Publicado el 27 de septiembre de 2009
Siempre he sentido una gran atracción por los nombre extraños que tienen algunas cosas y entre ellos, los de las guerras. Todos conocemos batallas famosas, que solían pasar a la historia por el nombre del lugar en el que se produjeron, como la Batalla de Trafalgar, la de Bailén, Las Navas de Tolosa, o más recientemente la de Brunete o la de Stalingrado; eso es lo normal.
Pero con las guerras no ha ocurrido lo
mismo. Normalmente su nombre viene de la circunstancia que la ha
provocado y por eso se han dado algunas contienda como La Guerra del
Opio, la del Te, o la de la Oreja de Jenkins, cuyos nombres son de lo
más divertido, pero sin lugar a dudas, el nombre más original de
una guerra, es el que da título a este artículo.
La Guerra de los Pasteles
que se libró en los años 1838 y 1839, tuvo lugar entre Méjico y
Francia y es tan desconocida como intrascendente, si no fuera porque
supone para España un hecho constatable: después de cuatro siglos
de dominio español en el continente Americano, nuestra hegemonía es
sustituida por las de otras potencias europeas, sobre todo Inglaterra
y Francia.
Francia y Méjico tenían firmado una
especie de convenio o acuerdo llamado Declaraciones
Provisionales que
sentaba las bases para la normalización de unas relaciones
diplomáticas tras la independencia del país azteca. Unos disturbios
habidos en Méjico, supusieron daños para ciudadanos franceses
afincados en las tierras del Nuevo Mundo, por lo que Francia exigió
el pago de unas indemnizaciones altísimas, que Méjico no estaba
dispuesto a pagar.
Francia exigió el cumplimiento de lo
estipulado en las Declaraciones
Provisionales y Méjico
pretendió hacerse el sordo.
Para centrar mejor el tema es
necesario retroceder un poco en el tiempo y marcharnos a un momento
realmente complicado de la historia de aquel inmenso país y que
supuso la pérdida de una parte muy importante de su territorio.
Desde tiempo antes, muchos colonos
norteamericanos se habían ido asentando en un extenso territorio que
se llamaba Tejas
y que estaba al norte del Río Grande. Ese territorio pertenecía a
Méjico, pero con la ayuda de los incipientes Estados Unidos de
Norteamérica, aquellos colonos iniciaron un movimiento emancipador.
Para salvar la situación, fue llamado
el militar más prestigioso de Méjico: El general Antonio
López de Santa Anna y Pérez de Lebrón,
el cual reunió un ejército poderoso que marchó hacia el norte,
enfrentándose a los colonos tejanos, a los que derrotó en algunas
fulgurantes batallas.
Lo más conocido de esa campaña fue
la toma del fuerte de El
Álamo, acción heroica
de un puñado de colonos norteamericanos que opusieron una
resistencia férrea al poderoso ejército mejicano y que fue
inmortalizada por el cine en una famosa película del año 1960 que
dirigió el mítico John
Wayne, que también
hacía de protagonista junto a Richard
Widmark y un largo
reparto estelar. La cinta fue tan famosa por sus valores
cinematográficos como por su música, compuesta por Dimitri
Tiomkim que fue
nominado al Oscar por ese trabajo y de entre su bellísima banda
sonora destaca la canción The
Green Leaves of Summer.
El feroz asedio y la resistencia
numantina de aquellos bravos colonos, ha valido para colocar La
Batalla de El Álamo en
los libros de historia. Entre el 23 de febrero y el 6 de marzo de
1836, en que se produce el asalto final, murieron todos los
defensores y los pocos que quedaron vivos, malheridos, hambrientos y
agotados, fueron pasados a cuchillo por el ejército mejicano.
Luego de esta importante batalla, que
no sirvió para otra cosa que envalentonar al general, Santa
Anna marchó en busca
de algunas columnas de insurrectos que mandaba un Samuel
Houston, personaje que
dio nombre a la capital del actual Estado
de Tejas.
El General Santa
Anna
En algunas escaramuzas, el
aristocrático general, salió victorioso y, quizás, minusvalorando
a su adversario, quizás poseído por la gloria de sus victorias, se
quedó a esperar refuerzos junto al río San Jacinto.
Allí fue sorprendido y vencido en
veinte minutos por el ejército insurgente, hecho prisionero y
obligado a claudicar ante los rebeldes, los cuales alcanzaron la
independencia del territorio que se llamó Estado de Tejas y que era
conocido como “El de la
Estrella Solitaria”.
Esto produjo graves revueltas en
Méjico que no entendía cómo un país de cinco millones de
kilómetros cuadrados era derrotado por unos desarrapados sin
organización y además infligiendo una derrota tan humillante.
Es de significar que, en esos
momentos, Méjico llega desde lo que actualmente sería el Estado de
California, Arizona, Nuevo Méjico, y Tejas, por el norte, hasta el
Istmo de Panamá, por el sur: un país inmenso, derrotado por un
puñado de colonos apenas organizados.
Santa Anna
sufre una de las mayores afrentas de su vida militar, la cual está
jalonada de tantas otras que se le conoce despectivamente como “El
héroe de catorce derrotas”.
Pues bien, con este escenario, se
producen las algaradas callejeras de las que resultan perjudicados
todos los extranjeros asentados en el territorio mejicano, a los que
se ven con los mismos ojos de sospecha que a los colonos del norte.
Los ciudadanos franceses perjudicados,
los cuales parece que conformaban la mayoría de los extranjeros
afincados en el país, se dirigen a París para que se les protejan
sus derechos y realizan una relación interminable de los daños
sufridos, los cuales alcanzan cierto grado de alarma en la capital
francesa.
