Publicado el 6 de diciembre de 2009
Cuando hace ya unos años, en 1956, el
presidente egipcio Gamal
Abdel Nasser decidió
nacionalizar el Canal de
Suez y con los
beneficios de su explotación sufragar los gastos de la construcción
de la enorme presa de Asuán,
en el Nilo, para un país casi viviendo en la Edad Media, la cosa
parecía un disparate.
Aparte de la frontal oposición de
Francia e Inglaterra que, por haber hecho las inversiones de su
construcción, el diseño, la dirección de la obra y todo lo demás,
aquella decisión les suponía una importante pérdida económica,
las potencias europeas pensaban que dejar en manos árabes el control
del Canal más transitado de mundo, sobre todo por las rutas de
petroleros que desde Oriente navegaban hasta Europa, era un disparate
mayúsculo.
Aún así, con el apoyo de Estados
Unidos y Rusia, la maniobra de Nasser
siguió adelante y unos años después, la situación se aceptaba
como normal.
Pero también parecía un tremendo
disparate que la presa inundase algunas de las más legendarias
construcciones del Antiguo Egipto, consideradas como patrimonio de
todos.
El templo de Abu
Simbel y otros muchos
monumentos de menor importancia, quedarían bajo el nivel de las
aguas. El día 8 de marzo de 1960 la UNESCO
lanzó una llamada de auxilio a todos los países integrados en su
seno, muchos de los cuales se comprometieron a colaborar en la
retirada del mayor número posible de aquellas maravillas
arquitectónicas y colocarlas en lugar seguro. A cambio, además del
reconocimiento y agradecimiento, algunos países que contribuyeron de
forma más intensa a la enorme tarea, fueron obsequiados con
monumentos menores de los que serían retirados de sus
emplazamientos. Así ocurrió con España a la que se regaló el
templo de Debod,
que luce actualmente en el Paseo Rosales de Madrid.
Templo
de Debod en su actual emplazamiento
Si por la magnitud de las
construcciones que los faraones del antiguo Egipto realizaron, ha
quedado el adjetivo faraónico, con el que se describe toda obra de
enormes proporciones, la tarea que se acometió fue, nunca mejor
dicho, faraónica también, pues se desmontaron construcciones
impresionantes y se trasladaron a otros lugares u otros continentes.
Claro está que en esta ocasión el
trabajo de los esclavos fue sustituido por el de las maquinarias
pesadas y las potentes grúas que se emplearon en la demolición y la
posterior reconstrucción en el lugar de su nueva ubicación.
Más de ochenta millones de dólares
de aquella época costó la obra, que no tuvo grandes problemas con
las construcciones menores, pero sí con los dos templos de Abu
Simbel, que quiere
decir “Montaña Pura” y que están esculpidos en la roca.
Fue necesario preparar su nuevo
emplazamiento, cortarlos y trasladarlos en bloques de treinta
toneladas. En total se movieron casi quince mil toneladas de piedra.
Cuando hace ya más de cincuenta años,
nos enteramos de la obra que se proyectaba realizar, muchos quedaron
sorprendidos, como si se considerase que era una obra imposible, pero
con el tiempo se vio que había sido una tarea ardua, pero se había
llevado a final feliz.
Y es que a veces nos sorprendemos de
manera innecesaria. ¿Qué tiene de extraño que un buen número de
los países más civilizados del momento acometan la obra de
desmontar un templo, cuando en España hacía muchos años que ya lo
habíamos hecho?
Así es; sin ayuda internacional, sin
maquinaria y casi sin presupuesto, se salvó de la crecida que
experimentaría una presa en construcción, una joya arquitectónica
modesta, pero no por eso despreciable.
La historia merece ser contada con
detalles.
Se hicieron muchos chistes, casi
siempre de mal gusto, sobre el afán de construir pantanos que primó
en las décadas centrales del pasado siglo. Hoy sabemos que fueron
insuficientes y que se tendrían que haber construido muchos más,
pero es que, además, no era una iniciativa del gobierno de aquellos
años, pues desde el siglo anterior, ya se había visto la necesidad
de almacenar el agua, cuando era abundante y administrarla en época
de carestía.
Una de las provincias españolas con
mayor cantidad de agua embalsada es la de Zamora, de la que hablo
siempre que puedo, pues fue mi casa por unos cuantos años. Los
Saltos del Duero es el
nombre con el que se conocen los distintos embalses que jalonan el
famoso río y que no solamente se ubican en España, sino también en
Portugal.
Mediada la década de 1920, se decidió
la construcción de un embalse sobre el río Esla,
afluente importante del Duero,
en una zona conocida como Los
Arribes, paisaje de
extraordinaria belleza, en donde el majestuoso río, El
Padre Duero de las
antiguas civilizaciones de la Meseta, ha ido erosionando la roca
durante millones de años, produciendo unos taludes de varios
centenares de metros y dignos de contemplarse.
La presa proyectada inundaría muchas
hectáreas de terreno y se conocería como la Presa
de Ricobayo, por ser
este el pueblo en cuyo término municipal se asentó.
No era en esa época España un país
excesivamente preocupado por la salvaguarda de sus tesoros
arquitectónicos y en los planes de la construcción del embalse no
se tuvieron en cuenta algunas circunstancias que en este tiempo
hubiesen sido definitorias.
