Publicado el 5 de octubre de 2008
Desde la más remota antigüedad, la Luna ha fascinado
al hombre. Por encima del magnetismo físico que ejerce sobre nuestra
Tierra, siempre se ha encontrado ese otro magnetismo, mezcla de
mágico e intrigante que este cuerpo celeste despierta en los
mortales que lo ha contemplado desde el inicio de los tiempos.
Es incluso hoy, cuando se sabe todo de la Luna, cuando
se ha llegado a hollar su superficie, y seguimos prendidos del
hechizo de esa cara de luz cambiante, ¡qué no sería cuando era
imposible encontrar una explicación al carácter voluble y casi
caprichoso del satélite!
A falta de una razón lógica para construir un argumento que
justificase la existencia en el cielo de aquella bola mágica, que
iluminaba con su luz las oscuras noches de los primeros pobladores
humanos, las civilizaciones más antiguas optaron por elevar a la
categoría de dios-diosa a nuestro satélite. Qué otra cosa podría
ser, si no era una deidad, aquella figura caprichosa que cada día
ofrecía un cambio de su cara, que llegaba a desaparecer por completo
dejando la noche a oscuras, para volver a presentarse ante los
atónitos ojos de aquellos antepasados con renovado esplendor.
Selene, la llamaron los griegos, pero no fueron ellos
los que la inventaron, su divinidad venía de muchos, muchos años
atrás, tantos que se pierden en la memoria de los tiempos, en la
oscuridad de la prehistoria.
Entonces el desierto del Sahara no era tal desierto,
sino una zona verde y fértil que había sido cuna de civilizaciones.
Se piensa, por parte de los estudiosos antropólogos, que el hombre,
por primera vez desgajado completamente de sus antepasados, los
“homínidos”, pudo aparecer en África, en la zona
llamada “Depresión del Rift”, una fosa que cruza
el continente desde la costa del Índico hasta el Mediterráneo
Occidental. Desde allí, las sucesivas migraciones, van extendiendo a
los primeros humanos por todos los continentes.
Pero así como en los momentos presentes asistimos impotentes al
avance de las desertizaciones que afectan a los países más
meridionales, siglos atrás, también se produjeron progresos de las
arenas y una de estas convulsiones, efecto de algún cambio
climático, fue suficiente para convertir en erial lo que era fronda;
y el magnífico e inmenso bosque del Rift fue, desde
entonces, el desierto del Sahara. Sin culpa del hombre
y de la civilización actual; sin que necesitara de más ayudas que
las de la propia naturaleza. Sin que el agujero de ozono, el efecto
invernadero, las emisiones de CO2 y toda la basura que se vierte a la
atmósfera, como consecuencia de la civilización y el consumo de
energías no renovables, hubieran hecho aún aparición en el
panorama mundial, el vergel se convirtió en el desierto más grande
del mundo.
Sus pobladores huyeron en todas direcciones y se llevaron con ellos
sus costumbres, sus culturas y sus dioses. Unos fueron hacia el
norte, llegando hasta Grecia y Creta, otros al oeste, hasta la
península Ibérica y otros caminaron hacia el sur, buscando las
cuencas de los grandes ríos. En todas las direcciones se asentaron
los emigrantes y en todas florecieron nuevas culturas: los akanos por
el sur, alrededor del valle del Níger y la actual Ghana; egipcios,
libios, fenicios y cartagineses, en la cuenca sur y oriental del
Mediterráneo; cretenses y griegos pre-helénicos, en la cuenca norte
del Mare Nostrum.
Para todos, adoptando los más diversos nombre, la “Diosa
Luna” ocupa lugar preeminente en su religión: Ngame
para los primeros; Tanit, Neith, Astarté, Isis para
los segundos, Selene para los griegos.
El influjo de la luna, la atracción subyugadora, el magnetismo de su
volubilidad y su rostro enigmático, han convertido al satélite en
protagonista mudo, tanto de noches de amor, como de crueldad, enigma
y misterio. Mitos como la licantropía que solamente se exterioriza
en noches de luna llena han contribuido al misterio de la bola de
plata.
Ramón Gómez de la Serna, el popular inventor de una forma literaria
llamada Greguería y que consiste en la definición corta y
metafórica de las cosas, dijo de la Luna que es la “aspirina”
nocturna con que el género humano se quita el dolor de cabeza.
Esta noche hay luna llena y desde mi ventana, mientras escribo estas
líneas, puedo observar el globo iluminado en todo su esplendor y me
acuerdo de unas leyendas mitológicas precolombinas que constituyen
el argumento de este artículo.
Y son dos leyendas las que quiero contar, para lo que voy a empezar
por la más disparatada, por otra parte, ingrediente que suele
acompañar a los relatos que hacen alusión a la vida de los dioses.
A unos cuarenta kilómetros al norte de la ciudad de Méjico, se
encuentra un enclave precolombino llamado Teotihuacan,
que en tiempos fue la mayor ciudad del imperio que formaban las
culturas maya, zapoteca, tolteca, olmeca y otros
pobladores anteriores a la hegemonía azteca.
Teotihuacan. Avenida de la
Luna y el Sol
Fue en las primeras expediciones españolas a la recién descubierta
tierra, que aún no tenía nombre, cuando el padre Sahagún,
que acompañaba a los conquistadores, recogió de boca de los aztecas
una leyenda muy antigua, de las civilizaciones que los habían
precedido y que habla de la creación del Sol y de la
Luna.
