Publicado el 1 de febrero de 2009
En el otoño del año pasado estuve unos días en Berlín. Yo no
conocía la ciudad y realmente me causó una buena impresión.
Además, tuvimos la suerte de disfrutar de unos días hermosos.
Provistos del natural guía, una chica jovencita que hablaba un
español de lo más gracioso, recorrimos la ciudad, sus monumentos y
museos, dignos de todo reconocimiento y “sufrimos” la cocina
alemana.
Recomiendo a cualquier persona que vaya a Berlín que no deje de
visitar el Museo de Pérgamo y de hacer el recorrido en barco por el
Spree.
Pero lo que realmente impresiona de Berlín, incluso después de que
ya no exista, es la muralla que durante décadas separó las dos
partes de la ciudad. Todavía se conservan trozos que han quedado en
pie para el recuerdo. Es para pensar detenidamente de qué manera una
muralla puede condicionar la vida de las personas.
Y haciendo estas reflexiones, se me ocurrió hacer un recorrido por
las murallas más famosas de cuantas existen. El itinerario es
complicado, pues en España tenemos muchas y muy bien conservadas
murallas. En Castilla, donde viví algunos años, cada ciudad que se
precie, puede presumir de su recinto amurallado y algunas, como
Ávila, exhibir sus murallas como un verdadero trofeo de la historia.
Pero, sin ánimo de ser excluyente, creo que las tres murallas que
más han influido en su tiempo y en la historia en general son: La
Muralla China, La Muralla de Adriano y El Muro de Berlín.
Así, colocadas en orden cronológico y no de importancia, hemos de
empezar por la más antigua y la más grande. Tanto, que decían que
era la única obra humana de La Tierra que podía observarse desde el
espacio. Esto no resultó verdad, pero así se había hecho creer
desde 1938, con la publicación de un libro del periodista
Halliburton llamado Segundo libro de las
Maravillas y en el que se aseguraba tal cosa. No fue hasta
que los viajes espaciales pusieron al hombre en órbita, cuando se
comprobó la falsedad de tal aseveración.
La Gran Muralla China, no es una muralla; en realidad
son muchas murallas que fueron construidas por los señores feudales
en los siglos IV y III antes de nuestra Era. La finalidad de las
murallas que los poderosos señores de la guerra construían, era la
de defenderse entre ellos y defenderse de las hordas del norte:
mongoles, hunos y otros pueblos nómadas que entraban en correrías
por toda China apoderándose de cuanto les caía a mano, sobre todo
del ganado. Esta parte de la historia de China se conoce como de Los
Reinos Combatientes y ocupa más de dos siglos hasta que en
221 antes de Cristo, la dinastía Quin, consiguió
unificar el país. Fue en ese momento cuando el emperador comprendió
la utilidad de las Murallas y decidió unir todos los trozos que cada
señor feudal había construido, consiguiendo una muralla de
dimensiones extraordinarias.
Pero no terminó ahí la construcción de tan inmensa obra pues, por
más de mil años, los sucesivos emperadores la fueron aumentando.
Fue la dinastía Ming, famosa por las porcelanas, que
gobernó el país hasta el siglo XVII, la que hizo las mayores obras,
quedando como se conserva en la actualidad.
Aunque era una obra de defensa, tenía otros usos, pues entre sus
almenas se construyó una calzada de casi cinco metros de ancho, por
la que transitaban los ciudadanos con sus carros y sus animales.
La obra es de unas dimensiones que asusta. Tiene casi siete mil
kilómetros de longitud que recorren desde la frontera con Corea, por
el Este, hasta el desierto de Gobi, en la China central. No siempre
su trazado es en línea y muchas veces se ramifica aglutinando los
trozos aislados construidos en sus principios.
Su altura oscila alrededor de los ocho metros y su anchura es de seis
metros en su base y entre cuatro y cinco en la calzada superior. Está
totalmente almenada y cada cierta distancia tenía unos fortines
defensivos que a la vez eran torres de vigilancia que se usaban como
una especie de telégrafo óptico, para dar aviso ante las invasiones
o cualquier otro peligro. Para el pueblo chino, circular por la
Muralla era muy cómodo y seguro, a salvo de bandidos y salteadores
de caminos que solían actuar en las encrucijadas y parajes desiertos.
Los materiales para su construcción eran los que más a manos se
tenían y así se confunden las piedras calizas, con los granitos,
ladrillos y cualquier material útil. La técnica empleada en su
construcción era formando dos paramentos de anchura considerable,
entre los que se hacía un relleno de tierra, escombros e incluso los
cuerpos de los obreros y las bestias que sucumbían ante el agotador
trabajo.
La Gran Muralla con torre de defensa, cerca de
Pekín
Sobre esta muralla y el fanatismo de un pueblo como el chino, pesa el haber sido la chispa que incendió una revolución conocida como la de los Boxer, ocurrida en China, contra las embajadas extranjeras en el verano de 1900.
