Publicado el 18 de octubre de 2009
Hace ya algún tiempo, una ciudadana
rusa, una chica muy atractiva por cierto, me contó que durante unos
meses estuvo trabajando en Japón como “geisha”.
Bueno, eso decía ella y lo mantenía, aunque en realidad no lo era,
pero su cometido si que es digno de darse a conocer.
Esta chica fue reclutada en España
por algún “ojeador” al servicio de importantes empresas de
servicios japonesas. Cuando aceptó las condiciones del contrato,
volvió a su Rusia natal y desde allí le prepararon un visado para
Japón, en donde permaneció durante varios meses.
En las cláusulas del contrato
figuraban dos condiciones: hablar inglés y ser o teñirse de rubia.
El resto del aspecto anatómico se
entiende que sería calificado por el propio ojeador, a la hora de
ofrecer el contrato.
Una vez en Japón, fueron a esperarla
al aeropuerto y la condujeron a Kioto, una ciudad muy importante y
con un enorme potencial económico. Allí la alojaron en una casa
enorme que al principio le pareció un hotel, un club o algo similar.
Luego comprobó lo que realmente era.
Durante varios días una japonesa,
vestida con el traje tradicional, le explicó a ella y a otras dos
chicas que con ella llegaron, cual sería su cometido.
Y este era bien sencillo: tenían que
acompañar a comer a los señores clientes que frecuentaban aquella
casa para celebrar comidas de negocios, reuniones de trabajo,
celebraciones y todo tipo de “saraos”, en las que el denominador
común era la ausencia total de mujeres, salvo las que la casa
aportaba en forma de chicas guapas, rubias y absolutamente vestidas
de negro.
Nada más. Aunque parezca mentira, no
tenían que hacer nada más que contestar si les preguntaban y
sentarse a comer con ellos.
¿Pero luego de la comida no había
que pasar por otro departamento de la mansión? Sería la pregunta
obligada de quien no se puede llagar a creer que haya alguien que sea
tan rarito como para pagar para que le acompañen a comer.
¡Pues nada más! Así de claro y así
de sencillo, como diría un amigo mío. El trabajo era un verdadero
chollo, que no tenía nada más que un inconveniente, pero ¡qué
inconveniente! Y es que la mayoría de los días tenía que almorzar
dos o tres veces y cenar otras tantas, porque lo que el cliente no
soportaba es que le engañaran no comiendo.
Entonces comprendí por qué no
soportó aquel trabajo por mucho tiempo, y por qué no lo soportaba
casi nadie. ¡Seis comidas al día es más de lo que un estómago
puede aguantar!
Como es natural y como ya hicieron los
romanos, cuando se despedían de los clientes, todas las chicas
marchaban a los servicios a vomitar lo comido, pero esa práctica
produce una gravísima enfermedad que se llama bulimia y de la que
resulta muy difícil salir.
Así que, después de unos meses
comiendo, conversando ligeramente y vomitando a tope, mi amiga se
vino para España y dejó a los japoneses sin una linda melenita
rubia.
No sé por qué, que siempre hemos
asociado a geisha con prostituta de lujo; a acompañante con
prostituta de lujo, cuando la realidad es otra. ¡Bueno, sí que lo
sé!
Nos lo han presentado así: niñas que
desde muy jóvenes eran compradas a sus progenitores y educadas para
servir a los señores: muñecas de porcelana maquilladas casi como
adefesios, extremadamente prudentes, sumisas, exquisitamente
educadas, buenas conversadoras, cantantes, recitadoras, músicos… y
aunque cueste creerlo, nada más.
Las geishas son artistas y, además,
en un principio, cuando empezaron a surgir como expresión cultural,
solían ser hombres, disfrazados y maquillados para parecer mujeres,
lo que puede haber influido decisivamente en el excesivo maquillaje
que suelen usar.
Su cometido es entretener y deleitar,
pero la actividad sexual no entra a formar parte de su cometido,
aunque en ocasiones alguna geisha lo haya ejercido. Para esos
menesteres están las cortesanas.
Las acompañantes de cenáculos no sé
qué nombre usan, pero como las geishas, sólo deleitan al caballero
con su presencia y su conversación.
¡Así son los japoneses!
Foto de una geisha
En España está claro que optaríamos
por menos invitarlas a comer, menos música y más de lo que hay que
hacer.
Pero bueno: para gusto están hechos
los colores.
Y hago esta introducción para
relacionarla con los harenes que en los países islámicos
existieron.
Tenemos del harem el mismo concepto
que se tiene de una casa de geisha o de un lupanar: un lugar en donde
el señor va a solazarse con sus mujeres; pero la cosa no era así.
Hagamos un ligero paseo por la
historia, para centrar el tema.
Lo que hoy es Turquía, fue, tiempo
atrás, el Imperio Otomano y más atrás en el tiempo, el Imperio
Romano de Bizancio.
Pero siempre fue la parte del imperio
más inquieta, más liberal, más avanzada. Quería insistentemente
separarse de Roma, tanto en lo terrenal como en lo espiritual.
Lo primero se consigue en el año 395,
cuando a la muerte de Teodosio
I el Grande, se divide
el imperio entre sus hijos Honorio
y Arcadio,
correspondiendo a éste la parte oriental, con capital en
Constantinopla, la antigua Bizancio.
En lo espiritual la cosa fue más
compleja y tardó más en producirse.
