sábado, 30 de marzo de 2013

EL LANZAZO DE HUTTEN Y EL UNTO DEL INDIO


Publicado el 27 de diciembre de 2009



Desde hace algún tiempo, siento verdadera pasión por toda la literatura que versa sobre las historias relacionadas con el descubrimiento de América y su colonización. Y es que de lo que hemos estudiado o leído en la historia ortodoxa, aquellos que somos meros diletantes en la materia, a lo que se oculta realmente tras la verdadera historia, hay un trecho que hace que su conocimiento sea verdaderamente apasionante.
Quiero relatar en este artículo algunas “historias” que dan un tremendo colorido a aquella época remota del descubrimiento y la colonización.
Siempre hemos pensado que era el incentivo comercial el que impulsó a los descubridores a lanzarse a la aventura, y es verdad. Luego le siguió el afán de cristianizar a los paganos y también es verdad, pero cada vez estoy más convencido que lo que realmente impulsaba a aquellos aventureros, era eso, el espíritu de aventura, la huida de una vida de rutinas, hambre y desocupación.
Las nuevas tierras prometían de todo menos mal vivir en la mediocridad de las ciudades de aquella España, o deslomarse en los campos infecundos, trabajando por el sustento.
Pero otras personas entraron en la espiral de la conquista y colonización por causas bien distintas y entre esas, una poderosa familia alemana: “Los Welser”, que recibieron del emperador Carlos V, la autorización para colonizar una extensa zona entre las actuales Colombia y Venezuela.
Los Welser eran banqueros, poderosos banqueros que 1476 habían constituido en Augsburgo una sociedad familiar liderada por Anton Welser y formada con sus cuatro hijos Bartholomäus, Lucas, Ulrich y Jakob. Desde entonces crecieron hasta el punto de convertirse en los más poderosos banqueros de Europa. Su mayor capital procedía de la explotación de las minas de plata en toda Europa y los préstamos a los estados europeos
Carlos I de España se endeudó con ellos para conseguir ser emperador y a cambio, en 1528, les concedió un permiso para colonizar buena parte de la zona continental del Caribe.
Los Welser fueron los primeros europeos, no latinos, que llegaron a las Américas como conquistadores. Y con los Welser llegaron otros caballeros alemanes: Ambrosio Alfinger, Jorge Spira y Felipe von Hutten, entre otros.
Alfinger fue nombrado por Carlos I como primer Gobernador y Capitán General de la recién descubierta Provincia de Venezuela, en representación de la poderosa familia Welser que tenía los derechos de colonización.
Pero evidentemente aquellos alemanes no tenían intención de colonizar. Todo su afán era el de reunir riquezas a costa de cualquier cosa y sobre todo, a base de un trato de extremada crueldad con los nativos, los cuales a veces se les revolvían.
El mal trato a los indígenas era cosa habitual, pues casi no tenían consideración de seres humanos y las historias que se cuentan son capaces de avergonzar al más canalla de los mortales, pero lo que se ha difundido como parte de aquella leyenda negra, protagonizada por los españoles, es necesario ampliarla con todos aquellos otros ciudadanos de otras naciones que hicieron acto de presencia en el continente recién descubierto.
En este caso, Alfinger, era un caballero teutón. Luterano convencido, para más señas.
Cuando en sus andanzas por las inhóspitas tierras del interior, vio que sus huestes mermaban a causa de las enfermedades, las escaramuzas con los nativos y los ataques de las fieras, envió a uno de sus capitanes, Íñigo de Vasconia, para que con veinticinco soldados y varios porteadores indios, regresara a las colonias con el fin de reclutar soldados.
Para hacer más atractiva la aventura de enrolarse como soldado, conociendo Alfinger la codicia y la debilidad humana, encomendó al capitán Vasconia, un pequeño tesoro, consistente en el oro que había ido reuniendo y que se calculaba en unos sesenta mil pesos.

