Publicado el 23 de octubre de 2011
Aristóteles habló de la Atlántida
lo mismo que los chinos contaron a Marco Polo que al este de Catay,
nombre que recibía la China, había otras tierras que se conocían
como el Reino de Anian.
Eso ocurría en los siglos XIII-XIV y
el ilustre viajero recogió la información en su Libro
de las Maravillas, en
donde describía sus viajes, entre otras cosas.
El descubrimiento de América, que al
principio se creyó que formaba parte de la India, vino a corroborar
aquella información que el veneciano recibió de sus amigos chinos.
Pero lo que en principio era un
descubrimiento de primera magnitud, vino a poner un obstáculo casi
insalvable a la idea que el descubridor llevaba y que no era otra que
encontrar una ruta a las Indias que no tuviera necesidad de rodear
África.
El Reino
de Anian podía ser el
continente americano, por eso, cuando con Vespuccio y otros,
entendieron que de ninguna manera la tierra recién descubierta
formaba parte de las míticas Indias, comprendieron que el escollo
que suponía para la navegación directa hacia la tierra de las
especias era insalvable y por eso los descubridores no profundizaban
mucho en el continente, sino que se esforzaban en recorrerlo arriba y
abajo, en busca de un paso que les permitiera llegar a Cipango, Catay
o la India.
Cuando además de comprender la
magnitud del escollo, averiguaron la longitud aproximada que de norte
a sur tenía aquel continente que se extendía ante ellos, es cuando
por fin se esforzaron en penetrar en el mismo, en una serie de
operaciones propiciadas por el rey Fernando y que se titulaba “La
conquista de Tierra Firme”. Así Pizarro y Cortés, entre otros,
descubrieron y colonizaron los imperios inca y azteca, y Vasco Núñez
de Balboa, descubrió el Océano Pacífico, el 25 de septiembre de
1513.
La existencia del otro océano que se
presentaba inmenso conformó ya de manera indiscutible que no habría
manera de llegar a las Indias por aquella ruta a menos que se
descubriera un paso que comunicara los dos océanos.
Durante los siglos XVI y XVII, a ese
supuesto y mítico paso entre océanos, empezó a conocérsele como
El Estrecho de Anian
y que hasta entonces se le buscaba como el Paso
del Norte, pretendiendo
que debería buscarse por las latitudes septentrionales, pues ya se
había descubierto la ruta del Cabo
de Hornos por el sur y
la experiencia hacía pensar en que no era la adecuada, tal era el
peligro que dicho lugar encerraba. Tampoco lo era rodear África por
el Cabo de Buena
Esperanza, que además
de una ruta muy larga, estaba plagada de piratas, sobre todo al pasar
al océano Índico, y así los exploradores marítimos se afanaron en
encontrar el legendario Estrecho que conectara con facilidad los
océanos.
Las
diferentes rutas del Paso del Norte en la actualidad. Foto tomada en
verano
Pero además, las potencias Europeas
tenían otro inconveniente y es que en uno y otro cabo, habían de
encontrarse con las armadas española y portuguesa que bloqueaban la
ruta. Por eso se afanaban en encontrar el legendario Paso
del Norte y los más
intrépidos navegantes se lanzaron a la aventura de explorar las
frías regiones septentrionales, aunque todos acabaron derrotados por
un frío extremos que llegaba incluso a congelar la mar, apresando a
los barcos que se atrevían en tan inhóspitas aguas.
Tantos fueron los fracasos, tantas las
calamidades y tantas las vidas que se cobró aquella aventura que
durante mucho tiempo la búsqueda del paso fue abandonada.
A finales del siglo XVI, el marino
español Lorenzo Ferrer Maldonado tras un viaje, afirmó que había
encontrado el paso y que lo había cruzado, sin embargo no había
confirmación oficial por parte de los fedatarios públicos que se
embarcaban en aquellas aventuras, que normalmente solían ser
clérigos enviados por el rey.
Años después, con nuevos elementos
de medición y navegación, el relato de Ferrer se consideró falso
directamente porque en él se citaban latitudes, distancias y otras
circunstancias que se consideraban imposibles.
