Publicado el 10 de agosto de 2008
Si ha habido en España un erudito de altura, ha sido sin duda el
benedictino Benito Jerónimo Feijoo y Montenegro; y si
ha habido en España alguien que lo haya estudiado, analizado y
corregido en sus errores, por otro lado comprensibles en aquella
época, de una forma metódica, concisa y científica, ha sido
Gregorio Marañón y Posadillo.
Gregorio Marañón
Tanto y tan de cerca ha seguido el insigne médico y literato al no
menos insigne ilustrado que, en 1934, publicó un libro que lleva por
título “Las ideas biológicas del Padre Feijoo”,
en el que analiza una por una todas las ideas que sobre biología
vierte Feijoo en sus obras, sobre todo en “El
Teatro Crítico Universal” y en las “Cartas
eruditas y curiosas”.
La lectura del citado libro brinda un curioso episodio en la vida del
padre Feijoo.
Por encargo suyo, la orden benedictina compró, a un judío de
Ámsterdam, un microscopio fabricado en Inglaterra por el más afamado
constructor de estos artefactos, John Cuff. Por el
aparato se pagó la cifra de 350 reales y además, el benedictino se
comprometió a enviar al judío, los volúmenes octavo y noveno de su
obra El Teatro Crítico Universal.
Este dato centra la compra allá por el año 1740, fecha de la
publicación de la recopilación de artículos que componían el tomo
noveno y que fueron colocados cada uno de ellos en el lugar que le
correspondía de los ocho volúmenes anteriores, razón por la cual,
no existe un tomo como tal noveno.
Después de intentar sacarle partido, Feijoo fue
“derrotado” por el instrumento, del que no solamente desistió de
utilizar, sino que se deshizo de él, regalándolo a algún otro
padre de su orden, al que escribió una carta endosándole el
instrumento, que fue descubierta por el doctor Marañón. La carta
trasluce un doble sentimiento de decepción y derrota, por no haber
sido capaz de sacar de este instrumento los beneficios para su
ciencia y sobre todo cuando en sus muchos escritos, el benedictino
había magnificado el instrumento en cuestión y hablaba de él
auténticas maravillas.
Dice, refiriéndose a médicos de su época que: “los
Anatómicos modernos han aclarado que el color rojo del licor
sanguíneo es debido a unos muy menudos glóbulos que nadan en él y
se registran con el microscopio”.
Habla también de los infusorios que pululan en los líquidos, a los
que llama animalejos y que los compara con el arador de la sarna,
diciendo que son hasta una veintisiete millonésima parte de éste.
Lo mismo dice de los que pueblan el aire que ahora son “animalejos
aéreos invisibles” y en su maravillosa intuición, los
llega a relacionar con la transmisión de enfermedades, cuando dice:
“el aire está lleno de unos invisibles insectos, los cuales,
entrando por la respiración en nuestros cuerpos son causas de todas
las dolencias que padecemos”.
Para no cansar con la exposición del sabio benedictino que sería
interminable, voy a referir una frase en la que hace la mayor
apología del microscopio que hacerse pueda, ya que, un ferviente
creyente como él, no puede encontrar a tan magnífico instrumento,
otra explicación: “Yo creo que fue un don del Altísimo la
invención del microscopio”.
Por eso, cuando el aparato llegó a sus manos, lo acogió como un don
divino y de él pensó obtener incalculables beneficios para su
conocimiento, pero es obvio que no pudo con el aparato y por eso se
lo sacó de encima como quien arranca una molesta espina que se le ha
clavado. La carta descubierta por Marañón dice así:
“Yo no tengo paciencia para andar atisbando átomos y así
remito el microscopio para que Vuestra Paternidad los atisbe, si
quiere, o haga de este armatoste lo que se le antoje. Por si V. Pdad.
no hubiese visto otro de este género advierto que vienen a ser no
uno, sino seis microscopios, esto es, aquellas rodajitas con un
vidrio menudísimo en el centro y cubiertas con su monterilla, cuanto
es más pequeño el vidrio descubre objetos más menudos, y así se
varían los microscopios colocándolos enroscados en la cabeza del
tubo a porción del tamaño de los objetos que se quieren examinar, y
el objeto acomodado en un vidrio de cualquiera de las tablillas se
emboca por la abertura que está pocas líneas debajo de la cabeza
del tubo.
Toda esa baratija de instrumento descubrirá a poca reflexión
su uso respectivo. En el secreto van unos niveles de la nueva
invención.”
