Publicado el 3 de abril de 2011
Al inicio de una etapa de colaboración
con este periódico, quiero antes que nada saludar efusivamente a
todos aquellos que me siguieron en las pasadas ediciones con otra
cabecera. Tras un período de descanso en esta apasionante actividad
y en el que me he dedicado de lleno a terminar una novela que estaba
escribiendo y que tenía un poco abandonada, vuelvo a retomar la
escritura de artículos en la misma línea que en las etapas
precedentes y que como algunos lectores recordarán, procura tratar
temas variados y muy aleatorios. Para iniciar este nuevo período
empiezo por un relato que, a la vez que descubre alguna circunstancia
curiosa de la historia, es también un retrato costumbrista de una
época no muy lejana vivida de cerca en nuestra provincia.
En 1879 un científico despistado
descubrió una sustancia maravillosa que ha proporcionado alegría a
mucha gente que padecen una enfermedad que se conoce como “diabetes”
y, a la vez, a otras muchas a las que facilita ayuda para mantener la
línea. O al menos eso es lo que ellas creen.
El científico se llamaba Constantín
Fahlberg y había
nacido en una ciudad rusa llamada Tambov, en el año 1850.
Era, por tanto, un joven que trabajaba
para un laboratorio que dirigía un estadounidense de ascendencia
judía, llamado Ira Remsem.
Por extraño que el descubrimiento
pudiera parecer, lo cierto es que estaba investigando sobre un
alquitrán extraído de la hulla con el que se pretendía hacer lo
que se hace normalmente con el alquitrán, asfaltar carreteras,
impermeabilizar techos, proteger las maderas, etc.
Llegó la hora de tomar el bocadillo y
Constantín,
junto con otros compañeros, se dirigió a la cafetería del
laboratorio, en donde el científico se dispuso a tomar algo parecido
a lo que hoy sería un bocadillo.
Ni por precaución, ni por higiene y
sí por despiste propio de los sabios, Constantín
no se lavó las manos y cuando estaba degustando su refrigerio,
apreció un sabor muy dulce.
Primero protestó al camarero, pero
cuando éste le aseguró que era imposible que el bocadillo llevase
azúcar, el despistado sabio, más por curiosidad que por otra cosa,
se olió las manos, apreciando un extraño aroma. Ni corto ni
perezoso se chupó los dedos, comprobando que eran éstos los que
estaban dulces.
Dejó la comida sobre la mesa y corrió
al laboratorio, en donde hizo las correspondientes comprobaciones,
llegando a la conclusión de que aquel producto con el que trabajaba
sabía dulce.
Sin habérselo propuesto había
descubierto la Sacarina, una sustancia revolucionaria que
solucionaría el problema de muchas personas que no toleran el azúcar
o que quieren reducir su consumo, pues la Sacarina es tres veces más
edulcorante y con muchas menos calorías.
Su nombre comercial es E954, con el
que aparece en multitud de productos como bebidas, alimentos
envasados de cualquier tipo, bollería industrial, etc.
Cuando sucede una cosa así, es decir,
que buscando un resultado concreto se produce otro totalmente
distinto y tan distante de lo perseguido, se denomina “serendipia”,
curiosa palabra que fue acuñada por un inglés llamado Horacio
Walpole, a raíz de un cuento persa titulado “Los
tres príncipes de Serendip”,
nombre en parsi
de la Isla de Ceilán, los cuales solucionaban sus problemas a través
de casualidades increíbles.
Bajorrelieve
en el cenotafio del científico Fahlberg
En fin, para abreviar, la serendipia
es exactamente lo mismo que cuando nosotros, de una manera mucho más
coloquial, decimos que tal o cual cosa ha salido por pura “chiripa”.
¿Y todo esto de la sacarina y la
chiripa qué tienen que ver con este artículo? Se preguntará el
lector que, si tiene un poco de paciencia, conocerá la historia.
El que me contó la contó era uno de
sus protagonista, un hombre mayor al que, casualmente, llamaban “El
Chiripa”. ¿Van
hilando?
Por aquel entonces yo estaba destinado
en la ciudad de Algeciras y una noche de invierno del año 1971,
mientras estábamos trabajando, yo como Inspector de Policía y él,
como conductor, “El
Chiripa”, un policía
viejo, resabiado y simpático como buen andaluz, me contó que él,
lo mismo que muchas personas de su entorno, se había dedicado al
negocio del contrabando en “los duros años del hambre” y antes
de ingresar en la Policía.
Como es natural, ahora nos sorprende
mucho que un policía se haya dedicado al contrabando, pero en
tiempos difíciles y, sobre todo, en la zona de la Bahía de
Algeciras, contrabandear con Gibraltar, Tánger o Ceuta, era la cosa
más natural del mundo, socialmente aceptado y legalmente ignorado.
¿Quién no fue a Algeciras o a La
Línea en los años cincuenta y sesenta a comprar impermeables “Piuma
D’oro”, faldas plisadas
de tergal, paraguas automáticos, estilográficas Parker,
bolígrafos, tabaco, mecheros de martillo y tantas y tantas cosas?
Llegabas a Algeciras, a la zona del
mercado y le preguntabas a un guardia municipal dónde vivía “La
Justa”, afamada
contrabandista, o cualquier otro, cuyo nombre te hubieran facilitado
y el propio guardia te acompañaba hasta la casa del estraperlista.
El guardia se marchaba al dejarte a la puerta, para volver luego a
recoger su comisión.
Por todos los alrededores del muelle,
la parada de autobuses o la estación del ferrocarril, había
infinidad de individuos a los que llamaban cariñosamente “los
orejas” que se
ofrecían a acompañarte a las casas en donde se vendían los
artículos de contrabando.
Y eso ocurría todavía en el año
1971, cuando supuestamente estaba cerrada la frontera con Gibraltar.
Pues bien, en aquella parte de nuestra
provincia, las reglas del juego eran otras y el contrabando o
estraperlo, que de ambas formas se llama, era una actividad de lo más
honrosa.
Me viene a la memoria la anécdota con
un ciudadano de aquella zona al que tuvimos que detener por alguna
cosa que hubiera hecho y el caballero, muy sorprendido, se hacía loa
de sí mismo, en donde se calificaba de buen ciudadano, trabajador,
honrado, padre de familia que toda su vida se había dedicado a
trabajar en el contrabando y que jamás había cometido ningún
delito. ¡Así eran las cosas!
Pues bien, El
Chiripa tenía un
socio, la madre de un amigo suyo, gitana de buen ver con la que
además, y a pesar de la diferencia de edad, mantenía un acalorado
romance, la cual llevaba un negocio de contrabando y la que lo captó
para la trabajar en su “empresa” y así poder estar más tiempo
juntos.
Entre las muchas cosas con las que
traficaban tenían un buen filón con la sacarina, que es la
verdadera protagonista de esta historia.
Se la sacaban de Gibraltar los
trabajadores que diariamente entraban a la colonia para desarrollar
las actividades más diversas y que la compraban en las farmacias y
en alguna otra tienda de alimentación. Ya en aquella época, cuando
en España productos similares venían en frasco de cristal, allí
las vendían en el envase que ahora está de moda, el “blister”.
El Chiripa y su jefa, sacaban las
pastillas de sus envases una a una y las iban guardando en una talega
de terciopelo granate que la gitana escondía celosamente, tirando a
continuación y con mucho cuidado para no ser descubiertos, los
blisters vacíos.
Cuando tenían una buena provisión,
una mañana, tomaban el autobús de “Comes” y se marchaban a
Jerez, con la talega bien oculta para evitar los controles que la
Guardia Civil hacía de los coches que procedían de aquella zona y
que sorprendían a lo largo de todo el recorrido.
A media mañana ya estaban en Jerez y
se dirigían a varias bodegas más o menos importantes y a una, su
principal cliente, de las más famosas de la ciudad, cuyo nombre no
debo desvelar por razones obvias.
Allí los recibían cariñosamente y
cuando la gitana se sacaba de los refajos la talega de la sacarina,
el químico de la casa comprobaba la mercancía, la pesaba y pagaban
religiosamente a un precio que compensaba sobradamente todo el
esfuerzo realizado.
Pero quiso la fortuna, por alguna
razón que mi amigo desconocía, que la sacarina empezara a faltar y
a ellos, a fastidiárseles el negocio. Trataron de buscarla en
Tánger, en Ceuta y en Melilla, pero era imposible. Establecieron
contacto con Canarias, pero todo fue en vano. ¡No había sacarina en
el mercado!
Y de las bodegas los llamaban
reclamando más mercancía.
No me quedó muy claro de quien fue la
idea, pero lo cierto es que se les ocurrió fabricar ellos mismos la
sacarina y lo hicieron de la forma más sencilla.
Lo primero que hicieron fue
arrepentirse de haber tirado los envases, de manera que se pusieron
manos a la obra para conseguir algunos envases similares, aunque
fueran de otro tipo de producto, con tal que fueran pastillas
redondas. Cuando por fin lo consiguieron, empezaron con su inventiva
producción.
Para eso usaron dos productos básicos:
el azúcar y el almidón.
Compraron varios kilos de almidón y
empezaron a hacer pruebas mezclándolo con azúcar, hasta conseguir
un dulzor semejante al que tenían las pastillas que sacaban de
Gibraltar.
Para los que no hayan conocido el
almidón, sustancia que está muy en desuso, es necesario decir que
hace cincuenta años era un producto muy corriente en todas las casas
y se utilizaba para dar apresto a la ropa blanca, sobre todo a las
camisas, sábanas, etc.
Se ponía a hervir un poco de agua con
unos trozos de almidón, hasta que se derretía y se formaba una
especie de engrudo que se mezclaba con el agua del último aclarado,
que cuando se secaba, dejaba la tela como si fuera de cartón.
Pues bien, mezclando azúcar, almidón
y agua, en proporciones adecuadas, conseguían ese engrudo que,
además, resultaba dulce y con el que con paciencia infinita, iban
rellenando las cavidades de los blisters. Dejaban enfriar luego el
engrudo hasta que se formaba una pastilla que iba a la talega de la
gitana.
Ellos sabían que con aquel
procedimiento no podrían mantener el engaño por mucho tiempo, así
que se afanaron en la producción masiva de “sacarina”; mientras,
mantenían contacto con todas las bodegas del marco de Jerez que
podían, las cuales estaban faltas de suministro y empezaban a
preocuparse.
Cuando hubieron conseguido una
cantidad de pastillas que a ellos mismo les asustó, la dividieron en
partes y hablaron con un taxista que conocía El
Chiripa, el cual se
ofreció a levarlos a Jerez de madrugada, para evitar los controles
rutinarios y yendo por una ruta de pueblos que evitaran las
carreteras más transitadas.
Una vez en Jerez, fueron vendiendo su
mercancía por distintas bodegas hasta que llegaron a su principal
cliente, en donde les pidieron que esperaran, porque el químico
tenía que venir a darle el visto bueno a la mercancía.
Asustados por la posibilidad de que el
químico descubriera el fraude, esperaron pacientemente hasta que
llegó el de la bata blanca.
Sin decir palabra, la gitana se sacó
de la faltriquera dos talegas llenas a rebosar de pastillas de
almidón y azúcar.
¿De dónde la habéis sacado?, les
preguntó el químico. Ellos se miraron y la gitana le contestó con
desparpajo: Eso no se lo podemos decir, señorito.
Seguidamente el químico tomó una
pastilla y ante el pánico de los dos contrabandistas, la chupó
largamente.
Luego empezó a hacer síes con la
cabeza, mientras exclamaba: ¡Esta, esta es la buena! ¡Esta es la
auténtica sacarina! ¡La mejor que habéis traído nunca!
Se miraron sorprendidos y de inmediato
supieron que había que aprovechar la oportunidad.
Era más buena porque también era más
cara; pero eso le importaba poco al químico que dio órdenes al
departamento de administración que le pagasen lo que en ese momento
pidieron los dos compinches, que salieron de la bodega corriendo,
riendo y pensando en la cantidad de litros de vino, o de lo que
fueran a fabricar con aquellas pastillas, que tendrían que tirar
cuando el almidón se volviese a derretir y a depositarse en el fondo
de los barriles.
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