En el año 1817, el gobierno
británico, ofreció una recompensa de veinte mil libras esterlinas
para quien hallara el citado paso. La oferta de semejante cantidad de
dinero, sobre todo en aquella época, espoleó la codicia de muchos
navegantes que se lanzaron a organizar numerosas expediciones,
convencidos de que aquella ruta del Polo Norte debía existir, porque
se tenían noticias de que los vikingos habían navegado por aquellas
aguas y las leyendas y tradiciones hablaban de haber llegado mucho
más allá de Alaska.
Pero eso había sido antes de la
Pequeña Edad de Hielo;
luego, toda posibilidad de navegar por aquellas aguas al norte de
Canadá, se había hecho imposible.
La Pequeña Edad de Hielo
fue un período frío que abarcó casi cinco siglos, desde el XIV al
XIX y con el que se puso fin a una temporada extremadamente calurosa
denominado Período
cálido Medieval, que
también duró cinco siglos.
Esa Pequeña
Edad de Hielo está
perfectamente documentada en España en donde el río Ebro
se heló siete veces, se inició un nuevo tipo de negocio consistente
en la creación de neveros o pozos de nieve con los que se surtían a
las grandes ciudades y se crearon los glaciares de los Pirineos,
Picos de Europa y de Sierra Nevada, los últimos de los cuales se
fundieron a finales del siglo XIX. La existencia de nieve en las
cumbres de dichas cordilleras y de otras de la Península, aún se
debe a la reminiscencia de aquel período del que vamos saliendo para
entrar en un nuevo período cálido.
Pero volviendo a la historia, aquel
período de extrema frialdad, que ciertamente no supuso más que la
bajada de la temperatura media anual en grado y medio, trajo como
consecuencia que muchos de los canales entre las infinitas islas del
norte de Canadá, se helaran, impidiendo el paso de las embarcaciones
y, lo que es peor, atrapando a alguna de ellas, como lo sucedido con
el marino británico Sir
John Franklin, cuya
expedición desapareció y el misterio de lo sucedido no fue
desvelado hasta catorce años más tarde.
Franklin
estaba obsesionado con encontrar el Paso
del Norte y en 1845
consiguió del Almirantazgo británico la financiación de una
expedición en la que a bordo de los navíos bombarderos propulsados
por hélice movida a vapor, el HMS Erebus y el HMS Terror, iban
ciento veintiocho hombres de los que se perdió toda pista y se
careció de cualquier noticia por espacio de muchos años.
La desaparición misteriosa de aquella
expedición desató la sed de aventuras de muchos marinos y,
espoleados por la esposa del desaparecido Sir, llegaron a converger
en Groenlandia hasta diez expediciones británicas y dos
estadounidenses que se dirigían al Ártico, aunque alguna de ellas
en realidad iban a la búsqueda del Polo Norte.
Se tardaron cinco años en tener las
primeras pistas de la expedición de Franklin, cuando en la Isla
Beechey se encontraron los primeros rastros de aquella expedición
así como tres tumbas de hombres que habían muerto un año después
de iniciada, pero por causas naturales.
En 1854 un explorador irlandés
llamado Rae, obtuvo información de unos esquimales que le hablaron
de un grupo de hombres blancos que habían muerto de hambre y frío
en la Península de Boothia y les mostraron pertenencias y armas
procedentes de aquellos expedicionarios.
Cuando la información de Rae fue
conocida en el Reino Unido, la esposa de Franklin
financió una nueva expedición para investigar a fondo los detalles
de aquel informe y en el verano de 1859 aquella expedición encontró
una especie de monumento hecho con piedras a la manera que los
exploradores solían dejar sus informes. Allí encontraron una carta
firmada por los dos capitanes de ambos navíos desaparecidos que
estaba fechada el 25 de abril de 1848 y en la que daban noticia de la
tragedia que estaban sufriendo. Según aquel documento, los barcos
habían quedado atrapados en el hielo desde el mes de septiembre de
1846, fecha en la que ya habían muerto nueve oficiales y quince
marineros. El propio Franklin
había fallecido el 11 de junio de 1847.
Los supervivientes abandonaron los
barcos para dirigirse hacia el sur, con la intención de alcanzar
algún lugar menos inhóspito. La expedición de búsqueda encontró
varios cuerpos congelados y una gran cantidad de equipo abandonado.