Por la somera descripción que hace del microscopio, es indudable que
se trata de un buen aparato, quizás demasiado complicado para un
neófito en la materia. O quizás el ilustrado tuviera algún defecto
en la visión que le impidiera observar con precisión, porque siendo
como era un alma tan inquieta, es innegable que debía tener un gran
interés en contar con un microscopio para realizar todos los
experimentos y demostraciones empíricas de sus teorías.
Microscopio de Cuff
Feijoo no era médico, pero le interesaba sobre manera
la medicina, más que nada para deshacer falsas ideas, motivo que
sobrevolaba en la creación de su extensa obra literaria. Entendía
que el papel del médico junto al enfermo era el de la “humana
dedicación, compasión, consuelo, alivio e intento de curar”.
No era médico pero sí que se erigió como una especie de Oráculo
de la Medicina y cada semana, dedicaba dos días a contestar cartas
que le dirigían los galenos del país, pidiendo explicación a
fenómenos inexplicables, u opinión sobre enfermedades.
Tuvo Feijoo, como otros científicos de su época, una
clara idea de que las enfermedades no eran procesos generalizados del
cuerpo humano sino afecciones de las distintas partes que lo componen
y por eso impulsó el estudio de la Anatomía Patológica, ciencia
que estaba muy en ciernes, entre otras cosas por la prohibición
obrante durante muchos siglos de poder experimentar con cuerpos
humanos.
Quizás el microscopio le había hecho conferir la extraña ilusión
de poder escudriñar en las entrañas humanas y descubrir los muchos
misterios que el cuerpo encierra.
Pero fracasó, como otros muchos lo hicieron en otros países y la
medicina continuó ejerciéndose como una especie de “todo
curativo” sin que en realidad se tuviese mucha idea de cuales eran
los procesos de las enfermedades ni los órganos a los que afectaba.
No fue hasta el final del siglo XVIII, con la aparición de un
tratado sobre Anatomía Patológica, que se pusieron en orden las ideas.
Esta obra se debe a un italiano, profesor de medicina y anatomía de
la Universidad de Bolonia, llamado Juan Bautista
Morgagni y su título es: “Sobre las localizaciones y
las causas de las enfermedades, investigadas desde el punto de vista
anatómico”.
A pesar de que a Feijoo le constaba que había sido
Miguel Server el primero en describir la circulación
pulmonar de la sangre, nunca reconoció para el aragonés semejante
descubrimiento y si lo hizo, reivindicándolo como un descubrimiento
español, para el veterinario Reyna que lo mencionó en
un libro publicado once años después de morir en la hoguera el
ilustre médico y teólogo aragonés. Miguel Servet era
un hereje y como tal, incapaz de un descubrimiento como aquél.
A veces, la excesiva pasión religiosa ciega la claridad de las ideas
y a este respecto es interesante la forma en que el descubrimiento se
relaciona con la idea imperante del Dios omnipresente. De una forma
muy somera, dice la descripción del descubrimiento que la sangre de
la aurícula derecha no pasa al ventrículo izquierdo, como se
pensaba, sino a los pulmones en donde recibe el sople divino del alma
en el recién nacido. Está claro que todo pasa por las manos de
Dios, pero no es nada de extrañar.
Como científico diletante que era el benedictino, a veces tenía
opiniones o se hacía eco de otras de reputados científicos a la
sazón de lo más peregrinas, algunas incluso cómicas, a la vista de
la verdadera realidad de los procesos del cuerpo humano, como cuando
vertió la idea que tenía sobre la necesidad de la respiración, que
no era para aportar el oxigeno necesario como comburente para la
combustión química en el tejido celular, sino para fluidificar la
sangre y que no se coagulase.
Ideas peculiares, pero ideas al fin y al cabo, no el desierto
intelectual por el que el mundo había pasado desde Roma al
Renacimiento. Era una época en la que la química andaba por los
cuatro elementos: aire, tierra, fuego y agua y que dominaba el
panorama científico desde la Grecia clásica.
Como ha quedado acreditado, Feijoo no era médico, era
teólogo y filósofo. Por eso los galenos de la época se crispaban
de los nervios cuando alguno de sus colegas le pedía consulta y es
que se apelaba a su sentido crítico, a su discernimiento y a su
amplísima formación humanística.
Aunque un simple microscopio le venciera, no cabe la menor duda de
que nos encontramos ante el hombre más culto que dio España por
muchos años. Sus dos obras más conocidas y de la que se hizo ya
referencia, El Teatro Crítico Universal y Las
Cartas eruditas y curiosas, entran de lleno en lo que se
podría clasificar como movimiento pre-enciclopedista que recorrió
Europa algunos años después y abrió las puertas a la Revolución
Francesa, que a su vez marcó el final de la Edad Moderna y
abrió la Contemporánea.
Es de los que mas me ha gustado.
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