Publicado el 12 de julio de 2008
Cuenta Ricardo Palma en su primera selección de
Tradiciones Peruanas, que con esta frase, el general
José de San Martín y Matorras, conocido en América
como El Libertador, construyó una contraseña que
sirvió al ejército patriota acantonado en Huara, un
lugar al norte de Chile, casi en la frontera con el
Perú.
Era el final del otoño austral del año 1821, cuando en una hacienda
peruana llamada Punchauca, cerca de la capital Lima,
el virrey del Perú José de La Serna Hinojosa, y el
General San Martín, estaban negociando el armisticio
que daría como resultado la independencia del rico país de
Sudamérica.
Es sumamente curiosa una coincidencia que se da en estos dos
personajes históricos. Se encuentran en la otra parte del mundo, en
la capital del Perú, pero sus caminos ya habían
coincidido antes. El Virrey La Serna, nació en Jerez
de la Frontera el año 1770 y falleció en Cádiz en
1832; el General Libertador, ocho años más joven que
el virrey, llegó a España en 1783, a la edad de seis
años, desembarcando justamente en Cádiz. Ambos siguen
la carrera militar y ambos se encuentran en el mismo bando en la
Guerra de la Independencia Española. Cuando sus
destinos se vuelven a cruzar, son antagonistas.
La Serna llegó a virrey después de participar en la
asonada militar que depuso al virrey Pezuela. Su vida
estuvo jalonada de éxitos militares y como colofón de su carrera le
cabe el dudoso honor de haber sido el último virrey del Perú.
San Martín, que junto con Simón Bolívar,
son las máximas expresiones del independentismo americano, había
llegado al Perú con su Expedición Libertadora,
desembarcó en la bahía de Paracas y estableció sus
cuarteles en la ciudad de Pisco, en donde contaba con
numerosos simpatizantes de la causa libertadora. Con el fin de
hostigar a las tropas españolas, manda al General Álvarez
Arenales, hombre de gran valía, a la sierra central del
Perú, para que azuce las posiciones militares, creando
una gran inestabilidad en la zona, a la vez que desde el norte
contribuya a sitiar Lima. Quiere la fortuna que dos
compañías reales, del Regimiento Numancia, se pasen
al bando de Arenales que consigue así una gran
supremacía militar en toda la zona central de país.
El General San Martín
Las instrucciones que tiene el virrey son las de evitar el
derramamiento de sangre, por lo que no hace frente a las escaramuzas
libertadoras, que mantienen el sitio de la capital durante mucho
tiempo.
No obstante, la ciudad estaba bien defendida, lo que invitaba a los
independentistas a no aventurarse a una batalla abierta, y emplear la
estrategia y la subversión interna, para ir minando la moral de las
tropas del virrey y de la población que le era adicta. Por otro lado
no parece que en el ánimo del Libertador estuviera el
obtener la independencia con el derramamiento de sangre, sino por
ardides y manejos más políticos que otra cosa.
El principal problema que se presentaba al General San Martín
era el de pasar consignas a sus agentes secretos de Lima,
pues el ejército registraba diariamente todo lo que entraba y salía
de la ciudad y cualquier persona que era sorprendida con un escrito
en clave, era fusilado de manera sumarísima.
Cierto día en que San Martín paseaba por su
campamento, observó un taller de alfarería y, de repente, se le
ocurrió una idea que a la postre resultó brillante.
El dueño del taller era un indio viejo, partidario de la causa
libertadora y con él se entrevistó San Martín. No
fue necesario ningún gran esfuerzo para convencerle de que fabricara
una olla con un doble fondo, en el que ocultar la correspondencia
secreta que había de introducirse en Lima.
Por aquella época y en tan lejana parte del mundo, la porcelana, de
la que se hacían los platos de las mesas señoriales, era escasa y
los objetos de cocina solamente se forjaban en hierro, o en peltre,
en familias más o menos acomodadas. El resto de la ciudadanía
cocinaba en barro cocido y comía en platos del mismo grosero
material.
