Publicado el 30 de octubre de 2011
La llama olímpica, esa que cada
cuatro años levanta tormentas polémicas cuando se desplaza por los
distintos continentes, países y ciudades, hasta llegar a su destino,
es un símbolo universal que rememora aquel latrocinio mitológico en
el que Prometeo arrebata el fuego a Zeus, para entregárselo a los
humanos.
Bajo ese símbolo, hace un montón de
siglos, empezaron a disputarse en Olimpia, los juegos deportivos más
famosos de toda la Historia.
Con la caída de las civilizaciones
clásicas, aquellos juegos desaparecieron hasta que Pierre Frèdy,
Barón de Coubertin, los volvió a instaurar en el año 1896.
Desde entonces y cada cuatro años,
salvo en 1916, 1940 y 1944, se han celebrado con mayor o menor pompa
y con mejor o peor recuerdo, como los de Alemania de 1972, acabados
en tragedia.
Pero cuando la llama olímpica se
enciende y comienzan los juegos verdaderamente, todo parece
olvidarse, es en el transcurso del recorrido de la antorcha donde se
producen las verdaderas manifestaciones, a favor y en contra, de este
evento.
En nuestra memoria está el boicot a
los juegos de Moscú de 1980, protagonizado por Estados Unidos y
argumentando la intervención rusa en Afganistán (suena de algo),
que consiguió que sesenta y cinco países se retiraran de los
juegos, cuya presencia fue la más baja de la historia moderna.
El año pasado, la carrera hacia Pekín
estuvo salteada de obstáculos por parte de muchas personas,
instituciones, y todo tipo de asociaciones que se oponían
radicalmente a que se celebraran los juegos de la democracia, como
alguien los había calificado, en un país que no tiene respeto en
absoluto por los derechos humanos de sus ciudadanos, a los que alguno
preferiría llamar sus súbditos.
Pero protestar contra todo es algo
casi inherente al ser humano y en cuanto tenemos una oportunidad nos
lanzamos a la protesta desaforada, desgañitada, inútil y vacía que
casi nunca consigue nada, ni siquiera que se hable de ella después
de haberse exteriorizado.
El hombre, con su capacidad para crear
algo tan sublime como los Juegos Olímpicos, es merecedor de mejores
logros, de genialidades que vayan más allá de colocarse una
camiseta con slogan, gritar, romper, encadenarse y, en fin toda la
variedad de actuaciones a las que nos tienen acostumbrados las
jornadas de protesta. Afortunadamente no siempre es así y de vez en
cuando, surge alguien que con finura, con elegancia, con gracia,
incluso, logra su propósito más allá de los cinco minutos de la
dudosa gloria que supone aparecer en un noticiario.
Y una cosa así ocurrió, hace ya unos
años, en los prolegómenos de los Juegos de Melbourne, de 1956 y fue
protagonizado por un estudiante australiano de veterinaria, llamado
Barry Larkin, al que no hay que confundir con el famoso jugador de
béisbol y que estudiaba en la Universidad de Saint John, de Sidney.
Barry, junto con otros siete
estudiantes, estaban en contra de que la marcha de la antorcha se
realizase por el sistema de relevos entre diversos atletas, y
alegaban que aquel sistema no era originario de los juegos modernos,
sino que había sido implantado en el año 1936 por los nazis que
gobernaban Alemania, en cuya capital, Berlín, se celebraron aquel
año los juegos.
Habían pasado veinte años y se había
celebrado dos juegos, en Londres y Helsinki, los que suspendió la II
Guerra Mundial, pero aquellos estudiantes consideraban que en la
moderna y democrática Australia no se debía seguir el modelo
iniciado en la Alemania de Hitler.
Así que se pusieron manos a la obra e
idearon una broma que aunque no alcanzó en su momento demasiada
popularidad, pues fue evidentemente silenciada, en el recuerdo de
algunos permanece.
La llama olímpica desembarcó en el
puerto de Cairos, al norte de Australia y debía recorrer el camino
hasta Melbourne, a lo largo de toda la costa oriental y en su
recorrido, llagaría a la ciudad de Sydney, la más grande e
importante del país.
Para la ciudad era todo un
acontecimiento y más de treinta mil personas se echaron a las calles
para ver llegar al atleta portador de la antorcha, el cual debería
entregársela al alcalde de la ciudad.
