sábado, 30 de marzo de 2013

MI CUÑADO MANOLO Y EL ILUSTRADO ROCHE


Publicado el 9 de noviembre de 2008




Tener un cuñado como Manolo Pacheco es una suerte y un lujo. Es una suerte en doble sentido: primero por la persona y después por el personaje.
Manolo es, y presume de ser, “Maestro de Escuela”, aunque ya lleve varios años jubilado. Manolo es, y no presume de ser, un historiador de primer orden. Manolo, en fin, es la persona que ha rescatado una historia de El Puerto de Santa María, escrita en el siglo XVIII por Anselmo Ruiz de Cortazar, la ha transcrito a lenguaje actual y la ha publicado.
Pero lo más importante es que en su bucear por archivos y bibliotecas, de España y de varios países europeos, descubrió, hace años, a un personaje singular, de una talla de erudición incalculable y del que no había ninguna constancia histórica.
Este personaje, llamado Juan Luis Roche, vivió en El Puerto de Santa María en el siglo XVIII y alcanzó tal nivel de ilustración que el Padre benedictino Fray Martín Sarmiento, que junto con Feijoo, también benedictino y muy amigos, fueron los más preclaros eruditos de la época, mantuvo con él una prolija correspondencia epistolar.
Con una labor de meses, mi cuñado Manolo fue recopilando las cartas que entre Roche y Sarmiento se cruzaron desde 1747 a 1760, y tras copiarlas, estudiarlas, analizarlas y ponerlas en relación con los acontecimientos de la época a la que se refieren, publicó un libro que lleva por título “Una visión de Siglo XVIII: Cartas del Erudito Roche al Benedictino Sarmiento”.
El libro es una joya y supone un esfuerzo ímprobo y, sobre todo, es un referente histórico para cualquiera que esté interesado en conocer la historia de esta zona de la Bahía de Cádiz, contada como si en realidad se estuvieran leyendo los periódicos de la época.
Pero antes de este libro ya había publicado otro en el que daba a conocer la figura de Juan Luis Roche y su trascendencia en la vida pública de El Puerto de Santa María durante aquel siglo, tiempo en el que este ilustrado desempeñó varios cargos públicos, aunque quizás su desmedida ambición, o sus problemas de tesorería, le impulsaron a cometer algunos actos reprobables que dieron con sus huesos en la cárcel, después de intentar escapar de la justicia saltando por los tejados de las casas que en aquella época, todas de la misma altura, tan propicios eran para poner en práctica las fugas. No fueron suficientes las azoteas colindantes para el refugio del huido que terminó acogiéndose a sagrado en la Iglesia Mayor Prioral, próxima a su domicilio
Pero hasta que eso ocurrió, Roche, como Feijoo en su Teatro Crítico o en las Cartas Eruditas, desmintió mucha superchería de la época, a un nivel más modesto, justo es decirlo, y puso en claro algunas cosas que para el pensamiento de la época llegó a tener trascendencia.
Una de esas cosas, curiosísima en donde las haya, es la circunstancia de que, hasta ese momento, los zapatos de ambos pies se confeccionaban por los maestros zapateros usando una sola plantilla. Tanto daba si era para el pie derecho o el izquierdo. Roche estudió la anatomía del pie y aconsejó adaptar las plantillas a la forma singular de cada uno y, desde entonces, disfrutamos de zapatos para uno y otro pie que hacen más cómodo el caminar y más confortable usar el calzado.
Otra de las singularidades de Roche fue un estudio sobre la velocidad en que se propagan los terremotos. El día de Todos los Santos de 1755, ocurrió en la Península Ibérica el terremoto más devastador de los que se tienen noticias. Conocido como El Terremoto de Lisboa, fue en realidad un maremoto ocurrido a unas doscientas millas al sudoeste del Cabo San Vicente, que causó estragos en numerosas ciudades del litoral Atlántico, pero que fue en Lisboa donde arrebató la vida de casi cien mil personas y arrasó, inundó e incendió la ciudad.
Al terremoto le siguieron tres impresionantes “Tsunamis” de más de veinte metros de altura cuando, tras haberse retirado el mar y dejado el fondo marino en impúdica exposición, regresó en forma de ola monstruosa arrasando todo a su paso.

Grabado del desastre de Lisboa

En el Puerto de Santa María también se hicieron notar los temblores de la tierra y junto con otras preguntas de espiritual calado, los hombres de ciencia se preguntaron cuánto tiempo transcurrió desde que el terremoto hizo acto de presencia en Lisboa hasta que llegó a El Puerto.
Creíase entonces, que los terremotos se propagaban con la velocidad con la que se trasmite la llama en un reguero de pólvora, pero Roche no estaba muy conforme con esta afirmación y se propuso efectuar algunas investigaciones al respecto.
Vivía el ilustrado en el denominado Palacio de las Cadenas, sede de la familia Bizarrón, Cargadores a Indias, que tenían una casa-palacio en lo que hoy se conoce en El Puerto como Plaza del Polvorista. Obedece el nombre de esta plaza a que en aquel tiempo vivía allí un francés llamado Remón Martin, el cual, aparte de sus actividades mercantiles y la ocupación de Cónsul de Francia, cargo para el que había sido nombrado por el Duque de Medinaceli, era un pirotécnico diletante y en su casa tenía un taller de polvorista, en el que confeccionaba los artificios pirotécnicos que se usaban en las fiestas populares. Debió de ser persona tan importante que llegó a dar nombre a aquella plaza.
Compró Roche pólvora suficiente como para hacer un experimento y con un reloj y una cerilla, se dispuso a demostrar lo que él ya intuía. Hizo un reguero lo suficientemente largo como para que tardara en consumirse, prendió fuego a una punta y puso en marcha su reloj, cronometrando el tiempo que tardó la llama en propagarse hasta la otra punta. Hechos los cálculos en función del tiempo y el espacio, calculó la velocidad y la aplicó a la distancia entre Lisboa y El Puerto. El resultado es el que todos imaginamos: de ser así, el terremoto de Lisboa se hubiese sentido en El Puerto a los varios días de ocurrido.
Empirismo se llama a esa manera de demostrar las cosas de forma que no quede lugar a resquicio alguno para seguir en la porfía.
Cosa muy distinta fue lo que el terremoto supuso para el mundo occidental, para la Cristiandad, de manera muy especial.
Ocurrió el día de Todos los Santos, uno de noviembre de 1755, día grande en que la Iglesia conmemora precisamente eso, a todos los santos que componen el Santoral Cristiano que, son muchos, por cierto.
¿Cómo es posible tanto mal en un día de los Santos del Señor? Se preguntaron muchos creyentes y, ciertamente, no obtenían respuesta. No había ni habrá respuesta a estas preguntas, aunque lo sensato es pensar que quizás estas cosas ocurren porque no todo es bueno, ni puede serlo y porque quizás vivamos en el mejor mundo posible, pero que podría ser mejor.
Esta es una postura filosófica que trata de conciliar el mal que existe en el mundo con la propia existencia de Dios, infinitamente bueno que vela por sus hijos, y que recibe el nombre de “Teodicea”, y cuyo último fin es el de proporcionar paz interior a quien se revela contra los desastres que ocurren sin que nadie pueda evitarlos, lo que nos puede hacer pensar que aquel día Dios estaba de vacaciones.
Hoy hemos superado toda esta carga pesada que llevó a muchos a la desesperación y las cosas se aceptan porque estamos convencidos de que Dios no interviene para nada en estos procesos naturales, pero basta seguir un poco a nuestros clásicos para comprender de qué manera, en cualquier acontecimiento, estuvo siempre presente la Divinidad.
La concepción del Dios justiciero, que por encima de todo premia a los buenos y castiga a los malos, como otra rama importante del pensamiento cristiano, se hace presente más que nunca ante estas catástrofes naturales. Igual que sucediera en Sodoma y Gomorra, el cristiano se pregunta qué habrán hecho los hombres para recibir un castigo como aquel terremoto. Llegó a tal punto ese sentido del castigo divino, que me cuenta mi cuñado Manolo que cuando un sacerdote se encontraba ante un muerto por accidente, no llegaba a administrarle la extremaunción, al pensar que aquel accidente se debía a castigo divino por algo que la persona hubiere hecho, lo que le convertía de inmediato en gravísimo pecador.
Pero no quiero alejarme del tema y éste es, precisamente, el papel fundamental que algunas personas, de sabia inteligencia natural, adoptaron ante las creencias y costumbres de la época, en la que todo lo inexplicable era milagro, intercesión divina, o en sentido contrario, mano del demonio.
Lo que a Roche le dio el espaldarazo definitivo es una historia que mi cuñado relata con estilo delicioso en su libro sobre el ilustrado y es que, una mañana, cuando se celebraba misa en la iglesia de la Victoria de El Puerto de Santa María, los fieles asistentes al Santo Sacrificio corearon al unísono el grito de “milagro”, cuando apreciaron que en la custodia expuesta en el altar mayor de la iglesia conventual de los franciscanos mínimos que en aquel lugar vivían en congregación, se veía claramente la imagen de San Francisco de Paula.

El Monasterio de la Victoria

Es necesario que nos pongamos un poco en situación: estamos hablando del siglo XVIII, de una ciudad como El Puerto, de un convento franciscano y de una iglesia gótica como es la de la Victoria que, para quien no la conozca, preciso es decir que se encuentra junto a la estación de ferrocarril, en los terrenos que antes fueran del tristemente célebre Penal del Puerto y en cuyo interior, para sorpresa de muchos, apareció tan espléndido edificio, cuando la cárcel fue derruida y trasladada a otro lugar.
Una mañana de domingo, ante la feligresía, se obró el supuesto milagro de observarse la imagen del Santo Francisco en el vitral que protege la sagrada forma en su exposición.
La noticia causó revuelo y de inmediato se organizaron peregrinaciones, novenas, triduos y otras manifestaciones religiosas, a la vez que, pienso, a la puerta del convento surgirían, como hongos, puestecillos de aprovechados vendiendo remedos de custodia con la imagen del santo.
Lo cierto es que la Iglesia tomó cartas en el asunto y de inmediato creó una comisión que estudiase el asunto. Roche fue invitado a participar y con la clara vocación empírica que adornaba a los eruditos e ilustrados de la época, demostró que un rayo de luz, filtrado por los góticos ventanales del templo, había producido, a una determinada hora del día, un efecto óptico, en el que ni Cristo, ni el santo, habían intervenido para nada.
Que no gustara la explicación de Roche es lo normal, sobre todo a algunos que ya se frotaban las manos creyendo iniciado un negocio singular, pero que a personas de erudición, la explicación de Roche satisfizo plenamente, es algo que nadie duda y, desde ese momento, Roche contó en el panorama intelectual español, tanto, que nuestros más insignes enciclopedistas le tuvieron en gran estima y consideración. Diversas academias españolas y portuguesas le invitaron a ingresar entre sus miembros.
Pues eso, mi cuñado Manolo Pacheco, ha sacado del anonimato a este personaje, lo ha vestido de todo el ropaje que le correspondía y lo ha puesto, negro sobre blanco, a disposición de todos los que se quieran asomar a la historia de El Puerto.
Yo les puedo asegurar que leyendo el libro comprenderán por qué les cuento esta historia.


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