Publicado el 22 de abril de 2010
Inicio con éste artículo una nueva
serie que espero no sea la última. Y como primera entrega se me
ocurre este trabajo que había escrito hace un mes aproximadamente,
pero que los acontecimientos que están ocurriendo en este momento,
lo colocan en plano de rabiosa actualidad.
Desde hace unos días, un volcán de
nombre impronunciable, situado bajo un glaciar de Islandia, está
lanzando a la atmósfera toneladas de cenizas volcánicas que impiden
el tráfico aéreo en buena parte del Hemisferio Norte.
Es la primera vez que nos encontramos
con este problema, por causa de la dependencia que tenemos de la
aviación, pero ni con mucho es la primera vez que ocurre.
No recuerdo con certeza en donde lo
leí, pero casi puedo asegurar que era en uno de los ejemplares de
Selecciones del Readers Digest que mi padre recibía mensualmente.
Allí me encontré, hace ya varias décadas, una historia que un
granjero de Estados Unidos contaba acerca de un año en el que no
hubo invierno.
Lástima que no recuerde el relato con
precisión y, además, he estado buscando aquellos libros sin ninguna
fortuna, por lo que no puedo precisar la historia como me hubiera
gustado.
Pero tirando de la memoria me atrevo a
narrar que debió de ser en las primeras décadas del siglo XX y en
alguna región montañosa del norte de los Estados Unidos, en donde
se espera siempre un invierno crudo. Pero aquel año, el invierno no
llegó. No hizo frío y no nevó, llovió mucho pero el agua no se
conservó en forma de nieve para la primavera y el siguiente verano,
pues los arroyos y torrentes desaguaron rápidamente el agua caída.
Fue un invierno primaveral y un verano atroz.
No recuerdo que el relato diera
explicación al extraño fenómeno, el cual pasaría desapercibido en
un momento histórico en el que a nadie se le ocurría hablar de
“cambio climático”, “calentamiento global” y todo lo que de
unos años a esta parte, es motivo frecuente de controversia y
preocupación.
Saco estos detalles a colación de
algo que les quiero contar y es que aquel año que alguna parte de La
Tierra no tuvo invierno, no esté debidamente documentado, del año
en el que no hubo verano,
si que tenemos referencias de lo más concretas.
Porque para desesperación de los
estudiosos del cambio climático, unos años no hay verano y otros,
no hay invierno. Fue hace tiempo, casi dos siglos; precisamente en
1816, un año que fue mundialmente conocido como el año de la
pobreza.
En algunas partes del mundo,
concretamente las que se encuentran por debajo de la línea del
Ecuador, no se enteraron de lo que estaba sucediendo, sencillamente
porque cuando el fenómeno hizo su aparición ellos acaban de salir
del verano austral, pero en el hemisferio norte la cosa fue de
extrema dureza.
El extraño fenómeno no fue producto
del calentamiento global, ni del efecto invernadero, ni todos esos
otros conceptos que ahora se barajan. Las causas fueron otras, muy
naturales y muy bien estudiadas.
Entre el 5 y el 15 de abril de 1815,
entró en fortísima erupción el volcán de la montaña Tambora,
en la isla de Sumbawa, perteneciente a las entonces llamadas Indias
Orientales y actualmente conocida como Indonesia.
Ninguna erupción volcánica ha
alcanzado la magnitud de ésta. Ni la de Santorini,
que hizo desaparecer gran parte de la isla de Thira, en el Mar Egeo,
ni las del Vesubio,
en la actual Nápoles, que destruyeron Pompeya y Herculano, ni la del
Krakatoa
que voló en pedazos la isla Rakata, en Sumatra, ni el Mont
Pelee que en 1902
explotó en la Isla Martinica, en el Caribe, causando un auténtica
tragedia.
El monte Tambora
tiene actualmente 2.850
metros de altura, después de haber perdido gran parte de su altivez
con la erupción. Su caldera tiene 8 kilómetros de diámetro y uno
de profundidad.
Cuando empezó a despertar, en los
primeros días del mes de abril de 1815, el volcán del monte Tambora
dejaba escapar por su
cráter una columna de humo que se fue intensificando con el paso de
los días, hasta que entró realmente en erupción, el día diez de
abril.
Una tremenda explosión que se oyó a
cuatro mil kilómetros de distancia, precedió al lanzamiento a la
atmósfera de más de ciento cincuenta kilómetros cúbicos de lava y
cenizas.
