel, se
enrola Alexander Selkirk,
a las órdenes del Corsario William
Dampier.
Tras una epidemia de escorbuto y por
las malas condiciones en las que se encuentra el barco, Selkirk
decide abandonarlo en el archipiélago de Juan
Fernández, en medio
del Pacífico y en una isla desierta, en la que logra sobrevivir.
Una chalupa lo acerca tierra y le
dejan un mosquete, un poco de pólvora, un cuchillo, algunas
herramientas y una Biblia.
Algo de razón tenía el escocés,
pues poco tiempo después el Cinque
Port se hundió. Pero
llevar razón no hace más agradable la vida y en aquel islote,
Selkirk
tuvo que pelear contra todo. Solo, con escasos recursos y mucha
imaginación, durante cuatro años y cuatro meses, se empeñó en
luchar contra la adversidad y por su supervivencia, hasta que fue
recogido en febrero de 1709, por un navío corsario inglés llamado
Duke,
cuyo capitán, Woodes
Rogers, al conocer su
historia, le tomó en gran estima, nombrándole oficial en su nave.
Selkirk
murió de fiebre amarilla el 13 de diciembre de 1721, cuando servía
como teniente en la fragata británica Weymouth.
La isla en la que vivió durante
cuatro años, recibió, el 1 de enero de 1966, el nombre de Isla
Robinson Crusoe y al
mismo tiempo, la isla más occidental del archipiélago Juan
Fernández, se empezó a llamar Alexander
Selkirk, aunque es
seguro que el ilustre inquilino jamás vio esta isla ni siquiera de
lejos.
Una curiosidad más, para terminar
esta historia: El Inca
Garcilaso murió en
Córdoba el día 23 de abril de 1616, la misma fecha que Cervantes
y Shakespeare,
aunque éste murió días después, pero esa será otra historia.
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