El hecho, en el que se inspira la famosa película 55 en Pekín, fue un alzamiento popular contra los extranjeros y sus embajadas que se inició el 22 de junio de aquel año como consecuencia de que se propagó la noticia de que una empresa de construcciones de Nueva York había desplazado a China a una comisión de expertos con la misión de estudiar la demolición de la famosa muralla, dando así inicio, de una manera simbólica, a la apertura del país al resto del mundo.
La noticia que desató aquella sangrienta revuelta no era más que un bulo inventado por cuatro periodistas de Denver de visita en China que acordaron publicarla en los cuatro periódicos de su ciudad. Las agencia de prensa la distribuyeron al mundo entero con el funesto resultado ya expuesto.
La otra muralla, mucho más desconocida, es la de Adriano, entre la actual Inglaterra y el País de Gales.
El hecho, en el que se inspira la famosa película 55 en Pekín, fue un alzamiento popular contra los extranjeros y sus embajadas que se inició el 22 de junio de aquel año como consecuencia de que se propagó la noticia de que una empresa de construcciones de Nueva York había desplazado a China a una comisión de expertos con la misión de estudiar la demolición de la famosa muralla, dando así inicio, de una manera simbólica, a la apertura del país al resto del mundo.
La noticia que desató aquella sangrienta revuelta no era más que un bulo inventado por cuatro periodistas de Denver de visita en China que acordaron publicarla en los cuatro periódicos de su ciudad. Las agencia de prensa la distribuyeron al mundo entero con el funesto resultado ya expuesto.
La otra muralla, mucho más desconocida, es la de Adriano, entre la actual Inglaterra y el País de Gales.
Desconocida a efectos generales, tuvo una importancia extrema en la
vida de la naciente Britannia, nombre con el que los
romanos designaron a la isla que conocemos como Gran Bretaña. La
muralla de Adriano suponía el fin del territorio en el que se
ejercía la denominada Pax Romana y el comienzo de la
tierra de tinieblas, del mundo de los bárbaros, los pueblos
indómitos que asediaban constantemente a Roma y que terminaron por
hacerla sucumbir.
Bárbaro no quiere decir otra cosa que extranjero, no lo que a veces
pensamos que esta palabra expresa y extranjero era todo aquel que no
era cívites (ciudadano romano). Por tanto, había
mucho más extranjero que ciudadano romano, como es natural, aunque
Roma significaba todo el mundo civilizado.
Adriano, quizás el mejor emperador que tuvo el
Imperio, nació en España, en Itálica, en enero del año 76 para
ser más concreto. Pertenecía a la familia de los Antoninos,
que llegó al “imperium” primero con Nerva,
luego con Trajano, otro hispano, después con Adriano
y más tarde con Antonino Pío. Fue la más brillante
saga de emperadores y contó con alguno de la altura de Marco
Aurelio, tenido por persona sabia.
Adriano visitó la Isla de Britannia en
122 y pudo comprobar el enorme desgaste que acarreaba a su ejército
las constantes escaramuzas con los bárbaros del norte. Para
consolidar la posición, mandó construir una muralla que dividiese
la isla en dos, desde el estuario del río Tyne, en el Mar del Norte,
por el Este, hasta el Golfo de Solway, en el Mar de Irlanda, por el
Oeste.
Ciento diecisiete kilómetros de muralla en la parte más angosta de
la isla que estaba bajo dominio romano. Ciento diecisiete kilómetros
de sillares de piedra, formando un muro de entre dos y medio y tres
metros de ancho y casi cuatro de altura en algunos puntos.
La muralla se construyó en diez años y al obstáculo físico que ya
suponía, se le agregó un foso por la parte norte y una calzada por
el sur, además de que fue jalonada de fortines en los que se
alojaban las guarniciones que defendían el “limes”.
Muralla de Adriano
Su capacidad defensiva fue pronto reconocida y asumida por el sucesor
de Adriano, Antonio Pío que ordenó
levantar otra muralla ciento sesenta kilómetros más al norte. Esta
nueva muralla se construyó entre los años 140 y 142 y tenia
solamente cincuenta y ocho kilómetros. En teoría, paralela a la de
Adriano, llegaba desde el estuario del río Clyde,
cerca de Glasgow, en el Mar de Irlanda, hasta el del río Forth, en
el Mar del Norte.
Su construcción no fue igual de sólida que la Muralla de Adriano.
Ésta se hizo con tierra prensada y algunos elementos sólidos para
compactarla. Se incluyeron el foso y la calzada, pero en ningún caso
proporcionaba la protección que su hermana del sur ofrecía.
Al morir Antonio Pío, en 164, fue abandonada y los
defensores se replegaron en la antigua Muralla de Adriano.
Mapa en el que se aprecia el trazado de ambas
murallas
La muralla se conservó bien en algunos trozos, pero gran parte de
ella fue desmontada por los vecinos de las zonas, que con sus
sillares, construyeron sus propias casas.