La realidad era muy otra, pero el
momento, propicio y así, de entre los damnificados por las
extraordinarias pérdidas hubo un pastelero de la Tucubaya,
llamado monsieur
Remontel, cuya
solicitud de indemnización fue mucho más allá de lo que Méjico
estaba dispuesto a pagar.
Decía este buen señor que unos
oficiales del ejército de Santa
Anna se colaron un día
por su negocio y se comieron unos pasteles, que luego no le pagaron y
que por dichas pérdidas solicitaba una compensación económica de
sesenta mil pesos.
El cambio del peso por euros, en aquel
momento, se escapa a mis conocimientos, pero por muy barato que
estuviese, sesenta mil pesos, me parece una cantidad desorbitada para
cubrir los perjuicios de una merendola de oficiales que se marchan
sin pagar.
Esa circunstancia es aprovechada por
Francia que se recupera de la crisis internacional a la que le ha
llevado la debacle de Napoleón y presiona al gobierno Mejicano, que
hace oídos sordos.
El embajador francés ante el gobierno
mejicano que preside Anastasio
Bustamante es un
experimentado diplomático: el Barón
Daffaudis, el cual,
cuando se produce la independencia de Méjico, se apresura a que
Francia reconozca al nuevo estado, a cambio de firmar unos acuerdos
comerciales muy ventajosos, de los que se habló más arriba.
Pero los favores ya están pagados, o
eso al menos es lo que se considera en Méjico y no se aceptan las
exigencias galas.
El embajador francés, regresa a
Europa a recibir instrucciones y vuelve al Nuevo Mundo acompañado
por una flota de diez barcos de guerra, al mando del Almirante
Bazoche.
La flota francesa hace acto de
presencia en el Golfo de
Méjico y recala frente
a Veracruz,
desde donde Daffaudis
lanza un ultimátum al gobierno mejicano que vence el 15 de abril de
1838, sin que el presidente Bustamante
se haya dignado siquiera hablar con el gabacho.
Al día siguiente, se pone en asedio a
varias ciudades, entre ellas Veracruz,
en la que reside el desafortunado general artífice de la estrepitosa
derrota.
Desde los barcos de guerra franceses
se bombardean ciudades, se interceptan naves comerciales mejicanas y
se expolia todo lo que se puede, cerrando todo el Golfo a la
posibilidad de realizar comercio con el exterior que permanece
totalmente bloqueado durante ocho meses.
Pero el gobierno mejicano no cede y en
el mes de octubre, viendo que el bloqueo se prolonga más de la
cuenta, el gobierno francés envía otras veinte naves de guerra, al
mando del contralmirante Charles
Baudin, nombrado
Ministro Plenipotenciario con capacidad para entablar negociaciones
con el gobierno de Bustamante.
El 27 de noviembre de aquel año de
1838, viendo que no se conseguía negociar ningún acuerdo con el
gobierno mejicano, la flota francesa empieza a cañonear el fuerte de
San Juan de Ulúa
que construyeran los hombres de Hernán
Cortés en 1519.
Ante el asedio, la ciudad de Veracruz
capitula, pero
Bustamante
está decidido a no claudicar ante las exigencias injustificadas de
los franceses y reprueba la capitulación. Tres días después,
Méjico declara la guerra a Francia y el presidente llama al General
Santa Anna
para que se haga cargo del ejército que ha de enfrentarse a los
franceses.
Éstos, desembarcan una columna de mil
soldados y artillería e inician la invasión de tierra firme, en
donde Santa Anna
les hace frente, consiguiendo devolverlos hasta el puerto de
Veracruz,
pero los franceses hacen una férrea resistencia.
En los combates, Santa
Anna resulta herido en
una pierna y maltrecho y agobiado por el fuego que desde la flota se
hacía sobre su ejército, se retiró hacia el interior del
continente.
Fuerte de San Juan
de Ulúa en Veracruz
Pero la situación, que sin mucho
dudarlo, se hubiese resuelto favorablemente a los intereses
franceses, dan un giro paulatino, cuando otras potencias europeas ven
que aquella guerra puede llevar a Francia a ejercer una gran
hegemonía en la zona si conseguía salir victoriosa, pero, además,
los meses en que los puertos del Golfo
de Méjico llevaban
cerrados, estaba perjudicando notablemente sus balanzas comerciales.
En ese momento Inglaterra es el país
más perjudicado y esa situación no es sostenible por más tiempo,
así que, sin que nadie le llame, la marina británica, con toda la
Flota de las Indias
Occidentales, muy
superior a la francesa, y al mando de Sir
Richard Pakenham hace
acto de presencia en el escenario del conflicto y se ofrece a actuar
de mediador.
En realidad tiene órdenes de obligar
a los franceses a retirarse, si es que por un casual, no aceptaran su
mediación.
Los mejicanos, quizás un país bisoño
y sin experiencia diplomática no saben valorar bien esa intervención
mediadora y piensan que si no aceptan una negociación, hayan de
vérsela quizás contra las dos potencias extranjeras,así que
acceden a sentarse frente a los agresores galos y negociar la paz.
Por presión Británica, Francia
renuncia a indemnizaciones por la guerra que ellos mismos habían
provocado y el 9 de marzo de 1839 firman la paz. Se conforman con
seiscientos mil pesos de indemnización y se olvidan de las
Declaraciones
Provisionales.
Méjico acepta pagarlos y se olvida de
las concesiones de derechos futuros para los extranjeros asentados en
su territorio.
Así, por unos pasteles, valorados
como si fueran de oro a tenor de las últimas cifras en que se
concretan las indemnizaciones, dos países se enfrentaron en una
guerra costosísima, en recursos y en vidas humanas.
Como siempre, la estupidez humana es
la que mejor asesora a los humanos estúpidos.
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