Publicado el 27 de diciembre de 2009
Desde hace algún tiempo, siento
verdadera pasión por toda la literatura que versa sobre las
historias relacionadas con el descubrimiento de América y su
colonización. Y es que de lo que hemos estudiado o leído en la
historia ortodoxa, aquellos que somos meros diletantes en la materia,
a lo que se oculta realmente tras la verdadera historia, hay un
trecho que hace que su conocimiento sea verdaderamente apasionante.
Quiero relatar en este artículo
algunas “historias” que dan un tremendo colorido a aquella época
remota del descubrimiento y la colonización.
Siempre hemos pensado que era el
incentivo comercial el que impulsó a los descubridores a lanzarse a
la aventura, y es verdad. Luego le siguió el afán de cristianizar a
los paganos y también es verdad, pero cada vez estoy más convencido
que lo que realmente impulsaba a aquellos aventureros, era eso, el
espíritu de aventura, la huida de una vida de rutinas, hambre y
desocupación.
Las nuevas tierras prometían de todo
menos mal vivir en la mediocridad de las ciudades de aquella España,
o deslomarse en los campos infecundos, trabajando por el sustento.
Pero otras personas entraron en la
espiral de la conquista y colonización por causas bien distintas y
entre esas, una poderosa familia alemana: “Los
Welser”, que
recibieron del emperador Carlos
V, la autorización
para colonizar una extensa zona entre las actuales Colombia y
Venezuela.
Los Welser
eran banqueros, poderosos banqueros que 1476 habían constituido en
Augsburgo una sociedad
familiar liderada por Anton
Welser y formada con
sus cuatro hijos Bartholomäus,
Lucas, Ulrich y Jakob.
Desde entonces crecieron hasta el punto de convertirse en los más
poderosos banqueros de Europa. Su mayor capital procedía de la
explotación de las minas de plata en toda Europa y los préstamos a
los estados europeos
Carlos I
de España se endeudó con ellos para conseguir ser emperador y a
cambio, en 1528, les concedió un permiso para colonizar buena parte
de la zona continental del Caribe.
Los Welser
fueron los primeros europeos, no latinos, que llegaron a las Américas
como conquistadores. Y con los Welser
llegaron otros caballeros alemanes: Ambrosio
Alfinger,
Jorge
Spira
y Felipe
von Hutten,
entre otros.
Alfinger
fue nombrado por Carlos
I
como primer Gobernador y Capitán General de la recién descubierta
Provincia de Venezuela, en representación de la poderosa familia
Welser
que
tenía los derechos de colonización.
Pero
evidentemente aquellos alemanes no tenían intención de colonizar.
Todo su afán era el de reunir riquezas a costa de cualquier cosa y
sobre todo, a base de un trato de extremada crueldad con los nativos,
los cuales a veces se les revolvían.
El mal trato a
los indígenas era cosa habitual, pues casi no tenían consideración
de seres humanos y las historias que se cuentan son capaces de
avergonzar al más canalla de los mortales, pero lo que se ha
difundido como parte de aquella leyenda negra, protagonizada por los
españoles, es necesario ampliarla con todos aquellos otros
ciudadanos de otras naciones que hicieron acto de presencia en el
continente recién descubierto.
En este caso,
Alfinger,
era un caballero teutón. Luterano convencido, para más señas.
Cuando en sus
andanzas por las inhóspitas tierras del interior, vio que sus
huestes mermaban a causa de las enfermedades, las escaramuzas con los
nativos y los ataques de las fieras, envió a uno de sus capitanes,
Íñigo
de Vasconia,
para que con veinticinco soldados y varios porteadores indios,
regresara a las colonias con el fin de reclutar soldados.
Para hacer más
atractiva la aventura de enrolarse como soldado, conociendo Alfinger
la codicia y la debilidad humana, encomendó al capitán Vasconia,
un pequeño tesoro, consistente en el oro que había ido reuniendo y
que se calculaba en unos sesenta mil pesos.
Ambrosio
Alfinger
Pero Vasconia
y su gente no encontraron el camino de regreso y empezaron a vagar,
perdidos, por las intrincadas selvas del Orinoco. Tan grande era su
estado de desesperación que acabadas las vituallas que para el
regreso llevaban, no dudaron en comerse, uno a uno, a los porteadores
indios.
Por cierto que
al decir que a los conquistadores los acompañaban indios, como
porteadores, o como guías, es de significar que no lo hacían por
propia voluntad, sino que era muy a la fuerza, hasta el extremo de
que esos porteadores o guías iban encadenados, en una larga hilera,
con cepos al cuello que les impedía escapar y que además hacía muy
liviana la vigilancia del colectivo de carga, pues un soldado al
principio de la hilera y otro al final, eran suficiente para
controlarlos.
Fue muy
celebrado entre los conquistadores, en este caso los alemanes, el
sistema que a uno de aquellos soldados se le ocurrió cuando un indio
moría en la hilera, o cuando desfallecía y que era no parar para
desatarlo y dejarle morir a un lado del camino, sino cortarle la
cabeza, zafándolo así del cepo y dejando en el camino la cabeza por
un lado y el cuerpo por el otro, con lo que la marcha no se detenía,
además de que alejaba las intenciones de aquellos que quisieran
fingir cansancio.
Luego de comerse
el último de aquellos pobres infelices, viendo que eran incapaces de
encontrar el camino, decidieron enterrar el tesoro de Alfinger
y después de hacerlo en un lugar bien señalado y del que levantaron
un mapa, viéndose en el peligro que de continuar juntos acabarían
devorándose entre ellos, decidieron coger cada uno por distinto
camino.
Es evidente que
alguno debió volver a la civilización y por eso conocemos esta
historia que relata Fray
Pedro Simón,
que llegó a las Américas un siglo después del descubrimiento y se
dedicó a recopilar un extenso material informativo, cuando todavía
estaban frescos en la memoria los recuerdos de aquellos aventureros.
Dice el fraile
que un soldado llamado Francisco
Martín,
tras vivir varios años con una tribu de indígenas que le dio su
acogida, pudo regresar a la civilización y contar esa historia.
Tras muchas
correrías en las tierras de la Provincia de Venezuela, Alfinger
encontró una muerte atroz, atravesada la garganta por una flecha de
los indios caribes que durante cuatro días le supusieron una
terrible agonía.
La casa Welser
debía proveer un sustituto y así lo hizo, nombrando a Jorge
de Spira
nuevo gobernador de Venezuela.
La corona
española imponía dos condiciones, la primera de las cuales era que
sus huestes debían ser castellanos, la segunda era la obligación de
cristianizar a los indígenas para el seno de la Iglesia Católica.
La primera condición se cumplía y así, con unos cuatrocientos
hombres entre infantería y caballería, embarcaron rumbo a America
donde la expedición de Spira
llegó en febrero de 1534.
Pero en su afán
de riquezas, cristianizar no entraba a formar parte del juego y en
caso de difundir el credo cristiano, era desde la vertiente luterana,
lo que no podía ser bien visto por la católica monarquía española.
Fue eso lo que
al final hizo que se les retirasen los privilegios, y no los desmanes
causados entre los nativos, las riquezas subrepticiamente expropiadas
o las atrocidades cometidas por aquellos caballeros alemanes.
Para comprender
un poco la total ausencia de consideración por los valores humanos y
morales de aquella pobre gente, se puede explicar el suceso dramático
que casi cuesta la vida de uno de aquellos caballeros, al que antes
ya se ha mencionado: Felipe
von Hutten.
Éste acompañaba
a Spira
en su expedición y a la muerte de su jefe, reclamó para sí el
gobierno de la provincia de Venezuela, lo que consiguió. De
inmediato se dedicó a organizar expediciones de descubrimientos a
las tierras interiores, desde los Andes hasta el Atlántico y siempre
a la búsqueda de riquezas.
En la ciudad de
Santa
Ana del
Coro,
fundada en 1527 y conocida simplemente por Coro,
en donde se asentaron las familias de los españoles que le
acompañaban en su expedición, la tierra era poco fértil y apenas
daba para subsistir. De allí partió Hutten
y allí esperaban su regreso, pero el gobernador no daba señales de
vida. La desesperación cundía entre sus habitantes, y no porque el
gobernador estuviera desaparecido, dedicado a sus aventuras
descubridoras y sin dar señales de vida en más de cinco años, sino
porque ellos estaban hartos de pasar calamidades en aquella tierra
inhóspita. Decir que era el Gobernador, cuando durante todo ese
tiempo no se supo siquiera si continuaba vivo, es mucho decir, pero
así eran las cosas.
Que la vida en
aquellas latitudes valía bien poco, o mejor dicho: nada, era algo
totalmente aceptado y con Hutten
se da un buen ejemplo, por lo que se verá.
En una de las
escaramuzas habidas con los indios omeguas,
del interior de la selva, en la zona del río Orinoco, Hutten,
que montaba a caballo, recibió un lanzazo en la axila, por la
abertura de la coraza que portaba. La herida era de extrema gravedad
y el “sanitario” que llevaba la expedición, no tenía mucha idea
de cómo podría curar a su señor.
Diego
Montes
se llamaba el soldado que cuidaba de los heridos con escasa ciencia,
pero no poco ingenio, porque al no saber qué hacer, consultó con su
jefe si le parecía oportuno que subieran a caballo a alguno de los
indios que les acompañaban, le colocaran la coraza del gobernador y
le dieran un lanzazo igual que el que había sufrido Hutten,
para que así pudiera él examinar la herida en profundidad y saber
cómo curarle.
Y lo que nos
parece una atrocidad, es lo que hicieron. Lógicamente el indio murió;
no del lanzazo, sino de la “curación” que Montes
le aplicó, pero sirvió para que supiera qué órganos había
afectado y como lo podría curar.
El gobernador
salió de aquella y continuó su aventura particular, pero en la
ciudad de Coro
se
empezó a desesperar la gente y como quiera que estaban sin gobierno,
la Real
Audiencia de Santo Domingo,
nombró como gobernador interino a Juan
de Carvajal
que se desplazó a la provincia de Venezuela, comprobando la
situación de aquellos colonos.
Carvajal
había estado ya en Coro
como administrador real y conocía la situación, así que buscó
mejores tierras en una fértil vega y en 1534 funda la ciudad de El
Tocuyo,
a la que se lleva a aquellos familiares de los soldados que lo desean
y en donde pronto adquieren cierto bienestar, pues la tierra daba
frutos para alimentarlos.
Pero quiere la
fortuna que aparezca Hutten
y reclame para sí los derechos de constitución de la ciudad,
entrando en liza con Juan
de Carvajal
que tras varias escaramuzas entre sus gentes y las del alemán,
ordena que lo decapiten, así como a un hijo de los Welser
y tres caballeros españoles.
Felipe
von Hutten
Poco le dura la
satisfacción de la victoria a Carvajal,
pues la Real
Audiencia de Santo Domingo
no encuentra justificación a ese ajusticiamiento y envía a un
hombre fuerte, Juan
Pérez de Tolosa
para que lo enjuicie.
Un mes después
es juzgado y encontrado culpable. Condenado a la horca, es ejecutado, en la misma ciudad que fundó, el día 17 de septiembre de 1546.
Cuenta la
leyenda que en la plaza del pueblo de El
Tocuyo,
en la rama de una ceiba, fue ahorcado y el árbol, que a día de hoy
aún existe, es llamado “La
Ceiba de Carvajal”.
La crueldad de ensartar a un pobre
nativo para aprender de sus heridas puede sorprendernos, pero no es
un hecho aislado. En otra ocasión, la expedición de Hutten
consiguió atraer a unos nativos para que les proporcionasen algo de
alimento y ante la escasez de las viandas que les ofrecían: raíces
y otros vegetales, terminaron comiéndose a uno de aquellos pobres
nativos, al que asaron en una barbacoa.
Entre tanto fragor de combates, muchos
de los aventureros de las tierras americanas, caían heridos de
flechas, pedradas y lanzazos, mientras no tenían a mano casi ningún
medio de cura. La mayor parte de las heridas se infectaban y
terminaban produciendo la muerte, por lo que era costumbre el
secarlas con pólvora, que se quemaba sobre la misma lesión, o
cauterizarla a fuego, sirviéndose de un hierro al rojo vivo.
Pero a veces la pólvora escaseaba y
no se podía desperdiciar en restañar heridas, así que se curaban
por otros procedimientos como la grasa de animal hirviendo, que
derramada sobre la lesión, evitaba las posteriores infecciones.
Pero a veces no había animales a los
que extraer la grasa, por lo que se recurría a lo que se dio en
llamarse el “unto del
indio”.
Lo cuenta Bernal
Díaz del Castillo en
su Verdadera Historia de la conquista de la Nueva España:
“y quemamos
las heridas a los demás y a los caballos, con el unto del indio…”
Para obtener la
grasa de los cuerpos de los indios muertos en combate, se les
arrojaba a la hoguera y se esperaba a que la grasa empezara a salir,
se recogía y se almacenaba para usarla posteriormente en cauterizar
heridas de soldados y de caballerías.
Si el indio
estaba muerto, sería como una especie de incineración a lo bárbaro,
pero sin dolor, el matiz está en que a veces los arrojados al fuego
eran heridos o moribundos.
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