Ambrosio Alfinger

Pero Vasconia y su gente no encontraron el camino de regreso y empezaron a vagar, perdidos, por las intrincadas selvas del Orinoco. Tan grande era su estado de desesperación que acabadas las vituallas que para el regreso llevaban, no dudaron en comerse, uno a uno, a los porteadores indios.
Por cierto que al decir que a los conquistadores los acompañaban indios, como porteadores, o como guías, es de significar que no lo hacían por propia voluntad, sino que era muy a la fuerza, hasta el extremo de que esos porteadores o guías iban encadenados, en una larga hilera, con cepos al cuello que les impedía escapar y que además hacía muy liviana la vigilancia del colectivo de carga, pues un soldado al principio de la hilera y otro al final, eran suficiente para controlarlos.
Fue muy celebrado entre los conquistadores, en este caso los alemanes, el sistema que a uno de aquellos soldados se le ocurrió cuando un indio moría en la hilera, o cuando desfallecía y que era no parar para desatarlo y dejarle morir a un lado del camino, sino cortarle la cabeza, zafándolo así del cepo y dejando en el camino la cabeza por un lado y el cuerpo por el otro, con lo que la marcha no se detenía, además de que alejaba las intenciones de aquellos que quisieran fingir cansancio.
Luego de comerse el último de aquellos pobres infelices, viendo que eran incapaces de encontrar el camino, decidieron enterrar el tesoro de Alfinger y después de hacerlo en un lugar bien señalado y del que levantaron un mapa, viéndose en el peligro que de continuar juntos acabarían devorándose entre ellos, decidieron coger cada uno por distinto camino.
Es evidente que alguno debió volver a la civilización y por eso conocemos esta historia que relata Fray Pedro Simón, que llegó a las Américas un siglo después del descubrimiento y se dedicó a recopilar un extenso material informativo, cuando todavía estaban frescos en la memoria los recuerdos de aquellos aventureros.
Dice el fraile que un soldado llamado Francisco Martín, tras vivir varios años con una tribu de indígenas que le dio su acogida, pudo regresar a la civilización y contar esa historia.
Tras muchas correrías en las tierras de la Provincia de Venezuela, Alfinger encontró una muerte atroz, atravesada la garganta por una flecha de los indios caribes que durante cuatro días le supusieron una terrible agonía.
La casa Welser debía proveer un sustituto y así lo hizo, nombrando a Jorge de Spira nuevo gobernador de Venezuela.
La corona española imponía dos condiciones, la primera de las cuales era que sus huestes debían ser castellanos, la segunda era la obligación de cristianizar a los indígenas para el seno de la Iglesia Católica. La primera condición se cumplía y así, con unos cuatrocientos hombres entre infantería y caballería, embarcaron rumbo a America donde la expedición de Spira llegó en febrero de 1534.
Pero en su afán de riquezas, cristianizar no entraba a formar parte del juego y en caso de difundir el credo cristiano, era desde la vertiente luterana, lo que no podía ser bien visto por la católica monarquía española.
Fue eso lo que al final hizo que se les retirasen los privilegios, y no los desmanes causados entre los nativos, las riquezas subrepticiamente expropiadas o las atrocidades cometidas por aquellos caballeros alemanes.
Para comprender un poco la total ausencia de consideración por los valores humanos y morales de aquella pobre gente, se puede explicar el suceso dramático que casi cuesta la vida de uno de aquellos caballeros, al que antes ya se ha mencionado: Felipe von Hutten.
Éste acompañaba a Spira en su expedición y a la muerte de su jefe, reclamó para sí el gobierno de la provincia de Venezuela, lo que consiguió. De inmediato se dedicó a organizar expediciones de descubrimientos a las tierras interiores, desde los Andes hasta el Atlántico y siempre a la búsqueda de riquezas.
En la ciudad de Santa Ana del Coro, fundada en 1527 y conocida simplemente por Coro, en donde se asentaron las familias de los españoles que le acompañaban en su expedición, la tierra era poco fértil y apenas daba para subsistir. De allí partió Hutten y allí esperaban su regreso, pero el gobernador no daba señales de vida. La desesperación cundía entre sus habitantes, y no porque el gobernador estuviera desaparecido, dedicado a sus aventuras descubridoras y sin dar señales de vida en más de cinco años, sino porque ellos estaban hartos de pasar calamidades en aquella tierra inhóspita. Decir que era el Gobernador, cuando durante todo ese tiempo no se supo siquiera si continuaba vivo, es mucho decir, pero así eran las cosas.
Que la vida en aquellas latitudes valía bien poco, o mejor dicho: nada, era algo totalmente aceptado y con Hutten se da un buen ejemplo, por lo que se verá.
En una de las escaramuzas habidas con los indios omeguas, del interior de la selva, en la zona del río Orinoco, Hutten, que montaba a caballo, recibió un lanzazo en la axila, por la abertura de la coraza que portaba. La herida era de extrema gravedad y el “sanitario” que llevaba la expedición, no tenía mucha idea de cómo podría curar a su señor.
Diego Montes se llamaba el soldado que cuidaba de los heridos con escasa ciencia, pero no poco ingenio, porque al no saber qué hacer, consultó con su jefe si le parecía oportuno que subieran a caballo a alguno de los indios que les acompañaban, le colocaran la coraza del gobernador y le dieran un lanzazo igual que el que había sufrido Hutten, para que así pudiera él examinar la herida en profundidad y saber cómo curarle.
Y lo que nos parece una atrocidad, es lo que hicieron. Lógicamente el indio murió; no del lanzazo, sino de la “curación” que Montes le aplicó, pero sirvió para que supiera qué órganos había afectado y como lo podría curar.
El gobernador salió de aquella y continuó su aventura particular, pero en la ciudad de Coro se empezó a desesperar la gente y como quiera que estaban sin gobierno, la Real Audiencia de Santo Domingo, nombró como gobernador interino a Juan de Carvajal que se desplazó a la provincia de Venezuela, comprobando la situación de aquellos colonos.
Carvajal había estado ya en Coro como administrador real y conocía la situación, así que buscó mejores tierras en una fértil vega y en 1534 funda la ciudad de El Tocuyo, a la que se lleva a aquellos familiares de los soldados que lo desean y en donde pronto adquieren cierto bienestar, pues la tierra daba frutos para alimentarlos.
Pero quiere la fortuna que aparezca Hutten y reclame para sí los derechos de constitución de la ciudad, entrando en liza con Juan de Carvajal que tras varias escaramuzas entre sus gentes y las del alemán, ordena que lo decapiten, así como a un hijo de los Welser y tres caballeros españoles.