Y es que a las orillas del Esla,
desde antes de la invasión musulmana de 711, es decir, en época
visigoda, existía una pequeña iglesia, única en su género, que
quedaría sumergida bajo las aguas de la gran presa.
Pero parece que el hecho no tenía
demasiada importancia. ¡Total, se trataba de una iglesia sin
servicio y ya muy vieja!
Afortunadamente no todo el mundo
pensaba de igual forma y una de las personas que más tenazmente
discrepaba, había tenido la fortuna de pasar por aquellas tierras y
conocer perfectamente de qué clase de iglesia se estaba hablando.
Se trataba de una persona excepcional.
Un viajero infatigable. Un excelente historiador y arqueólogo de
prestigio. Su nombre era Manuel
Gómez-Moreno Martínez.
Había nacido en Granada el 21 de
febrero de 1879, en el seno de una familia de artistas entre los que
destacaba su padre, un prestigioso pintor. Estudió Filosofía y
Letras, y se especializó en Historia.
A principios del pasado siglo,
Gómez-Moreno contribuyó
en la ejecución de una obra extraordinariamente ambiciosa, como
fueron los Catálogos Monumentales y Artísticos de España, que el
Ministerio de Fomento, encabezado por su titular, el Marqués de
Pidal, se proponía levantar de toda España.
Se empezó por Ávila, en 1901 y se
siguió con Salamanca en 1903 y Zamora en 1904.
Luego siguieron otros, pero el eje de
esta historia está situado en ese momento. En 1906 salió la
publicación del catálogo referido a Zamora, en donde se reflejaba
el pequeño templo, perdido a orillas del Esla
y que se conocía con el nombre de San
Pedro de la Nave.
Para levantar aquel catálogo, Manuel
Gómez-Moreno viajaba a
lomos de mula por las tierras castellano-leonesas, levantando ficha
de todos los monumentos conocidos de ciudades y pueblos y, lo que es
mucho más meritorio, preguntando a los moradores de los más remotos
lugares, si en sus inmediaciones existían restos de construcciones,
vestigios de edificios de otras épocas y, en fin, cualquier signo de
que hubiera podido existir alguna construcción olvidada por los
campos deshabitados, catalogándolos y estudiándolos.
Eso hizo con aquella pequeña iglesia,
bastante bien conservada que rápidamente descubrió como una
verdadera joya del arte visigótico.
La comunidad de historiadores, sobre
todo los de la rama del Arte, quedaron encantados con aquella pequeña
iglesia y fue tanto el renombre que adquirió que el 22 de abril de
1912 fue declarada Monumento Nacional.
La
iglesia en su actual emplazamiento del pueblo de Campillo
Pasaron los años y Gómez-Moreno
continuó a su tarea, hasta que el insigne historiador e
investigador, conoció lo que para él supondría una pérdida
irreparable y es que la presa del río Esla
iba a anegar uno de los templos cristianos más antiguo de los que se
conservan en el mundo y una joya por él descubierta.
La lucha con las autoridades fue ardua
y larga, hasta que se consiguió de la empresa constructora de la
presa, que luego debía explotar la producción eléctrica de la
misma, que sufragase los gastos que supondrían el traslado de la
iglesia a un lugar seguro y su posterior reconstrucción.
Entre 1930 y 1932, se desmontó piedra
a piedra el templo y bajo la eficaz dirección del arquitecto
Alejandro Ferrant, se enumeró cada uno de los sillares que, a lomos
de mula, se fueron trasladando a un lugar seguro, a donde el agua
embalsada no llegaría nunca.
Esa trabajosa tarea tenía un mérito
importante y es que era la primera vez que se acometió una obra así
en Europa y el modelo del protocolo seguido para señalar cada piedra
y reubicarla en su nuevo emplazamiento, fue tan perfecto que no se
halló ningún defecto en la reconstrucción.
Desde los cimientos hasta la última
teja se fue colocando piedra a piedra y el resultado final fue el
poder disfrutar de aquella obra de arte, remozada y en perfecto
estado para resistir otros trece siglos.
Cuando la obra estuvo terminada y el
pequeño templo lucía a salvo en todo su esplendor, la comunidad de
historiadores obtuvo otra gran satisfacción. Evidentemente San Pedro
de la Nave era el edificio mejor conservado de todos los que el arte
visigótico dejó en nuestro país, pero es que al desmontar hasta
los cimientos, se pudo comprobar la técnica usada en su construcción
y así comprender mucho mejor este vetusto arte.
Es una verdadera pena que no existan
fotografías de la época, al menos yo no las he encontrado, que
serían esclarecedoras acerca del rigor seguido en la reconstrucción
del templo y el estado que presentaba cuando se acometió su
reubicación. De todas las maneras, siguiendo los informes que se
confeccionaron por el arquitecto Ferrant, ahora tenemos una idea muy
aproximada de las técnicas de construcciones que unos frailes, en el
siglo VII u VIII, emplearon para su construcción.
Así que nos sorprendamos lo que la
comunidad internacional pudo hacer en Asuán
en la época de las maquinarias, porque los españoles, nosotros
solitos y con los medios de la época de las cavernas, fuimos capaces
de llevar a feliz término aquella obra que en su tiempo también fue
faraónica.
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