Las materias sólidas lanzadas por los
volcanes se denominan piroclastos
y estos, en un radio de seiscientos kilómetros, cubrieron la tierra
y los que cayeron sobre el mar, crearon islas y escollos rocosos que
durante muchos años fueron un gravísimo obstáculo para la
navegación, al no encontrarse señalizados en las cartas náuticas.
En veinticuatro horas se creó una
nube que oscureció el sol durante varios días y que se fue
depositando poco a poco, llegando a alcanzar un espesor de tres
metros de altura en una zona de medio millón de kilómetros
alrededor del volcán.
Los vientos que se generaron como
consecuencia de las tormentas producidas por la erupción,
esparcieron las cenizas por todo el hemisferio norte, llegando hasta
Francia, en donde se registraron depósito de tres centímetros de
cenizas.
Isla
Sumbawa; arriba el volcán Tambora
Siempre que se origina un súbito
calentamiento del aire, como en el caso de esta erupción, se produce
su desplazamiento hacia arriba, al haber disminuido su densidad, y
sube tan rápidamente, que produce un vacío que otro aire ha de
venir a ocupar y así se crean fuertes vientos.
A veces cuando vemos reportajes de
grandes incendios forestales, se comenta que las labores de extinción
se ven amenazadas por los fuertes vientos reinantes, cuando la
realidad es que esos vientos son producto del propio incendio.
Siguiendo con el Tambora;
en el ranking mundial de personas fallecidas como consecuencia de la
erupción de un volcán, éste ocupa el primer puesto, creyendo que
murieron unas ochenta y dos mil personas, por efecto directo de la
erupción, pero lo más grave de este cataclismo no fue precisamente
eso.
Otros volcanes muy destructivos no han
llegado a esa cifra ni de lejos. El Mont
Pelee
y el Krakatoa
estuvieron alrededor de los treinta y cinco mil y el Nevado
del Ruiz, una erupción
que seguimos en España de una manera muy cercana, cuando la pequeña
Omayra Sánchez
estuvo tres días atrapada entre el lodo sin que al final se pudiera
hacer nada por su vida, apenas llegó a los veinticinco mil
fallecidos, la mayoría, por las inundaciones que se produjeron al
derretirse el manto de nieve que lo cubría y que le había dado su
nombre.
Pero el mayor poder destructivo del
Tambora
vino más tarde, al año siguiente, cuando una serie de fenómenos
naturales provocados por la erupción y la tremenda contaminación
que ésta produjo, alteraron el clima de tal manera que todo el
hemisferio norte se quedó sin verano.
Los cientos de miles de toneladas de
polvo que el volcán lanzó a la atmósfera llegaron hasta la
estratosfera en donde empezaron a circular empujados por los
diferentes vientos y dispersándose de tal forma que los rayos
solares eran duramente tamizados al atravesar la capa. Así, las
radiaciones caloríficas del sol no llegaron hasta la corteza de La
Tierra y el frío fue, poco a poco, adueñándose del panorama.
Se registraron temperaturas por debajo
de cero grado en lugares en los que tradicionalmente se superaban los
treinta y cinco, y en aquellos en donde ni siquiera el verano llega a
proporcionar temperaturas confortables, los termómetros asustaban a
quienes tenían la suerte de poder comprobar en la columna de
mercurio que el frío que sentía era verdaderamente real.
Hace doscientos años no se controlaba
el clima, solamente se constataba lo que sucedía y por eso no hay
registros fiables, pero las crónicas hablan de que los cereales no
llegaron a granar, las cosechas de frutas y verduras se congelaban en
las matas y los árboles y cuando alguna parecía querer prosperar,
una repentina helada la devastaba.
Sin trigo para hacer pan, sin heno o
avena para el ganado, sin frutas, legumbres, verduras ni hortalizas,
la población comenzó a pasar hambre, que unida al frío reinante,
desataron una oleada de enfermedades que acabó con la vida de
innumerables personas, casi siempre de las clases más
desfavorecidas.
Refugiados en sus casas, la gente se
defendía del frío por los medios tradicionales, pero aquel año se
consumió tal cantidad de leña para calentar los hogares que muchos
árboles, necesarios para el equilibrio ecológico, sucumbieron al
hacha, produciendo desertización y más miseria.
En España no se tienen noticias
concretas de hasta qué punto afectó la nube de polvo que enfrió la
Tierra, lo que es comprensible porque fue en aquel año de 1815
cuando, recién regresado a Madrid, el rey Fernando VII, prohibió la
publicación de los diarios, conservando solamente La Gaceta, más
como un Boletín Oficial y en el que no se hizo mención alguna al
cambio del clima. Pero los estudiosos de la climatología, en su afán
por encontrar referencias a aquel año, hallaron una fuente de
incalculable valor.
Es preciso remontarnos a aquella época
para comprender el valor documental que aportaron estas
investigaciones.
En el siglo XIX, la Iglesia todavía
cobraba de sus feligreses lo que tradicionalmente se conoce como
Diezmo y que es la décima parte de las cosechas o el producto del
ganado, etc. Esta recaudación se hacía de manera muy meticulosa y
se anotaba fielmente en los llamados Libros
de Tazmías, que los
párrocos llevaban personalmente.
En un estudio hecho en la región de
Cantabria, se ha podido comprobar que el año 1816 la recaudación
por diezmos cayó considerablemente como consecuencia de las malas
cosechas del año anterior.
Unas actas del Cabildo de Santander,
recogen que se ha perdido la cosecha de uva para la producción de
vino así como que han caído considerablemente las de maíz y
cereales. Mucho frío, poco sol y demasiada lluvia eran las causas
que reflejaban los documentos de la época.
Evidentemente, en España también
soportamos aquel año de miserias en el que no hubo verano.
Pero no todo fue malo en aquella
oportunidad. También el frío produjo efectos positivos y actuando
como acicate, espoleó el cerebro de algunas personas, impulsándoles
a producir, lo que quizás, en otras circunstancias, no hubieran
hecho.
El club de poetas y escritores
británicos que encabezados por Lord
Byron formaban, Percy,
Polidori, Shelley
y Mary Godwin,
que después sería conocida como Mary
Shelley, se encontraron
en Suiza, en Villa
Diodati, residencia
habitual del Lord,
en donde el verano fue más crudo que en otros lugares y, recluidos
en la villa, se dieron a la producción literaria de relatos
terroríficos, de la que nacieron algunos de los más afortunados
poemas, como el que escribió el propio Lord
Byron que se titula
Oscuridad y que comienza así:
Tuve un sueño, que no fue un
sueño.
El sol se había extinguido y las estrellas
vagaban a oscuras en el espacio eterno.
Sin luz y sin rumbo, la helada tierra
oscilaba ciega y negra en el cielo sin luna.
Llegó el alba y se fue.
Y llegó de nuevo, sin traer el día.
Y el hombre olvidó sus pasiones
en el abismo de su desolación.
El sol se había extinguido y las estrellas
vagaban a oscuras en el espacio eterno.
Sin luz y sin rumbo, la helada tierra
oscilaba ciega y negra en el cielo sin luna.
Llegó el alba y se fue.
Y llegó de nuevo, sin traer el día.
Y el hombre olvidó sus pasiones
en el abismo de su desolación.
Mary Shelley,
escribió la historia de Frankenstein
y Polidori
escribió El Vampiro.
Lo mismo que Bocaccio
compendia los relatos de unos jóvenes atrapados en un castillo
huyendo de la peste, para escribir El
Decamerón, aquel grupo
de escritores, atrapados por el frío, también exacerbaron su mente
produciendo literatura de terror.
Pero quizás lo más afortunado de
todo lo que aquel frío trajo, se produjo, no lejos de Villa
Diodati, en la ciudad
austriaca de Oberndorf.
Allí, la crudeza del clima arruinó,
de manera irrecuperable, el órgano de la iglesia de San Nicolás, el
cual no volvió a funcionar nunca más.
Su párroco era un joven aficionado a
la música llamado Joseph
Mohr el cual tenía
gran amistad con un músico relativamente famoso llamado Gruber.
Mohr
había escrito una letra de una canción navideña y propuso a su
amigo Gruber
que le pusiera música, para hacer acompañar aquella canción por
unas guitarras.
Se pusieron manos a la obra y en la
Navidad de 1818, estrenaron como primicia la canción que se titulaba
Noche Silenciosa, Noche Sagrada y que actualmente es conocida en el
mundo entero y se canta en más de trescientas lenguas diferentes con
el título de Noche de
Paz, sin duda alguna el
Villancico más universal de cuantos existe y que como muchas otras
cosas, surgió del frío.
Manuscrito
de letra y música del villancico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario