Publicado el 18 de julio de 2010
Porque no hubo un cura al que se
conociera como “El Cura
Merino”, sino dos y
además, fueron contemporáneos.
Los dos fueron personas extrañas y
ambos se extralimitaron en su sagrado ministerio. Pero uno llegó
mucho más lejos que el otro. Vayamos por parte y empecemos por el
que nació antes.
Se llamaba Jerónimo
Merino Cob y nació el
30 de septiembre del año 1769 en un pueblecito de la provincia de
Burgos llamado Villoviado,
que en la actualidad tiene una población de treinta y dos
habitantes, pero que conoció tiempos mejores.
Fue el segundo hijo de Nicolás Merino
y Antonia Cob, labradores pero de cierta buena posición, que
tuvieron otros once hijos. Tras realizar los primeros estudios en
Villoviado,
fue enviado a Lerma, ciudad muy importante en aquella época y que
estaba próxima a su pueblo, para que estudiase latín, pero la
muerte repentina de su hermano mayor, le obligó a volver al pueblo
para ayudar en las labores agrícolas de la familia.
Su interés por el latín y por la
cultura en general, le llevó a trabar una gran amistad con el cura
párroco, don Basilio, el cual falleció cuando Jerónimo
tenía veintiún años, produciendo en el joven una gran
consternación.
Con la ayuda inestimable del párroco
de Covarrubias, villa también relativamente cercana, el cual era muy
amigo de don Basilio y por tanto conocía bien a Merino,
convencen a los padres del joven para que le permitan continuar sus
estudios y ordenarse sacerdote, cosa que consigue en un tiempo
record, pues en pocos meses cantaba misa en la parroquia de su
pueblo, a donde fue destinado por el obispado de Burgos.
Aunque la iglesia propugnaba la amplia
formación humanística de sus sacerdotes, tal como el Concilio de
Trento había impuesto, es indudable que la falta de vocaciones hacía
que se seleccionase poco al personal y se le diese el lustre justo y
así, los conocimientos de latín, que ya poseía y otros pocos que
sobre teología le imbuyera el párroco de Covarrubias, hicieron el
milagro de fabricar un sacerdote en menos de dos años.
Grabado
del Cura Merino
“Cura de misa y olla”, era un
dicho con el que se retrataba a la clase sacerdotal de la época y
con el se quería expresar el quehacer del sacerdote que se limitaba
a decir las misas y a saciar su apetito
Su vida transcurre monótona, dedicado
a la oración y al estudio hasta que se produce la invasión
napoleónica, en la que el joven sacerdote se ve obligado a pasar por
un trance que le producirá una marca de la que será incapaz de
desligarse.
El 16 de enero de 1808, un
destacamento de cazadores del ejército francés pasó por el pueblo,
en donde acampó. Luego, el capitán de los franceses, por falta de
bestias de carga con las que transportar su impedimenta, obligó a
varios vecinos del pueblo y entre ellos al párroco Merino
a que cargasen con las vituallas de sus tropas y las transportasen
hasta la ciudad de Lerma, que estaba a unos diez kilómetros
aproximadamente.
Para un hombre de la iglesia, altivo y
arrogante además, aquella ofensa fue intolerable y aunque protestó
ante los oficiales franceses, no le hicieron ningún caso y Jerónimo
tuvo que cargar como los demás.
Los franceses consiguieron un
porteador gratis que les juró venganza hasta la muerte y lo que se
ahorraron en el porte lo pagaron con creces, pues el Cura
Merino, ni corto ni
perezoso, dejó momentáneamente los hábitos y tomó las armas,
comenzando a hostigar a las patrullas francesas que circulaban tanto
por el Camino Real, de Valladolid a Burgos, como las que andaban
despistadas por las veredas de la comarca.
No sabemos qué hizo mientras tanto
con las virtudes que deben adornar a un sacerdote, posiblemente las
guardó junto con las ropas talares, pues mató y robó a sus
víctimas, sin el más mínimo escrúpulo ni atisbo de
arrepentimiento.
Al principio, salió al monte con su
criado, luego empezó a acompañarle su sobrino, más tarde y
conforme su fama se va consolidando, algunos vecinos del pueblo se
unieron a la causa y por último, tuvo que poner coto a la llegada
masiva de hombres que querían unírsele para combatir al gabacho.
