sábado, 30 de marzo de 2013

SAN PEDRO DE LA NAVE


Publicado el 6 de diciembre de 2009




Cuando hace ya unos años, en 1956, el presidente egipcio Gamal Abdel Nasser decidió nacionalizar el Canal de Suez y con los beneficios de su explotación sufragar los gastos de la construcción de la enorme presa de Asuán, en el Nilo, para un país casi viviendo en la Edad Media, la cosa parecía un disparate.
Aparte de la frontal oposición de Francia e Inglaterra que, por haber hecho las inversiones de su construcción, el diseño, la dirección de la obra y todo lo demás, aquella decisión les suponía una importante pérdida económica, las potencias europeas pensaban que dejar en manos árabes el control del Canal más transitado de mundo, sobre todo por las rutas de petroleros que desde Oriente navegaban hasta Europa, era un disparate mayúsculo.
Aún así, con el apoyo de Estados Unidos y Rusia, la maniobra de Nasser siguió adelante y unos años después, la situación se aceptaba como normal.
Pero también parecía un tremendo disparate que la presa inundase algunas de las más legendarias construcciones del Antiguo Egipto, consideradas como patrimonio de todos.
El templo de Abu Simbel y otros muchos monumentos de menor importancia, quedarían bajo el nivel de las aguas. El día 8 de marzo de 1960 la UNESCO lanzó una llamada de auxilio a todos los países integrados en su seno, muchos de los cuales se comprometieron a colaborar en la retirada del mayor número posible de aquellas maravillas arquitectónicas y colocarlas en lugar seguro. A cambio, además del reconocimiento y agradecimiento, algunos países que contribuyeron de forma más intensa a la enorme tarea, fueron obsequiados con monumentos menores de los que serían retirados de sus emplazamientos. Así ocurrió con España a la que se regaló el templo de Debod, que luce actualmente en el Paseo Rosales de Madrid.

Templo de Debod en su actual emplazamiento

Si por la magnitud de las construcciones que los faraones del antiguo Egipto realizaron, ha quedado el adjetivo faraónico, con el que se describe toda obra de enormes proporciones, la tarea que se acometió fue, nunca mejor dicho, faraónica también, pues se desmontaron construcciones impresionantes y se trasladaron a otros lugares u otros continentes.
Claro está que en esta ocasión el trabajo de los esclavos fue sustituido por el de las maquinarias pesadas y las potentes grúas que se emplearon en la demolición y la posterior reconstrucción en el lugar de su nueva ubicación.
Más de ochenta millones de dólares de aquella época costó la obra, que no tuvo grandes problemas con las construcciones menores, pero sí con los dos templos de Abu Simbel, que quiere decir “Montaña Pura” y que están esculpidos en la roca.
Fue necesario preparar su nuevo emplazamiento, cortarlos y trasladarlos en bloques de treinta toneladas. En total se movieron casi quince mil toneladas de piedra.
Cuando hace ya más de cincuenta años, nos enteramos de la obra que se proyectaba realizar, muchos quedaron sorprendidos, como si se considerase que era una obra imposible, pero con el tiempo se vio que había sido una tarea ardua, pero se había llevado a final feliz.
Y es que a veces nos sorprendemos de manera innecesaria. ¿Qué tiene de extraño que un buen número de los países más civilizados del momento acometan la obra de desmontar un templo, cuando en España hacía muchos años que ya lo habíamos hecho?
Así es; sin ayuda internacional, sin maquinaria y casi sin presupuesto, se salvó de la crecida que experimentaría una presa en construcción, una joya arquitectónica modesta, pero no por eso despreciable.
La historia merece ser contada con detalles.
Se hicieron muchos chistes, casi siempre de mal gusto, sobre el afán de construir pantanos que primó en las décadas centrales del pasado siglo. Hoy sabemos que fueron insuficientes y que se tendrían que haber construido muchos más, pero es que, además, no era una iniciativa del gobierno de aquellos años, pues desde el siglo anterior, ya se había visto la necesidad de almacenar el agua, cuando era abundante y administrarla en época de carestía.
Una de las provincias españolas con mayor cantidad de agua embalsada es la de Zamora, de la que hablo siempre que puedo, pues fue mi casa por unos cuantos años. Los Saltos del Duero es el nombre con el que se conocen los distintos embalses que jalonan el famoso río y que no solamente se ubican en España, sino también en Portugal.
Mediada la década de 1920, se decidió la construcción de un embalse sobre el río Esla, afluente importante del Duero, en una zona conocida como Los Arribes, paisaje de extraordinaria belleza, en donde el majestuoso río, El Padre Duero de las antiguas civilizaciones de la Meseta, ha ido erosionando la roca durante millones de años, produciendo unos taludes de varios centenares de metros y dignos de contemplarse.
La presa proyectada inundaría muchas hectáreas de terreno y se conocería como la Presa de Ricobayo, por ser este el pueblo en cuyo término municipal se asentó.
No era en esa época España un país excesivamente preocupado por la salvaguarda de sus tesoros arquitectónicos y en los planes de la construcción del embalse no se tuvieron en cuenta algunas circunstancias que en este tiempo hubiesen sido definitorias.
Y es que a las orillas del Esla, desde antes de la invasión musulmana de 711, es decir, en época visigoda, existía una pequeña iglesia, única en su género, que quedaría sumergida bajo las aguas de la gran presa.
Pero parece que el hecho no tenía demasiada importancia. ¡Total, se trataba de una iglesia sin servicio y ya muy vieja!
Afortunadamente no todo el mundo pensaba de igual forma y una de las personas que más tenazmente discrepaba, había tenido la fortuna de pasar por aquellas tierras y conocer perfectamente de qué clase de iglesia se estaba hablando.
Se trataba de una persona excepcional. Un viajero infatigable. Un excelente historiador y arqueólogo de prestigio. Su nombre era Manuel Gómez-Moreno Martínez.
Había nacido en Granada el 21 de febrero de 1879, en el seno de una familia de artistas entre los que destacaba su padre, un prestigioso pintor. Estudió Filosofía y Letras, y se especializó en Historia.
A principios del pasado siglo, Gómez-Moreno contribuyó en la ejecución de una obra extraordinariamente ambiciosa, como fueron los Catálogos Monumentales y Artísticos de España, que el Ministerio de Fomento, encabezado por su titular, el Marqués de Pidal, se proponía levantar de toda España.
Se empezó por Ávila, en 1901 y se siguió con Salamanca en 1903 y Zamora en 1904.
Luego siguieron otros, pero el eje de esta historia está situado en ese momento. En 1906 salió la publicación del catálogo referido a Zamora, en donde se reflejaba el pequeño templo, perdido a orillas del Esla y que se conocía con el nombre de San Pedro de la Nave.
Para levantar aquel catálogo, Manuel Gómez-Moreno viajaba a lomos de mula por las tierras castellano-leonesas, levantando ficha de todos los monumentos conocidos de ciudades y pueblos y, lo que es mucho más meritorio, preguntando a los moradores de los más remotos lugares, si en sus inmediaciones existían restos de construcciones, vestigios de edificios de otras épocas y, en fin, cualquier signo de que hubiera podido existir alguna construcción olvidada por los campos deshabitados, catalogándolos y estudiándolos.
Eso hizo con aquella pequeña iglesia, bastante bien conservada que rápidamente descubrió como una verdadera joya del arte visigótico.
La comunidad de historiadores, sobre todo los de la rama del Arte, quedaron encantados con aquella pequeña iglesia y fue tanto el renombre que adquirió que el 22 de abril de 1912 fue declarada Monumento Nacional.

