Publicado el 1o de octubre de 2010
“Al
sur de Gran Bretaña, en la llanura de Salisbury, se levanta desde
hace 5.000 años, el más bello monumento megalítico de Europa.
Stonehenge
fascina y apasiona a arqueólogos, astrónomos y esotéricos. Único
por su concepción, el lugar aún no ha revelado todos sus secretos.
¿Acaso era un templo, un monumento funerario o un observatorio
destinado a revelaciones astronómicas?”
Con esta
inspirada frase se inicia el capítulo que la prestigiosa editorial
Larousse dedica al monumento megalítico de Stonehenge,
en su libro titulado Los
Grandes Enigmas.
Y es que
Stonehenge es un enigma; uno de los mayores enigmas en lo que a
construcciones prehistóricas se refiere.
Para mí ha sido
un lugar de una trascendencia, un misterio de tal envergadura que
desde años atrás y hasta hace pocos días, una preciosa fotografía
del conjunto megalítico ha sido el fondo de pantalla de mi
ordenador. Contemplándola, he recreado con mi imaginación cómo
serían aquellos lejanos y oscuros tiempos, en los que siendo tan
difícil la supervivencia, muchos pueblos dedicaron enormes esfuerzos
a construir obras que perpetuaran su memoria, nos transmitieran su
cultura y, en el silencio de tantos siglos, nos hablaran de aquellos
antepasados nuestros.
La razón del
cambio de fotografía no es otra que la de haber encontrado una que
en este momento me dice más cosas, es la de María, mi nieta.
La primera
descripción que se hizo del misterioso monumento de Stonehenge fue
producto de la pluma de un clérigo y escritor llamado Geoffrey
de Monmouth
que en su Historia de los Reyes de Bretaña, escrita en la primera
mitad del siglo XII, menciona el lugar, describiéndolo perfectamente
y atribuyendo su construcción al mago druida Merlín,
el cual, obra de su poderosa magia, habría traído las enormes
piedras desde Irlanda. En aquel santuario se forja también la
leyenda del rey Arturo
que recibe en el monumento circular, el juramento de fidelidad de
todos los reyes menores y los caballeros que pululaban por la Bretaña
de aquella época.
Estado
actual del monumento megalítico.
Pero las piedras
de Stonehenge
estaban allí desde mucho antes que los celtas llegaran a la Isla de
Gran Bretaña.
Lo que ahora
entendemos por el pueblo celta es en realidad una deformación que se
ha ido haciendo hueco en la historia, pues con la voz celta lo que se
designaba era a un conjunto de pueblos que hablaban una lengua común,
de raíz indoeuropea. Desde ahí y estudiando su irrupción en el
panorama europeo, se han ido forjando más que realidades, leyendas y
muchas de ellas referidas a la casta preeminente dentro de las tribus
que hablaban aquella lengua y que es conocida como los druidas.
Estos pueblos
aparecen en la Edad del Hierro y se extienden por toda Europa,
llegando hasta España y Portugal, tierras habitadas por los íberos
y de cuya fusión nacería el término celtíbero, con el que se nos
designa a los habitantes de la península Ibérica.
Con la segunda
Edad del Hierro, que aparece por el siglo VI antes de nuestra Era,
los celtas llegan al norte de Europa y tres siglos después aparecen
en Britannia, según cuenta el propio Julio Cesar en su obra De
Bello Gallico,
escrita en forma de memorias cinco años después de decidir atacar
Britannia. Las legiones romanas combatieron contra este pueblo, al
que consiguieron someter momentáneamente para la entonces República
de Roma, en el año 55 antes de nuestra Era.
Algo tiene la
cultura celta, las actuaciones de los druidas y toda la liturgia que
rodeaba a aquellas tribus que no se olvidó su existencia y, tal como
ocurriera con otras culturas mucho más importantes como la egipcia,
la griega, la romana, o la árabe, no fueron desplazadas a los museos
o a los libros de historia. Al contrario y como un poso imborrable,
ha permanecido en la historia, no como una época, o una referencia,
sino como una llama viva que no se extingue y que de vez en cuando
reverbera.