Hay poca documentación sobre la
persona de este cura tan particular que en alguna ocasión fue
descrito como delgado y nervioso, silencioso y austero en todas sus
costumbres, que no dormía más de tres o cuatro horas diarias y que
cautivaba con su mirada ardiente. Tenía la idea de que Dios había
creado al hombre como centro de toda su obra y que por tanto éste no
debía inclinarse ante nadie ni ante nada.
Combatió al lado de otro personaje
emblemático de la Guerra de la Independencia: José Martín, El
Empecinado y juntos
alcanzaron grandes triunfos contra las tropas francesas, hasta el
punto de que el cura fue nombrado Coronel, cuando tras una emboscada
a un convoy francés que se dirigía a Ciudad Rodrigo, en la
provincia de Salamanca, consiguió arrebatarles pólvora, cañones,
fusiles y todo cuanto llevaban, que repartió entre las partidas de
guerrilleros que asediaban a las tropas francesas.
En 1812 se trasladó a Cataluña, en
donde fue nombrado Brigadier, volviendo a Burgos como Gobernador
Militar, hasta el año 1814, en que vuelve al seno de la Iglesia,
coincidiendo con el regreso a España el rey Fernando
VII, el cual le concede
la Cruz Laureada de San Fernando y la Gran Cruz de Carlos III, que le
impone el Capitán General de Palencia, a donde ha sido destinado
como canónigo de la catedral.
Pero entra rápidamente en
desavenencias con la magistratura del clero y, rechazando su
canonjía, regresa a su pueblo como párroco, pero es indudable que
la verdadera vocación del Cura
Merino no eran los
hábitos, sino las armas, porque vuelve a echarse al monte al inicio
de la Primera Guerra Carlista en 1833, a la muerte del rey Fernando
VII.
Ahora las cosas no le van como antes,
pues habiendo tomado parte por el Infante Carlos María Isidro,
hermano del fallecido rey, su facción resulta derrotada una y otra
vez. El Cura Merino
tiene que refugiarse en Portugal y luego se exilia en Francia en
donde fallece en 1844, en la ciudad de Alençon, cuando contaba
setenta y cinco años.
El dos de mayo de 1968, sus restos
fueron trasladados a Lerma, en donde reposan en un mausoleo frente al
Convento de Santa Clara de la ciudad burgalesa.
Mucho se ha escrito sobre el aspecto
militar de la vida de este sacerdote y varios historiadores que han
tratado su figura, llegan a la conclusión de que fue un hombre
ordenado, que no permitía los desmanes en sus guerrillas, que
impedía los saqueos y los abusos y que formaba a su gente con una
instrucción militar que le servía para mantener una disciplina y un
orden en los combates que hicieron famosas sus actuaciones.
El otro Cura
Merino, no tiene nada
que ver con éste. ¡O tal vez sí!
Su nombre era Martín
Merino Gómez. Nació
en Arnedo, La Rioja, el año 1789, hijo de Manuel Merino y María
Gómez, tenía sesenta y tres años cuando cometió el hecho por el
que ha pasado a la historia.
Pero antes, hagamos un repaso por su
vida. A la corta edad de once años ingresó en el convento
franciscano de santo Domingo de la Calzada, en donde recibió una
esmerada educación, acorde con el lugar y con las expectativas
puestas en su persona, pues pensaba profesar los hábitos de la
orden.
Pero estalló la Guerra de la
Independencia y Martín, de temperamento inquieto y patriótico,
abandona la disciplina del convento y se marcha a luchar con las
guerrillas que pululan por toda España.
Como la resistencia más fuerte se
está ejerciendo en Andalucía, se viene hasta Sevilla en donde se
une a una partida de guerrilleros que combaten a los franceses. A
principios del asedio a la Isla de León, aparece junto a las tropas
que van a defender la ciudad, en la que permanece hasta la
promulgación de la Constitución de 1812. Luego, reingresa en el
convento franciscano de Cádiz, en donde se ordena sacerdote en 1813.
Pero sus ideas liberales y el tiempo pasado en las guerrillas, han
hecho de él un personaje extraño al que cuesta aceptar la
disciplina conventual y así, termina por exiliarse a Francia en
1819.