Artesano hábil, construyó el indio una olla de barro con un doble
fondo tan bien disimulado que ni la más minuciosa inspección del
producto podía detectar el engaño, en cuyo interior se ocultarían
los papeles en clave que la resistencia de la ciudad necesitaba.
Cada semana, el viejo indio cargaba dos mulas y se dirigía a Lima.
Pasaba los controles de las fuerzas españolistas sin ningún tipo de
problema y se dejaba registrar toda la mercancía. Su comportamiento
era respetuoso y siempre gritaba las consignas de ¡Viva
España! y ¡Viva el rey!
En la ciudad de Lima, Don Francisco Javier de
Luna y Pizarro, sacerdote de rancios apellidos españoles,
era el destinatario de la información subrepticiamente introducida
en los dobles fondos de las ollas y, al pregón del indio: ¡Ollas
y platos! ¡Baratos! ¡Baratos!, mandaba a su sirviente Pedro
Manzanares, un negro oscuro y pendenciero, a comprar una olla
de barro, por la que pagaba un real. Una semana después, con la
nueva aparición del viejo indio, Manzanares le
recriminaba que la olla se rompía al ponerla al fuego y que se la
cambiara por otra, ofreciéndole romperle la cabeza para que
aprendiera a no engañar a los marchantes.
El indio hacíase parecer ofendido por la mala calidad de sus
artículos y se enfrascaba en desigual discusión con el negrazo, el
cual, además de pendenciero, era muy aficionado a sacar la navaja
ante la más mínima ofensa. De esta forma, tras una buena discusión
que arremolinaba a las gentes del vecindario, el indio se avenía a
las razones de la fuerza de su oponente y le cambiaba la olla por
otra. De esta manera sacaba de la ciudad las comunicaciones cifradas
que el sacerdote quería hacer llegar hasta el general San
Martín, a la vez que entregaba nueva documentación.
Así, semana tras semana, se fue introduciendo toda la información
secreta que los patriotas de la ciudad necesitaban para aunar sus
esfuerzos y cuando la fruta estuvo madura, San Martín
presionó para negociar el armisticio.
Las posiciones eran encontradas. España quería acatamiento al rey y
sometimiento a la Constitución liberal de 1812. El
otro bando sólo quería la independencia.
Fracasada la negociación, el virrey anuncia que saldrá de Lima, ya
que tiene a toda la población en contra como consecuencia de la
labor conspiradora del sacerdote y sus amigos libertadores y hace eso
el día seis de julio de 1821. Cuatro días después, San
Martín entra victorioso en la ciudad sin derramar ni una
gota de sangre y sin “quemar pólvora” que era el tipo de
victoria que codiciaba.
Después de eso, el día veintiocho de julio de aquel mismo año de
1821, se juraba en Lima la independencia y se declaraba
la autonomía del Perú.
Proclamando la
independencia en la Plaza de Armas de Lima
A partir de aquel momento, Perú fue una nación libre.
Perdimos la soberanía sobre esa tierra y perdimos la riqueza que la
tierra atesoraba, pero sobre todo empezamos a perder para siempre
nuestra posición en el concierto de naciones.
Otras metrópolis como Gran Bretaña, Holanda, Bélgica o Francia,
conservaron sus posesiones durante muchos años más, aunque el
movimiento libertador que empezamos a experimentar en tierras
americanas, es incontenible y todos los pueblos, más tarde o más
temprano, sienten la necesidad de sacudirse el yugo que los oprime,
sobre todo si se ven explotados miserablemente por el ocupador.
Es difícil mantener una ocupación a diez mil kilómetros de
distancia, sobre todo en aquellas condiciones de comunicación, pero
es mucho más difícil si se quiere hacer apretando el cuello del
indígena con la bota del soldado.
Sin sangre y casi sin pólvora: “Con días y ollas
venceremos”; y vencieron.
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