La primera
persona que pone de moda el “druidismo” es William Stukeley, un
médico inglés nacido a finales del siglo XVII que termina siendo
sacerdote y que tras visitar Stonehenge
queda impresionado por la construcción a la que atribuye un origen
celta, evidentemente equivocado, pero que no le impide dedicar parte
de su vida a esta cultura.
Las piedras de
Stonehenge
tienen muchos más años de antigüedad que los pueblos celtas. Sobre
todo una parte de ellas, las primeras que se utilizaron, las cuales
son una especie de cuarzo llamado dolerita
que están en el lugar desde hace cuatro mil quinientos años y que
fueron arrastradas desde las tierras del País de Gales, a muchos
kilómetros de distancia. Luego llegaron otras piedras, ahora de roca
arenisca y poco a poco se fue formando todo el complejo megalítico.
Lo mismo que
ocurre con las pirámides de Egipto, uno se pregunta que grado de
convencimiento debía existir para afrontar el increíble esfuerzo de
arrastrar bloque de cincuenta toneladas por en medio del campo,
creando a la vez caminos para poder desplazarlas y, sobre todo, antes
de que la rueda hubiera llegado para facilitar este tipo de
desplazamientos.
El plano inicial
de Stonehenge
no es conocido y su finalidad, tampoco, pero lo mismo que en la
cultura con la que lo acabo de relacionar, curiosidades ocurren que
ponen de relieve hasta qué punto llegó el conocimiento del pueblo
que levantó aquellas piedras.
Con el solsticio
de verano del hemisferio norte, que es el momento del recorrido
celeste de nuestro planeta alrededor del Sol, en el que la noche es
la más corta del año y el Sol cae perpendicular sobre el Trópico
de Cáncer, se produce el mismo fenómeno que en el templo de Ramsés
II, en Abu Simbel y es que los rayos del Sol, al nacer, atraviesan
todo el complejo y van a dar directamente sobre el altar.
Eso ocurre
durante aproximadamente siete días, con menor precisión conforme se
alejan del momento del solsticio, que por cierto, quiere decir “Sol
quieto”.
Desde hace
muchos años se conoce esta característica que ha hecho que en la
fecha de entrada del verano, en las llanuras de Stonehenge
se concentren miles de personas, seguidoras o amantes de la cultura
druida y simplemente curiosos o visitantes, a contemplar el portento.
Pero no es ese
el único secreto que encierra la colosal alineación de menhires y
es que en el ocaso del solsticio de invierno, cuando la noche es la
más larga del año, el último rayo del sol, en su declinar, se
alinea con el del solsticio que le precedió.
No resulta fácil
de explicar cómo un pueblo del que no sabemos con certeza cual fue
su principio ni su final, hubiera alcanzado tal grado de
conocimiento, con la simple contemplación de los acontecimientos que
cada año se suceden.
Sin embargo, a
pesar de que sea el Sol quien marque con sus rayos la singularidad
del lugar, los modernos estudios arqueológicos y científicos, los
conocimientos que de otras culturas se van adquiriendo, hacen pensar
que en realidad sus constructores pretendían ensalzar el culto a la
Luna, mucho más próxima al hombre y objeto de adoración desde
tiempos inmemoriales.
La forma
cambiante del satélite, su desaparición y posterior resurgimiento
llenó de estupor al hombre primitivo que la adoró en muchas y muy
diferentes y lejanas culturas.
Pero el pueblo
que levantó este complejo megalítico, no fue el primero en Europa,
ya había otros precedentes de círculos de madera en diferentes
partes y, sobre todo, la enigmática construcción de Newgrange,
en Irlanda, un cementerio, lugar de culto o Dios sabe qué, que se ha
convertido en la más preciada reliquia prehistórica del País.