La falta de previsión con respecto al
aprovisionamiento, la nula experiencia de la vida en zonas árticas y
posiblemente el escorbuto o el saturnismo, como consecuencia de la
ingestión de comida en lata que se sellaba con plomo, se señalaron
como las causas más razonables y probables de la tragedia en que
derivó aquella expedición.
Mientras, toda clase de leyendas y
relatos corrían de boca en boca, alimentados por la falta de
información fiable en la misma medida que la exacerbada imaginación
de los marinos hacían engrosar los numerosos bulos que circularon.
La más escalofriantes de estas
leyendas es la del barco fantasma Octavius.
A día de hoy aún se desconoce si la historia es real o es fruto de
la imaginación, sin embargo, el Octavius
entró a formar parte del escalafón de barcos misteriosos.
Los hechos ocurrieron en 1775 cuando
el ballenero Herald
que al mando del capitán Warren navegaba en la Bahía
de Baffin,
al oeste de Groenlandia, se encontró con este barco abandonado.
Al avistar el buque, el capitán
Warren mandó arriar un bote y con varios marineros se dirigieron
hacia él. Lograron subir a bordo en donde todo estaba desierto. Bajo
cubierta, encontraron a la tripulación acostados en sus literas,
cubiertos por varias mantas y ropajes, muertos y congelados. El
cuerpo del capitán se encontró en su camarote, sentado ante una
mesa, con una pluma en la mano y el cuaderno de bitácora abierto
ante él. En el siguiente camarote había tres cadáveres: una mujer,
recostada en una litera, un hombre con una piedra de pedernal y un
trozo de metal ante un puñado de serrín y un niño recostado bajo
una chaqueta de marino.
En la mar, los barcos a la deriva, con
la tripulación fallecida o desaparecida, son considerados malos
augurios y los marineros del Herald,
forzaron a su capitán a abandonar el buque sin llevarse nada de él,
salvo el cuaderno de bitácora que Warren confió a uno de los
marineros. Al llegar a su barco el capitán comprobó que todas las
hojas del cuaderno, salvo la primera y la última, se habían
perdido, quizás por un descuido del marinero al que se lo había
confiado que las había dejado caer al mar, aunque es probable que la
superstición le hiciese tirarlas intencionadamente.
En la primera página del cuaderno, el
capitán del Octavius
escribió que partieron de Inglaterra con rumbo a China el día 10 de
septiembre de 1761; en la última había escrito el 11 de noviembre
de 1762 y narraba que llevaban diecisiete días atrapados entre el
hielo y daba las coordenadas de la situación en aquel momento.
Refería las muertes que ya se habían producido por el intenso frío,
que el fuego de a bordo se había apagado y que el contramaestre
trataba de encenderlo nuevamente. En esa operación parece que le
llegó la muerte por congelación.
Según la situación aproximada que da
el capitán, el barco quedó atrapado en el hielo al norte de Alaska
y fue encontrado al otro lado del continente americano lo que supone
que, a la deriva, había cruzado el Paso
del Norte a lo largo de
los trece años que llevaba navegando como barco fantasma.
La historia es poco creíble, pero ahí
está, decorando el mundo de leyendas fantásticas que en torno a la
mar se han forjado. El
Paso del Norte, el
legendario Estrecho de
Anián, son hoy en día
una ruta perfectamente navegable, aunque extremadamente peligrosa.
Los bloques de hielo que navegan a la deriva pueden colisionar con un
barco e incluso atraparlo entre varios de ellos sin posibilidad de
escape.
Sin embargo, hasta el año 1906 el
noruego Roald Amundsen
no logró encontrar el famoso paso y eso en buena parte debido a que
la Pequeña Edad de Hielo
ya había dejado de hacer sentir sus afiladas garras y el hielo se
había retirado de muchos de los estrechos que unen las numerosas
islas que forman el norte del continente americano.
Pintura del Octavius navegando
entre los hielos
¿Saben los sumos sacerdotes de esta nueva religion del calentamiento global eso de las mini eras de frio y calor? Por que me parece muy interesante.
ResponderEliminarGracias