El atleta era un célebre esquiador
australiano llamado Harry Dillon, el cual haría entrega de la
antorcha a Patrick Hill, alcalde de la ciudad que prenunciaría unas
breves palabras y la entregaría a otro famoso atleta australiano,
Button Bert, el cual continuaría el recorrido. Centenares de
reporteros, fotógrafos y corresponsales periodísticos,
testimoniaban con su presencia y sus crónicas el emotivo momento.
Y ese momento fue el elegido por Barry
y sus amigos para gastar la mejor broma olímpica.
Antes de que Dillon, el esquiador,
llegase a la ciudad, dos estudiantes, con calzón corto y camiseta
blanca, echaron a correr tras un motorista vestido de uniforme que
pretendía ser un policía que abría camino.
Uno de los corredores llevaba en su
mano un remedo de antorcha fabricada con la pata de una silla pintada
de purpurina de color plateado, en cuyo extremo se había clavado una
lata de compota de ciruela, en cuyo interior, unos calzoncillos
usados, impregnados en gasolina, ardían como si de la verdadera
antorcha se tratara.
Los estudiantes pensaron que la broma
no podría durar mucho tiempo y empezaron a tomárselo a chanza,
incluso en los movimientos de la carrera, los calzoncillos ardiendo
cayeron al suelo, pero conforme se iban distanciando del punto en el
que los habían visto salir, el público, dispuesto en las aceras a
lo largo del recorrido, iba aceptando aquella broma como algo real.
Tanto es así que el propio Larkin empezó a tomar conciencia de que
su broma podía culminarse y realizó él, vestido de calle, el
último relevo.
El público aplaudía al paso de los
falsos atletas y el cordón policial tuvo que actuar para que no se
echasen encima del último de los relevos, el cual corría ya
escoltado por la verdadera policía hasta el ayuntamiento de la
ciudad, donde subió las escaleras de la entrada, entregando la falsa
antorcha al alcalde Patrick Hill, que la aceptó congratulado,
iniciando su discurso.
Momento
en el que Larkin sube las escaleras del Ayuntamiento
Mientras el alcalde hablaba, uno de
sus consejeros le deslizó al oído que aquella no era la antorcha
olímpica. Entonces el señor Hills miró el objeto que portaba tan
orgullosamente y vio que era la pata de una mesa y una lata con unos
calzoncillos ya completamente calcinados. Sorprendido buscó a su
alrededor a la persona que se la había entregado, pero ya el
estudiante Larkin se había diluido entre la multitud de fotógrafos
y público que rodeaban al alcalde.
Después de unos momentos de tremenda
confusión, alguien agarró la pata de la silla y la ocultó de las
cámaras, ante la risa de algunos y el estupor de muchos.
¿Cómo podía haber ocurrido aquello?
Todavía se lo estarán preguntando,
pero en aquel momento hizo su aparición el verdadero atleta con la
verdadera antorcha y el suceso se quiso disolver en el verdadero
acto.
Al día siguiente, Larkin fue
ovacionado en la Universidad, pero su verdadera identidad permaneció
en el anonimato casi dos años. Es lógico pensar que después de
aquella monumental broma, los estudiantes temieran represalias, por
lo que se ocultaron y hasta que las cosas no se hubieron olvidado, no
salieron de su osera. Fue entonces cuando Larkin confesó que él
había sido el primer sorprendido de que la broma llegara a su fin y
que tras entregar la pata de la silla al alcalde se dio la vuelta y
cogió el primer tranvía para alejarse de aquel lugar.
En el año 2000, fue Sydney la sede de
los Juegos, pero desde el alcalde de la ciudad hasta el último de
los policías y colaboradores, pusieron todo su empeño en que una
broma como aquella no volviera a repetirse.
Hoy, si alguien llegara a realizar una
broma tan simpática como la descrita, seguro que no se ocultaría
entre la multitud, reclamaría su popularidad y explicaría al mundo
entero la razón de su mordaz ironía.
Seguro que obtendría mucha más
aclamación popular que encadenándose a la verja de alguna embajada,
prendiendo fuego a contenedores o rompiendo cajeros y volcando coches
que es lo único que se les ocurre a quienes hacen una protesta.
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