El primer envite le hace Focio,
patriarca de Constantinopla que intenta separar la iglesia Ortodoxa
de la Romana, sin que lo llegara a conseguir del todo. Sin embargo,
había abierto la brecha para que un par de siglos después, Miguel
Cerulario, acabara por
lograrlo y desde entonces, Iglesia Ortodoxa y Cristiana, andan cada
una por su lado.
El imperio de Occidente sucumbe ante
Odoacro,
rey de los Hérulos,
en 476 y el de Oriente lo hace ante Mehmed
II, sultán del Imperio
Otomano, el veintinueve
de mayo de 1453.
Desde ese momento Mehmed
II fija su residencia
en Constantinopla,
que cambia su nombre por el de Istambul
y comienza en breve la
construcción de un palacio digno del sultán más poderoso del
momento, el Palacio de
Topkapi, en la cumbre
del cerro del Serrallo.
Desde 1465 hasta 1853, Topkapi
fue la residencia imperial.
Para nosotros Topkapi
tiene el regusto dulce de una magnífica película con un reparto
excepcional: Melina Mercouri, Peter Ustinov, Maximilian Schell, Akim
Tamiroff… Película que trata del arriesgado robo en el interior
del Palacio-Museo de Topkapi, en el que los ladrones se descuelgan
acrobáticamente desde el techo y consiguen dar el cambiazo a una
daga que un personaje, encerrado en una urna de cristal, luce en el
pecho. Pero al salir, después de que todo haya funcionado a la
perfección, un pájaro se introduce por la claraboya desde la que se
han descolgado y hace saltar la alarma.
Azoteas del Palacio
Topkapi
Acabada la Primera Guerra Mundial,
Turquía sufre varias convulsiones políticas, hasta que el
Parlamento Turco, el día 1 de noviembre de 1922, abolió
definitivamente el Sultanato y se creó la República de Turquía.
Desde poco tiempo después, Estambul
fue cediendo ante la presión que ejercía la nueva capital del país,
Ankara,
en la parte asiática y, poco a poco, fue sucumbiendo. Sin embargo,
su patrimonio cultural la hicieron renacer y una parte muy importante
de ese resurgir ha sido el Museo
Topkapi, que abrió sus
puertas en 1929.
Sobre el palacio del Serrallo,
se asienta el monumental museo, hoy el más importante del país,
antes el palacio más lujoso y el mayor y más famoso harem del
Islam.
Y a esta faceta de aquel famoso
palacio es a donde quería llegar.
Cuentan las crónicas que las
“odaliscas”
del harem de Topkapi
eran las mujeres mas hermosas del Imperio Otomano. Todas procedían
de los distintos rincones del Imperio y su denominador común eran la
belleza y la inteligencia.
“Odalisca”
es ya palabra en desuso y procede del turco “odalik”
que significa mujer de cámara, lo que viene a ser una criada del
harem y que, al contrario de lo que se pueda pensar, no tenían
ningún trato carnal con el sultán.
Solamente alguna de estas odaliscas
cuya belleza y talento destacaban entre tanta mujer bella, era
considerada concubina en potencia y entonces, como a las geishas, se
las educaba y preparaba, por si algún día el amo ponía sus ojos en
ellas.
Aprendían a recitar, a tocar
instrumentos, danzar y otras artes para deleite del señor. El resto
de las mujeres se destinaban a la “Oda”, la Cámara, de alguna
otra mujer importante de la corte.
Siguiendo a modernos historiadores que
han profundizado en la vida de la corte del sultanato Otomano, se
puede asegurar que no es cierto que durante cuatrocientos años, los
sucesivos sultanes turcos hubieran tenido un harem en el que
refocilarse con centenares de bellas jovencitas traídas de los mas
distantes rincones del imperio. Pero el tirón mediático ya
funcionaba en siglos pasados y numerosos pintores se recrearon
pintando el harem de Topkapi,
con mujeres semidesnudas en evocadoras posturas, haciendo del palacio
del Serrallo, un templo del erotismo.
La Terraza del
Serrallo de Gèrome
El harem era la zona en el que vivían
las mujeres de palacio, la familia real femenina y todas sus
sirvientas. Un lugar prohibido para los hombre, excepto los eunucos y
en el que las esposas reales, no más de cuatro o cinco, convivían
en paz y armonía, cuidando a sus hijos y cuidadas por las odaliscas,
cada una de ellas en lo que actualmente podríamos decir que era un
apartamento.
Como una ciudad dentro del palacio, el
harem tenía su intendencia, su administración, sus cocinas y sus
servicios. Sus mujeres no salían jamás de las dependencias, ningún
hombre penetraba en ellas, salvo el sultán, lógicamente, pero no
había situación de secuestro ni de falta de libertad.
Es más, en alguna ocasión histórica,
se ha presentado el harem como un verdadero grupo de presión.
Ha sido la mentalidad occidental, la
que ha producido el equívoco cuando se ha querido asimilar harem con
lupanar, hasta el punto de que el lugar sobre el que se construye el
Palacio Topkapi,
conocido como El
Serrallo, da nombre en
nuestra cultura a lugares de lenocinio.
Así, el diccionario de María Moliner
dice que Serrallo es el lugar de la vivienda musulmana en el que se
tienen a las mujeres y concubinas. Y una segunda acepción dice: se
aplica a cualquier lugar de libertinaje sexual.
Pero no es cierto.
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