Cuenta esta tradición que antes de que los días fuesen días y las
noches, noches, todo era distinto. Tanto que los dioses no estaban
conformes con su obra y se reunieron en Teotihuacan,
“La ciudad de los dioses” y se preguntaron:
¿Quienes alumbrarán el mundo?
Un dios rico y poderoso, llamado Tecuzitecalt saltó
inmediatamente, asumiendo el compromiso y se prestó a sacrificarse
para alumbrar el mundo.
¿Quien será el otro? Se preguntaron entonces los demás dioses.
Pero el ejemplo de Tecuzitecalt no cundió y los dioses
empezaron a mirar para otro lado. En vista de que no había
voluntarios para el segundo sacrificio, decidieron que un dios pobre,
llamado Nanauatzin, que tenía todo el cuerpo plagado
de bubas, horrendos bultos que afeaban su imagen, sería el elegido.
Hechas las designaciones, el dios rico, Tecuzitecalt,
ofrendó bellas plumas de Quetzal, pepitas de oro, preciosas gemas,
corales y otras cosas valiosas. El dios pobre, Nanauatzin,
ofreció cañas verdes, balas de heno, espinas de magüey y sus
propias pústulas.
Después de las ofrendas ambos se retiraron a purificarse, a orar y a
hacer penitencias. Luego, los dioses encendieron un fuego y regalaron
sus presentes a los dos dioses,
dispuestos ya al sacrificio. A Tecuzitecalt, el dios
rico, le regalaron un bello plumaje y chaqueta de lienzo, al dios
pobre, Nanauatzin, le regalaron una estola de palmas.
Luego ordenaron al dios rico que se metiera dentro del fuego, pero
Tecuzitecalt tuvo miedo y se echó para atrás. Lo
intentó de nuevo, pero otra vez le pudo el pánico y así dos veces
más. Miraron los dioses a Nanautzin y éste, sin
pensarlo dos veces se arrojó a las llamas y ardió. Avergonzado,
también se arrojó el otro dios a las llamas y ardió en ellas.
Luego entraron en el fuego el águila y el tigre y también ardieron.
Cumplido el sacrificio, los dioses se sentaron a esperar qué pasaría
y miraban continuamente hacia todos los puntos del cielo oscuro,
hasta que por oriente vieron salir a Nanautzin
convertido en Sol, que los cegó con su luz. Luego
vieron salir por occidente a Tecuzitecalt convertido en
Luna igual de brillante que el Sol. Los
dioses se enojaron al ver que ambos refulgían de forma idéntica y
uno de los dioses, cogiendo de las patas a un conejo, golpeó con él
la cara de la Luna, apagando su esplendor.
Por eso el Sol es más brillante y sale de día y la
Luna es más tenue y sale de noche, pero, y aquí la
magia obra su milagro, en su cara redonda y brillante se puede ver
con toda claridad la figura de un conejo.
Una bella leyenda; al menos amable y ensoñadora, pero aún lo es más
esta otra, también de dioses y conejos.
De entre todas las divinidades que vivieron en Teotihuacan,
destacó por su belleza y esplendor la serpiente alada, llamado
Quetzalcoalt. El dios más apuesto de cuantos hubo.
He aquí que un día, Quezalcoalt, adoptando la figura
de hombre, caminaba por la Tierra. Anduvo un día entero y cayó la
noche y siguió andando; exhausto, sediento y hambriento, se sentó a
descansar sobre una piedra, a la luz de la Luna,
cuando observó a un conejo que comía pasto (zacate en la leyenda).
El conejo lo miró y viéndolo abatido le preguntó qué le pasaba.
Quetzalcoalt lo miró amablemente y le dijo: estoy
cansado y tengo hambre.
Pues come zacate, le dijo el conejo y el dios se rió. Yo no como
yerbas, eso es para ti, yo como otras cosas, le respondió
Quetzalcoalt.
El conejo lo miró compungido y haciendo de tripas corazón le dijo:
pues si tienes tanta hambre, yo no soy más que un pobre conejo, pero
puedes comerme a mí.
El dios se quedó sorprendido del ofrecimiento de aquel ser tan
inferior y después de desecharlo, lo cogió con sus manos y lo elevó
hasta la Luna mientras le decía: tú no serás nada
más que un simple conejito, pero desde hoy, todo el mundo y para
siempre, se ha de acordar de ti. Y estampando su imagen en la
brillante bola que iluminaba el cielo, quedó dibujada la silueta de
un conejo en la plata radiante del nocturno satélite.
Desde entonces, el que observe la luna llena, verá al conejito
reflejado en ella.
¡Qué les ha parecido! Es una historia hermosa y humana, cargada de
sentimentalismo, pero es tan verdad como la Luna que
nos alumbra por las noches.
Hoy es diecisiete de julio de 2008 y hay Luna Llena.
Ya lo dije antes y quizás pareciera un recurso literario, pero no es
así. Mientras escribo estas líneas, la veo a través de mi ventana.
Me he levantado, he cogido unos prismáticos y he enfocado a la Luna.
¡Ahí está el conejo! con sus orejas enhiestas, cobrándose el
premio que le otorgó un dios agradecido.
La Luna a la que se le ha
dibujado el contorno del conejo
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