Felipe von Hutten

Poco le dura la satisfacción de la victoria a Carvajal, pues la Real Audiencia de Santo Domingo no encuentra justificación a ese ajusticiamiento y envía a un hombre fuerte, Juan Pérez de Tolosa para que lo enjuicie.
Un mes después es juzgado y encontrado culpable. Condenado a la horca, es ejecutado, en la misma ciudad que fundó, el día 17 de septiembre de 1546.
Cuenta la leyenda que en la plaza del pueblo de El Tocuyo, en la rama de una ceiba, fue ahorcado y el árbol, que a día de hoy aún existe, es llamado “La Ceiba de Carvajal”.
La crueldad de ensartar a un pobre nativo para aprender de sus heridas puede sorprendernos, pero no es un hecho aislado. En otra ocasión, la expedición de Hutten consiguió atraer a unos nativos para que les proporcionasen algo de alimento y ante la escasez de las viandas que les ofrecían: raíces y otros vegetales, terminaron comiéndose a uno de aquellos pobres nativos, al que asaron en una barbacoa.
Entre tanto fragor de combates, muchos de los aventureros de las tierras americanas, caían heridos de flechas, pedradas y lanzazos, mientras no tenían a mano casi ningún medio de cura. La mayor parte de las heridas se infectaban y terminaban produciendo la muerte, por lo que era costumbre el secarlas con pólvora, que se quemaba sobre la misma lesión, o cauterizarla a fuego, sirviéndose de un hierro al rojo vivo.
Pero a veces la pólvora escaseaba y no se podía desperdiciar en restañar heridas, así que se curaban por otros procedimientos como la grasa de animal hirviendo, que derramada sobre la lesión, evitaba las posteriores infecciones.
Pero a veces no había animales a los que extraer la grasa, por lo que se recurría a lo que se dio en llamarse el “unto del indio”.
Lo cuenta Bernal Díaz del Castillo en su Verdadera Historia de la conquista de la Nueva España:
y quemamos las heridas a los demás y a los caballos, con el unto del indio…”
Para obtener la grasa de los cuerpos de los indios muertos en combate, se les arrojaba a la hoguera y se esperaba a que la grasa empezara a salir, se recogía y se almacenaba para usarla posteriormente en cauterizar heridas de soldados y de caballerías.
Si el indio estaba muerto, sería como una especie de incineración a lo bárbaro, pero sin dolor, el matiz está en que a veces los arrojados al fuego eran heridos o moribundos.

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