En 1987 fue declarada Patrimonio de la Humanidad, lo mismo que la
Muralla China. Es muy visitada y dicen los británicos que lo que el
tiempo y las guerras no fueron capaces de destruir, lo están
consiguiendo los turistas.
La tercera no merece el nombre de muralla, es más bien un muro y no
constituye ninguna obra de la que nadie se pueda sentir orgulloso.
Después de la reunión de Viena entre Kennedy y
Kruschev, mandatarios americano y soviético,
respectivamente, se vio claramente que la entonces URSS no deseaba
terminar la Segunda Guerra Mundial. Se había declarado la Guerra
Fría y en ella se iba a permanecer por espacio de mucho
tiempo. El centro de todo el conflicto estaba en Alemania, en su
capital, Berlín, ocupada por las fuerzas del Pacto de Varsovia, por
un lado y la de las potencias aliadas por el otro (Estados Unidos,
Francia y Gran Bretaña).
Berlín está dividido en dos zonas, pero la permeabilidad de la
frontera hace que desde la República Democrática, nombre con el que
se conoce a la Alemania ocupada por la URSS, la fuga de personas
hacia el otro lado, la República Federal, sea constante.
El doce de agosto de 1961, el Consejo de Ministros de la RDA, aprobó
la construcción de un muro que separase ambas zonas de la capital.
En la noche del doce al trece, es decir, ese mismo día, se construyó
el muro en su totalidad, dejando algunos puntos abiertos, pero
fuertemente protegidos por la Policía y el Ejército. Ciento doce
kilómetros de muro de cemento de tres metros y medio de altura y
coronado de alambre de espinos, no es obra baladí.
En realidad el Muro de Berlín no era sino la desfachatez provocadora
de extender el llamado Telón de Acero, que enmarcaba a los firmantes
del Pacto de Varsovia y que nosotros llamábamos Países Satélites,
hasta las mismas narices de los que fueron aliados de URSS y que
ahora estaban enfrente.
Los servicios secretos alemanes tenían constancia de que algo se
fraguaba y dos meses antes, el quince de junio, Walter
Ulbricht, Presidente del Consejo de Estado de la RDA, a
preguntas de una periodista acerca de la posible separación
definitiva de las dos zonas de Berlín, negó tajantemente dicha
afirmación, manifestando que: “nadie tiene la motivación de
erigir un muro”. Fue el primero en usar la palabra.
Quince mil soldados del Pacto de Varsovia se desplegaron en la
frontera, esperando un posible ataque aliado, que no se produjo ni
entonces, ni nunca.
Construir el muro en una noche supone una planificación larga, un
desplazamiento de material y mano de obra, una logística importante
y una intendencia aún mayor.
Pero ni siquiera el muro fue capaz de cortar las fugas de personas
ansiosas de libertad. Coronado de alambre de espino, fue asaltado en
numerosas ocasiones y aunque no hay estadísticas sobre el paso
clandestino de personas, por razonas obvias de seguridad que en la
fecha se observaban, muchos fueron los que lo consiguieron. Recuerdo,
como si lo estuviera viendo, una filmación de los años sesenta en
las que se veía a una mujer joven correr hacia el hueco que en las
alambradas habían practicado unas personas que deseaban fugarse,
alguna de las cuales ya se veían al otro lado. La chica corría
contra los alambres y se colaba por el hueco, no sin engancharse
terriblemente en muchas de las púas que le destrozaron la cara y
otras partes de su cuerpo. La desesperación de aquella persona por
alcanzar la libertad, dio varias veces la vuelta al mundo.
El muro fue retocado en varias ocasiones, sustituyéndose en parte
por placas de hormigón armado, prefabricadas, pero ni el más
resistente de los cementos consiguió mantenerlo en pie y la noche
del nueve al diez de noviembre de 1989, fue simbólicamente abatido.
La Perestroika de Gorbachov dio el pistoletazo de
salida y al aflojar la presión ejercida por la URSS, la
descomposición de los regímenes totalitarios del Este no pudo
aguantar más y tras caer Polonia, la primera de todas ellas, gracias
al movimiento obrero Solidaridad, lo hicieron Hungría, Alemania del
Este, Bulgaria, Checoslovaquia, Rumanía, Albania, Yugoslavia (por
ese orden), que formaban los llamados Países Satélites, y el largo
etcétera de las Repúblicas que conformaban la URSS (Letonia
Estonia, Lituania, Georgia, Moldavia, Ucrania…).
Se acabó la Guerra Fría y se volatilizó el Comunismo.
También van turistas a contemplar el Muro y, el que puede, se trae
un trae un trozo a casa. En la librería que tengo situada frente a
la mesa en la que escribo, hay una fotografía de mi mujer delante de
uno de los trozos del muro que continúan de pie y una piedra
arrancada de aquella infame pared, a los pies de la fotografía.
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