Regresó a España en 1821 y abandonó
los hábitos, pasando a desarrollar una vida extraña, presidida por
el talante liberal a ultranza que había ido adquiriendo y en cuyo
juego, llegó a insultar y amenazar al rey Fernando VII y a
participar en la Sublevación de la Guardia Real de 1822. Fue preso y
estuvo en la cárcel hasta 1824, en que salió amnistiado, marchando
nuevamente a Francia, en donde, al desconocerse que había abandonado
los hábitos, consigue colocarse de párroco en Burdeos. Allí
permanece hasta 1841, en que regresa a España y se coloca de
capellán en la Iglesia de San Sebastián de Madrid, situada en la
calle Atocha y que es famosa por contener los restos del insigne Lope
de Vega. En el año 1843, le tocan cinco mil duros en la lotería y
sin pensarlo dos veces, monta un negocio de préstamos a alto interés
que le acarrea no pocos conflictos, hasta que la curia madrileña,
decide trasladarlo de parroquia.
Ya entonces se revela como un
personaje intransigente, reservado, que vive en el número dos de la
calle Del Infierno, amancebado con una doméstica llamada Dominga
Castellano y que invierte todo su tiempo en charlar con un amigo cura
que le visita asiduamente y en leer a los clásicos, en lo que
destaca como un perfecto conocedor.
Es más que probable que el Cura
Merino, al que también
se le conoce como El
Apóstata, estuviese
influenciado por algún tratado de autores clásicos en los que de
alguna manera, se justificase el regicidio en determinadas
circunstancias. Un regicidio es, ni más ni menos, que matar al rey o
a la reina y eso fue lo que hizo Martín
Merino la mañana del
día 2 de febrero de 1852. En realidad no llegó a matar a nadie,
pero sí que lo intentó y si no consiguió su objetivo fue por causa
ajena a su voluntad, pues él realizó todos los actos necesarios
para que se hubiera producido el resultado que apetecía.
En el madrileño Rastro de la calle de
Curtidores, compró un cuchillo de Albacete, con funda de acero, que
cosió en el interior de su hábito y, despidiendo a su sierva hasta
la noche, marchó hacia el Palacio Real, en donde, vestido con sus
ropas sacerdotales, no le resultó complicado introducirse. Allí
esperó que la reina Isabel II que, tras haber dado a luz a su hija,
salía por primera vez a la calle para recibir la aclamación
popular, regresase a Palacio y al verla, se arrodilló en su
presencia, lo que era un gesto sumamente corriente, e introduciendo
su mano entre los ropajes, sacó el cuchillo y asestó una puñalada
en el costado derecho de la reina.
Grabado
del Cura Merino tras apuñalar a la Reina.
El vestido, en terciopelo rojo,
recamado de brocados y pedrerías y el corsé de barbas de ballena
para ajustar su figura, impidieron que el cuchillo se clavase
profundamente, pero aún así, produjo una herida, aunque
superficial.
De inmediato, la guardia de
alabarderos se abalanzó sobre el sacerdote al que redujeron con la
intención de darle muerte allí mismo, pero el capitán, con buen
criterio, pensó que aquella acción debía estar respaldada por
otras personas y que era necesario descubrirlas, por lo que impidió
la muerte inmediata con la intención de interrogar al regicida y
sacarle toda la información que poseyera.
Todavía no se ha podido aclarar si
Merino
actuó solo, o si formaba parte de un complejo plan, pero en los
interrogatorios a los que fue sometido en la Cárcel del Saladero, a
la que fue inmediatamente trasladado, no reveló dato alguno que
pudiera hacer pensar en un verdadero complot.
Así la cosas, el día tres de febrero
se celebró un juicio sumarísimo en el que el Juez, don Pedro
Aurioles, le condenó a muerte al no admitir los argumentos de
enajenación mental que la defensa de su abogado, don Julián
Urquiola, esgrimía como atenuante de los hechos. El día siete de
febrero fue ajusticiado a “Garrote Vil”, según costumbre de la
época, en el cadalso instalado en las afueras de Madrid, en el
llamado Campo de Guardias, en donde se concentró un tremendo gentío
para presenciar la ceremonia.
Vestido de amarillo, con manchas de
pintura roja, tal como establecía el artículo 91 del Código Penal
vigente, fue conducido a lomos de un jumento (asno) desde la Cárcel
del Saladero, situada en la actual Plaza de Santa Bárbara, hasta el
mencionado lugar, en donde actualmente se encuentran las
instalaciones del Canal de Isabel II.
Previamente, fue desposeído de sus
dignidades eclesiásticas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario