Publicado el 24 de agosto de 2008
Acaban de cumplirse cien años de uno de los hechos más sorprendente
y sobrecogedores de los que se tienen noticia.
Ocurrió la mañana del 30 de junio de 1908 en un lugar en el centro
de la Siberia rusa, junto al río Tunguska. A las siete
horas, diecisiete minutos, cuando ya había amanecido horas antes,
como suele ocurrir en el verano septentrional, los habitantes de la
zona observaron en el cielo una enorme luz azulada “mil veces
más brillante que el Sol”. La luz, o bola de fuego, como
otros la describieron, viajaba por el cielo a una velocidad
increíble, acercándose a la superficie de la tierra. De pronto se
oyó una tremenda explosión y una gran nube, con forma de hongo,
ascendió hacia el cielo.
Los viajeros del Tren Transiberiano que viajaba a algunos centenares
de kilómetros del lugar, fueron testigos de excepción. El
maquinista al observar el extraño fenómeno, aplicó los frenos
bruscamente. Luego, una enorme y lejana explosión sacudió el tren
como si fuera de juguete.
Un temblor de tierra se hizo sentir en toda Rusia, a la vez que
algunos otros observatorios astronómicos y meteorológicos de
diferentes y distantes partes del Mundo, registraron el
acontecimiento.
Una nube oscura subió a más de veinticinco kilómetros. Durante
varios días después, en toda Rusia, y hasta en San Francisco o
Londres, se hicieron notar las llamadas “noches blancas”,
una intensa luminosidad nocturna que permitía leer de noche sin
ayuda de luz artificial.
¿Qué había ocurrido? ¿Dónde se había producido exactamente
aquel extraño fenómeno?
Lo abrupto de la zona, hacía el lugar casi inaccesible. Apenas
algunos habitantes, personas pertenecientes a las tribus nómadas de
los “tunguses”, que dieron nombre a la región,
vivían del pastoreo desperdigados por la desierta taiga siberiana.
Lejos de despertar expectación, terror, incertidumbre, o convertirse
en noticia, para Rusia el acontecimiento pasó casi desapercibido y
más eco encontró fuera del país, cuyo gobierno no autorizó la
entrada de ninguna expedición que se propusiera aclarar lo sucedido.
Hubieron de pasar muchos años y por medio la Primera Guerra Mundial,
para que alguien del interior de la entonces Unión Soviética se
interesase por el tema e iniciase una investigación seria. Este
alguien fue Leonid Kulik, un minerólogo soviético que
en 1927 se desplazó a la región de Tunguska en busca
de las pruebas de la explosión.
Llegó en tren hasta Vanavara, desde donde se desplazó
en trineo hasta la región de Tunguska y luego, a
caballo, hasta el lugar en que se había producido la explosión. Aún
residían en la zona algunas personas que había sido testigos
presenciales del acontecimiento y, con las lagunas normales que el
paso del tiempo produce, fueron relatando a Kulik lo
que observaron aquella mañana del verano de 1908.
Como experto en minas que era el científico soviético, a Kulik
le podía más su afán por encontrar hierro meteórico que descubrir
la causa del desastre.
En las conclusiones a las que Kulik llegó figuran las
declaraciones de personas, testigos personales o de oídas y
fotografías de la zona, en la que, a pesar del paso del tiempo, se
aprecia una enorme devastación. Los testigos afirmaron que vieron
una bola de fuego entrar en la atmósfera terrestre y que, a una
altura considerable del suelo, esta bola hizo explosión, produciendo
una luz y un estruendo como los ya relatados.
Kulik, ayudado por guías, logró localizar el
epicentro del fenómeno. Un lugar en el que la inmensa mayoría de
los árboles aparecían tumbados en todas las direcciones, pero
guardando un perfecto orden, mientras que unos pocos permanecían de
pie, calcinados, pero enhiestos.
Lo primero que sorprendió a Kulik fue no encontrar el
cráter que, por descontado, estaba buscando y que se habría
producido como consecuencia del enorme impacto de un meteorito, que
hizo temblar la tierra. Esta circunstancia le hace pensar que, tal
como describieron los testigos, la bola de fuego explotó en el aire,
antes de chocar con el suelo y se desintegró totalmente; pues además
de no haber cráter, tampoco había resto alguno que indicara ser
residuo del meteorito que viajaba por el espacio. Kulik
realizó mediciones para reflejarlas en su informe destacando que
en un radio de 30 kilómetros, todos los árboles habían sido
derribados y calcinados. Los metales se habían fundido y los
animales existentes en la taiga habían simplemente desaparecido.
Fotografías tomada por
Kulik
A sesenta y cinco kilómetros del lugar llamado epicentro, una pareja
de “tunguses” que avistó el fenómeno y observó
la explosión, salieron despedidos por la fuerza de la onda
expansiva. El suelo tembló y parte de sus casas, cabañas de
troncos, se derribaron. A mil kilómetros de distancia se había
visto el resplandor de la explosión. El resultado final eran más de
dos mil kilómetros cuadrados de devastación.
Pero las causas continuaban sin aclararse. En 1930, unos astrónomos
ofrecieron la hipótesis de que se trataba de un cometa que entró en
la atmósfera terrestre, pero un cometa suele ser una bola de polvo,
gas e hielo espacial a la que sigue una estela. La mayoría de los
cometas no son visibles a simple vista y no presentan las
características descritas por los testigos.
La siguiente hipótesis fue el choque de la tierra con un “mini
agujero negro”, lugar de antimateria y antigravedad, que
tampoco era explicable, porque de ser así, el “agujero
negro”, habría seguido su marcha atravesando el globo
terrestre y saliendo por el Atlántico.
Con la llegada de las noticias de los primeros avistamientos OVNIS,
se especuló sobre la explosión de uno de estos objetos que fuera
propulsado por energía nuclear. Pero una explosión, que alcanzó
una magnitud entre quince y treinta megatones (centenares de bombas
como la de Hiroshima) habría dejado unos restos de radioactividad en
la zona que no eran apreciables.
Desde que Kulik abrió la caja de los truenos, se
produjeron numerosas expediciones más y desde 1963 hasta ahora, han
sido más de cuarenta, casi todas dirigidas por el científico
soviético Nikolai Vasiliev, de la Academia Soviética
de Ciencias, con la singularidad de que se ha permitido la
incorporación de científicos americanos, japoneses, alemanes y de
muchas otras nacionalidades. Con medios modernos, se ha rastreado la
zona desde el aire y se han analizado los suelos. La aplicación de
procedimientos científicos, mas efectivos que la propia observación
con las conclusiones posteriores, han revelado datos que empiezan a
ser muy interesantes.
La explosión de Tunguska se ha llegado a relacionar
con algún experimento del sabio serbio, afincado en los Estados
Unidos, Nikolai Tesla, el cual en la fecha, realizaba
una expedición al Ártico y que había dicho a un amigo suyo que lo
saludaría con un destello de luz. El mismo día en que debería
producirse el saludo, ocurrió la explosión. Tesla es un científico
tan extraordinario como desconocido y sobre el que me considero
obligado a escribir algún artículo que aparecerá en breve.
En 1977 se confirma que el suelo de Tunguska contienen
ciertas partículas que son muy comunes en los meteoritos: las
contritas carbonáceas, y se empezó a especular nuevamente
con la hipótesis del cometa. En 1993, unos científicos americanos,
hablaron de un asteroide, e incluso hicieron una descripción de él:
de 30 a 50 metros de diámetro y entre 50 y 100 miles de toneladas de
peso. Por fusión de toda su masa, explotó a seis kilómetros de
altura, desintegrándose totalmente y, convirtiéndose en polvo, se
impulsó hacia el espacio, como consecuencia del brutal aumento de la
presión atmosférica.
Parece que las cosas pueden estar un poco más claras. Cometa o
asteroide, cualquiera de las dos hipótesis son plausibles, pero lo
cierto es que se han tardado muchos años en llegar a una explicación
y, sobre todo, lo alarmante es que todavía no estamos en disposición
de defendernos de otro accidente como éste, ni vamos a estarlo en un
futuro próximo. Los astrónomos escrutan el cielo en busca de
descontrolados objetos que nos puedan impactar. Algunos, los de
considerable tamaño, son advertidos y sus rumbos son trazados y
estudiados, otros, los más pequeños, son invisibles hasta que
entran en la atmósfera y por fricción pasan a la incandescencia.
Hace unos cinco años tuve ocasión de ver la entrada de un objeto
estelar, llamado “bólido” que de norte a sur,
cruzó el cielo sobre la vertical de una ciudad muy próxima a la
Bahía de Cádiz. Fue un verdadero espectáculo que me erizó el
vello al pensar en el lugar en que caería. Luego supe que esos
“bólidos” suelen ser de muy pequeño tamaño,
apenas unos centímetros, que se funden antes de llegar al suelo y
que no causan daño. ¡Si unos centímetros de materia producen un
espectáculo como el que vi, qué no serán cincuenta metros!
Dos mil kilómetros cuadrados de devastación son muchos kilómetros.
Quizás no importe si otro asteroide, cometa o lo que quiera que sea
lo que nos vuelva a caer encima, tiene la cortesía de hacerlo en la
taiga siberiana, en el desierto de Gobi, o en medio de cualquier
océano, pero ¿qué pasaría si el próximo que nos visita no tiene
esa delicadeza y decide hacerlo en Madrid, o Barcelona?
¡A correr y cochino el ultimo!
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