La iglesia en su actual emplazamiento del pueblo de Campillo

Pasaron los años y Gómez-Moreno continuó a su tarea, hasta que el insigne historiador e investigador, conoció lo que para él supondría una pérdida irreparable y es que la presa del río Esla iba a anegar uno de los templos cristianos más antiguo de los que se conservan en el mundo y una joya por él descubierta.
La lucha con las autoridades fue ardua y larga, hasta que se consiguió de la empresa constructora de la presa, que luego debía explotar la producción eléctrica de la misma, que sufragase los gastos que supondrían el traslado de la iglesia a un lugar seguro y su posterior reconstrucción.
Entre 1930 y 1932, se desmontó piedra a piedra el templo y bajo la eficaz dirección del arquitecto Alejandro Ferrant, se enumeró cada uno de los sillares que, a lomos de mula, se fueron trasladando a un lugar seguro, a donde el agua embalsada no llegaría nunca.
Esa trabajosa tarea tenía un mérito importante y es que era la primera vez que se acometió una obra así en Europa y el modelo del protocolo seguido para señalar cada piedra y reubicarla en su nuevo emplazamiento, fue tan perfecto que no se halló ningún defecto en la reconstrucción.
Desde los cimientos hasta la última teja se fue colocando piedra a piedra y el resultado final fue el poder disfrutar de aquella obra de arte, remozada y en perfecto estado para resistir otros trece siglos.
Cuando la obra estuvo terminada y el pequeño templo lucía a salvo en todo su esplendor, la comunidad de historiadores obtuvo otra gran satisfacción. Evidentemente San Pedro de la Nave era el edificio mejor conservado de todos los que el arte visigótico dejó en nuestro país, pero es que al desmontar hasta los cimientos, se pudo comprobar la técnica usada en su construcción y así comprender mucho mejor este vetusto arte.
Es una verdadera pena que no existan fotografías de la época, al menos yo no las he encontrado, que serían esclarecedoras acerca del rigor seguido en la reconstrucción del templo y el estado que presentaba cuando se acometió su reubicación. De todas las maneras, siguiendo los informes que se confeccionaron por el arquitecto Ferrant, ahora tenemos una idea muy aproximada de las técnicas de construcciones que unos frailes, en el siglo VII u VIII, emplearon para su construcción.
Así que nos sorprendamos lo que la comunidad internacional pudo hacer en Asuán en la época de las maquinarias, porque los españoles, nosotros solitos y con los medios de la época de las cavernas, fuimos capaces de llevar a feliz término aquella obra que en su tiempo también fue faraónica.

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