Publicado el 28 de diciembre de 2008
San Malaquías de Irlanda, arzobispo católico del
siglo XII, ha pasado a la posteridad por dos colecciones de Profecías
que supuestamente les fueron reveladas tras un viaje de peregrinación
a Roma en el año 1140, cuando era arzobispo de Armagh, uno de los
seis condados que forman la actual Irlanda del Norte.
En realidad, la razón de tan largo viaje, desde la fría y húmeda
Irlanda hasta Roma, era la de pedir al Papa, Inocencio II,
unos palios para las iglesias de su país. Al llegar a Roma, su celo
cristiano, su espíritu casto, su proceder honesto y su honradez, por
encima de todo, quedaron hechos añicos al observar la enorme
corrupción que reinaban en la supuesta ciudad santa, con un Papado en manos de los
príncipes italianos.
Parece que en ese momento recibe la divina inspiración y escribe sus
Profecías que tienen la virtud de imbuir una nueva
moral a la Iglesia Católica, que se regenera de sus corrupciones y
vuelve a resurgir con el espíritu inspirado por su fundador.
Fruto de esta labor, Malaquías se vuelve a Irlanda con
los palios que había solicitado.
De las Profecías de San Malaquías, es sin lugar a
dudas la que se refiere a los Papas que se sentarán sucesivamente en
la silla pontificia, la que ha alcanzado más y mayor popularidad, no
en vano hizo una relación de Papas desde 1143, señalando cuáles
serán las características de cada uno de ellos.
Leer la lista eriza el vello, por la precisión con la que aparecen
descritos, uno tras otros todos los pontífices, incluido el actual
Benedicto XVI.
Pero no es de San Malaquías de quien este artículo
trata, sino del Papa número 227 de la Iglesia Católica y que, en la
lista del “profeta”, figura con el lema “El
hacha en medio del signo”. Este Papa fue Sixto V,
que ocupó la silla pontificia desde 1585 a 1590.
Felicce Peretti, que así se llamaba, nació en un
pequeño pueblecito a muy escasa distancia del Mar Adriático, en
1521. Hijo de un humilde pastor, siguió el oficio paterno, habiendo
sido pastor de cerdos, hasta que, sorprendido por unos monjes
franciscanos leyendo un catecismo, mientras cuidaba de los animales,
fue ingresado en un convento de esa orden a la edad de nueve años.
Hábil orador y mejor jurista, desempeñó varios cargos, llegando
incluso a ser asesor jurídico del Tribunal de la Santa Inquisición
de Venecia, en donde demostró una crueldad tal, que le valió el que
los venecianos le repudiasen.
Ciertas diferencias de criterios con el cardenal Buocompagni,
le crearon una enemistad para toda la vida y cuando el cardenal, fue
elegido Papa, con el nombre de Gregorio XIII, Felicce
Peretti hubo de retirarse de la vida pública, dedicándose
al estudio y como suele decirse de forma harto socorrida: a alabar a
Dios.
Corren rumores de que su salud está muy delicada y al morir Gregorio
XIII, comparece al cónclave con visible deterioro físico y
apoyado en unas muletas y mirando siempre al suelo. Su precaria salud
y su enemistad con el papa muerto, obran el milagro de elegirle como
nuevo Pontífice porque los cardenales pretenden buscar un sucesor
suficientemente débil como para que les permita hacer a sus antojos;
por otro lado, siendo mortal enemigo del anterior Papa, permitiría
hacer cualquier cosa con tal de contradecir la norma anterior. Pero
nada más salir elegido, arroja las muletas, endereza su cuerpo y
entona un Te Deum con voz estentórea, a la vez que
advierte a todos que pondrá orden en la disipada vida cardenalicia.
Cuenta la historia que un cardenal, amigo suyo, le dijo: Desde que
vuestra Santidad es Papa, ha cambiado totalmente de aspecto.
A lo que el novísimo Papa le respondió: “Cuando éramos cardenal
caminábamos con la cabeza gacha, buscando en el suelo las llaves del
cielo. Desde que las hemos encontrado, no hay nada más que buscar en
la tierra”.
Sixto V
De inmediato inicia una campaña para garantizar el orden público,
asegurar los caminos y desterrar toda clase de delincuencia, para lo
que no duda en emplear métodos tan drásticos como ejecutar a todos
los transgresores de las normas. Pero lo lamentable fue que tras
acabar con los criminales, empleó la misma saña con prostitutas,
bribonzuelos y toda la chusma que merodeaba en Italia, lo que le
valió una terrible fama de cruel y despiadado.
Se enemistó con todos los gobernantes de Europa, salvo con Felipe
II, nuestro abúlico y religioso rey, casi fundamentalista,
al que otorgó todas sus bendiciones cuando envió a la Armada
Invencible, contra Inglaterra.
El desastre de aquella aventura guerrera pesaría sobre el Papa
durante los dos años de papado que aún le tocó vivir tras el
tremendo desastre.
La dureza de su carácter llegaba a extremos insospechados y se
cuenta otra historia que define perfectamente al Pontífice.
Cierto día, llegó hasta él una anciana que le pedía su
intercesión en un pleito que mantenía por muchos años y del que no
estaba segura de llegar a ver su fin, tan cerca se encontraba de la
muerte y tan enredado estaba su pleito en la curia.
El Papa se interesó en el abogado o procurador que estaba encargado
de aquel litigio y le pidió que lo solucionase lo antes posible.
Tanto daba que la sentencia fuera favorable o en contra de la
anciana, pero quería una solución al pleito.
Muy ufano, el abogado se dirigió al Vaticano a la mañana siguiente,
para comunicar al Santo Padre que el pleito estaba solucionado.
Tras escucharlo atentamente, el Papa lo mando ahorcar por haber
permitido que durante años no se hiciese justicia, cuando en pocas
horas se había resuelto el caso.
No hace falta decir que las curias de toda Italia entraron en un
proceso frenético de producir sentencias y de acelerar procesos que
innecesariamente se veían demorados, pues pesaba sobre ellos la soga
de la horca que se podría balancear así que cualquier otra persona
accediese al Pontífice con pretensiones de justicia.
Se cuentas muchas más cosas de este singular Papa, algunas serán
ciertas, otras, sin duda que no lo son, pero, ¡cuánto daría la
sociedad actual si de pronto fuera posible la aparición de alguien
con poder suficiente como para ejecutar esa justicia sumarísima que
pusiera orden en muchas de las cosas que no se arreglan, no por falta
de posibilidades de arreglo, sino por falta de interés en dar
soluciones!
¿No sería necesario, ahora que tanto se está hablando de la
lentitud de la justicia, que alguien, como Sixto V, no ya ahorcara,
pero sí diera un escarmiento?
Los dos párrafos anteriores me han salido muy duros y ni siquiera yo
comparto su contenido, pero me resisto a sustituir lo que he dicho
porque sé que, en el fondo, no voy a ser mal interpretado. Por
supuesto que no quiero que se ahorque a nadie por muy negligente que
sea y tampoco quiero que aparezca un justiciero vesánico, como este
Papa, pero de algo tiene que servir recordar la anécdota.
Seguro que si nos ponemos la mano en el corazón, igual que cuando de
pequeños escuchábamos a nuestras madres clamar por la llegada de un
nuevo Herodes, clamaríamos por la repetición de un Sixto V.
Severo, pero clemente a la vez, el Papa Peretti tuvo
durante su papado, la suerte de ejecutar grandes acciones que
llevaron al embellecimiento del Vaticano y de toda la ciudad de Roma.
El obelisco que hoy aparece en el centro de la plaza del Vaticano y
que se ha convertido en todo un símbolo, fue erigido por él.
La pieza, perteneciente a la V dinastía de faraones Egipcios, había
sido transportada a Roma por el emperador romano Calígula,
en el año 37 de la Era Cristiana y descansaba entre barros y malezas
en algún lugar de la urbe. Su destino había sido el circo romano
que iniciara este emperador y concluyera Nerón, pero
lo cierto es que el enorme falo pétreo se colocó en su momento,
presidiendo todas las actuaciones circenses, pero luego fue retirado
y descansaba olvidado hasta que Peretti recordara que
San Pedro fue martirizado por Nerón en
aquel circo y pensara que no había mejor lugar para colocar el
obelisco ante el cual muriera uno de los pilares de la Iglesia, que
ante la Basílica que llevaba su nombre.
Sixto V decidió erigirlo frente a la Basílica
de San Pedro, en una explanada en la que aún no se había
construido la magnífica columnata que posteriormente erigiera
Bernini.
Doménico Fontana, un prestigioso arquitecto romano,
fue el encargado de erigir el obelisco y para ese trabajo utilizó
ciento cincuenta caballos y novecientos hombre. Mediante un
complejísimo sistema de cuarenta y siete poleas, el enorme trozo de
piedra, que pesa trescientas treinta toneladas, fue izado y colocado
en su actual ubicación, un día de septiembre del año 1586.
Grabado de la época con la erección del obelisco
El pueblo de Roma acudió en masa a presenciar la operación de izar
la enorme piedra y alrededor de la zona destinada a las labores de
izado, se congregó tal multitud que hacía imposible que las voces
de mando que partiendo del arquitecto Fontana se
transmitían a los distintos capataces, fuese luego escuchadas por
los obreros encargados de ejecutarlas.
En consecuencia, Sixto V tomó la determinación de
castigar con la muerte inmediata a aquella persona que levantase la
voz o produjese ruidos capaces de impedir la transmisión de las
órdenes.
En un silencio sepulcral, pues la severidad del Papa era sobradamente
conocida y a ninguno cabía duda de que se ejecutarían los castigos
prometidos, los obreros empezaron a realizar su trabajo.
En cierto momento de máxima tensión, las cuerdas que soportaban el
enorme peso de la mole granítica, se distendían, chirriaban e
incluso echaban humo, debido al calor que generaba la inmensa tensión
a la que estaban sometidas. De pronto, por encima de aquel silencio
se oyó la voz de un marinero de San Remo, capitán de una nave
genovesa llamado Bresca, que presenciaba la maniobra y
que gritó: “Aiga, dai del aiga al corde” que
traducido quiere decir: “Agua, echad agua a las cuerdas”.
De inmediato fue prendido y trasladado a las dependencias vaticanas
para ser ejecutado, pero gracias a su advertencia y a la prontitud
con que algunos operarios habían reaccionado echando agua a las
cuerdas, el obelisco se había salvado y lucía enhiesto en el centro
de la plaza.
El obelisco al centro de la Columnata de Bernini
El Papa conmutó la pena de muerte por el privilegio de que la nave
de Bresca luciera en popa la bandera del Vaticano y la
compensación de que cada año transportara las palmas usadas en el
Domingo de Ramos.
Su Escudo Papal contenía un hacha cruzada en medio de un león, el
cual se interpreta como un signo de zodiaco, tal como acertó a
predecirlo San Malaquías: “El hacha en medio
del signo”.
Si seguimos las profecías de San Malaquías, después del actual
Benedicto XVI, sólo queda un Papa, que sería el último: Pedro
el Romano. Pedro, como el primero; y San Malaquías termina
así: “En la persecución final de la Santa Iglesia Romana reinará
Petrus Romanus, quien alimentará a su rebaño en medio
de muchas tribulaciones. Después de esto, la ciudad de las Siete
Colinas será destruida y el temido juez, juzgará a su pueblo”.
¡O San Malaquías se equivoca por primera vez, o nos
quedan un par de telediarios!
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