Con más de
cinco mil años de antigüedad, se trata también de una construcción
circular, con galerías bajo tierra que ha sido reconstruida
recientemente y que presenta en la actualidad un aspecto remozado que
descorazona a quien anda buscando antigüedades, pero que tiene otros
méritos innegables como el presentarnos el aspecto que debió tener
cinco milenios atrás.
Newgrange
con el aspecto actual
Y es que esta
extraña construcción prehistórica, quinientos años más antigua
que la más antigua pirámide de Egipto, descubierta en el año 1699,
presentaba un estado ruinoso y todas sus tumbas habían sido
saqueadas.
Es un monumento
de enorme complejidad arquitectónica pero se da en él la misma
circunstancia que ya hemos señalado para el templo de Ramsés II y
de Stonehenge
y es que los rayos del Sol, esta vez naciente, en el solsticio de
invierno, entran por una abertura que hay sobre la puerta de entrada
e iluminan toda la galería principal que tiene dieciocho metros de
longitud, dando, por un instante, luz a todas las tumbas que a uno y
otro lado de la galería se hallan colocadas. Por espacio de
diecisiete minutos, todo el interior queda iluminado, luego, los
rayos del Sol irán menguando hasta que por fin, sobre las diez y
cuarto de la mañana, según la hora oficial del país, vuelven a
dejar en la más tenebrosa oscuridad a la galería de Newgrange.
Sus
constructores conocían la técnica de construcción de la bóveda y
en el centro del mismo se puede admirar un espacio abovedado en el
que más de cien piedras enormes guardan un equilibrio perfecto que
se ha mantenido por cincuenta siglos casi sin deterioro alguno.
Si con la
tecnología de la que disponemos en este momento, quisiéramos
conseguir un efecto como el descrito, es muy posible que hubiéramos
de realizar innumerables cálculos, experimentos y pruebas, para
comprobar que lo que parece sencillo, si es la casualidad la que lo
consigue, se troca en extremadamente complicado si es el resultado
que pretendemos.
Cualquiera de
las dos construcciones prehistóricas despiertan respeto y admiración
y están disponibles para realizar en ellas las investigaciones y
exploraciones que sean necesarias hasta desvelarnos el secreto tan
celosamente guardado; lo que no creo que sea justo, ni la sociedad
científica lo debiera permitir, es lo que ha sucedido recientemente
con el primero de ellos.
Dice ahora,
quien hizo correr el bulo, que se trataba de una broma pensada para
el día de los Santos Inocentes de 2009. Si es así, es un claro
ejemplo de lo que es una broma de pésimo gusto.
Su autor fue un
individuo, cuyo nombre prefiero obviar, pero que es sobradamente
conocido, que adelantó que en la Revista National Geographic, en el
número de enero de este año, 2010, el arqueólogo que más sabe y
más ha trabajado sobre Stonehenge,
revelaba que todo aquel complejo megalítico era un fraude y aportaba
unas fotografías con el anagrama de la famosa publicación en la que
se veían unas grúas trasportando y colocando las enormes piedras.
Quería dar a
entender que ni celtas, ni druidas ni nada de nada. Que eran piedras
colocadas con grúas a principio de siglo y con la única intención
de tener en Inglaterra, lo que no poseían: un monumento más antiguo
que las pirámides de Egipto
Las fotos eran
antiguas y tenían un enorme viso de realidad, tanto que eran las
fotografías reales tomadas en los primeros años del siglo XX,
cuando el monumento fue reparado y a las que el supuesto “bromista”
les colocó el anagrama de la publicación, dando así la idea de
verosimilitud, pues precisamente la National Geographic no es
sospechosa de nada más que de rigurosa y científica.
Una
de las muchas fotografías publicadas
Aunque el autor
de la “broma” se ha justificado de mil maneras, para mí el hecho
es injustificable. Muchas personas, como yo, habrán sentido por un
momento, desmoronarse los cimientos más sólidos de sus
convicciones, desconfiando a partir de ese instante de todos los
descubrimientos arqueológicos que se produzcan.
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