viernes, 29 de marzo de 2013

CON DÍAS Y OLLAS VENCEREMOS


Publicado el 12 de julio de 2008




Cuenta Ricardo Palma en su primera selección de Tradiciones Peruanas, que con esta frase, el general José de San Martín y Matorras, conocido en América como El Libertador, construyó una contraseña que sirvió al ejército patriota acantonado en Huara, un lugar al norte de Chile, casi en la frontera con el Perú.
Era el final del otoño austral del año 1821, cuando en una hacienda peruana llamada Punchauca, cerca de la capital Lima, el virrey del Perú José de La Serna Hinojosa, y el General San Martín, estaban negociando el armisticio que daría como resultado la independencia del rico país de Sudamérica.
Es sumamente curiosa una coincidencia que se da en estos dos personajes históricos. Se encuentran en la otra parte del mundo, en la capital del Perú, pero sus caminos ya habían coincidido antes. El Virrey La Serna, nació en Jerez de la Frontera el año 1770 y falleció en Cádiz en 1832; el General Libertador, ocho años más joven que el virrey, llegó a España en 1783, a la edad de seis años, desembarcando justamente en Cádiz. Ambos siguen la carrera militar y ambos se encuentran en el mismo bando en la Guerra de la Independencia Española. Cuando sus destinos se vuelven a cruzar, son antagonistas.
La Serna llegó a virrey después de participar en la asonada militar que depuso al virrey Pezuela. Su vida estuvo jalonada de éxitos militares y como colofón de su carrera le cabe el dudoso honor de haber sido el último virrey del Perú.
San Martín, que junto con Simón Bolívar, son las máximas expresiones del independentismo americano, había llegado al Perú con su Expedición Libertadora, desembarcó en la bahía de Paracas y estableció sus cuarteles en la ciudad de Pisco, en donde contaba con numerosos simpatizantes de la causa libertadora. Con el fin de hostigar a las tropas españolas, manda al General Álvarez Arenales, hombre de gran valía, a la sierra central del Perú, para que azuce las posiciones militares, creando una gran inestabilidad en la zona, a la vez que desde el norte contribuya a sitiar Lima. Quiere la fortuna que dos compañías reales, del Regimiento Numancia, se pasen al bando de Arenales que consigue así una gran supremacía militar en toda la zona central de país.

El General San Martín

Las instrucciones que tiene el virrey son las de evitar el derramamiento de sangre, por lo que no hace frente a las escaramuzas libertadoras, que mantienen el sitio de la capital durante mucho tiempo.
No obstante, la ciudad estaba bien defendida, lo que invitaba a los independentistas a no aventurarse a una batalla abierta, y emplear la estrategia y la subversión interna, para ir minando la moral de las tropas del virrey y de la población que le era adicta. Por otro lado no parece que en el ánimo del Libertador estuviera el obtener la independencia con el derramamiento de sangre, sino por ardides y manejos más políticos que otra cosa.
El principal problema que se presentaba al General San Martín era el de pasar consignas a sus agentes secretos de Lima, pues el ejército registraba diariamente todo lo que entraba y salía de la ciudad y cualquier persona que era sorprendida con un escrito en clave, era fusilado de manera sumarísima.
Cierto día en que San Martín paseaba por su campamento, observó un taller de alfarería y, de repente, se le ocurrió una idea que a la postre resultó brillante.
El dueño del taller era un indio viejo, partidario de la causa libertadora y con él se entrevistó San Martín. No fue necesario ningún gran esfuerzo para convencerle de que fabricara una olla con un doble fondo, en el que ocultar la correspondencia secreta que había de introducirse en Lima.
Por aquella época y en tan lejana parte del mundo, la porcelana, de la que se hacían los platos de las mesas señoriales, era escasa y los objetos de cocina solamente se forjaban en hierro, o en peltre, en familias más o menos acomodadas. El resto de la ciudadanía cocinaba en barro cocido y comía en platos del mismo grosero material.
Artesano hábil, construyó el indio una olla de barro con un doble fondo tan bien disimulado que ni la más minuciosa inspección del producto podía detectar el engaño, en cuyo interior se ocultarían los papeles en clave que la resistencia de la ciudad necesitaba.
Cada semana, el viejo indio cargaba dos mulas y se dirigía a Lima. Pasaba los controles de las fuerzas españolistas sin ningún tipo de problema y se dejaba registrar toda la mercancía. Su comportamiento era respetuoso y siempre gritaba las consignas de ¡Viva España! y ¡Viva el rey!
En la ciudad de Lima, Don Francisco Javier de Luna y Pizarro, sacerdote de rancios apellidos españoles, era el destinatario de la información subrepticiamente introducida en los dobles fondos de las ollas y, al pregón del indio: ¡Ollas y platos! ¡Baratos! ¡Baratos!, mandaba a su sirviente Pedro Manzanares, un negro oscuro y pendenciero, a comprar una olla de barro, por la que pagaba un real. Una semana después, con la nueva aparición del viejo indio, Manzanares le recriminaba que la olla se rompía al ponerla al fuego y que se la cambiara por otra, ofreciéndole romperle la cabeza para que aprendiera a no engañar a los marchantes.
El indio hacíase parecer ofendido por la mala calidad de sus artículos y se enfrascaba en desigual discusión con el negrazo, el cual, además de pendenciero, era muy aficionado a sacar la navaja ante la más mínima ofensa. De esta forma, tras una buena discusión que arremolinaba a las gentes del vecindario, el indio se avenía a las razones de la fuerza de su oponente y le cambiaba la olla por otra. De esta manera sacaba de la ciudad las comunicaciones cifradas que el sacerdote quería hacer llegar hasta el general San Martín, a la vez que entregaba nueva documentación.
Así, semana tras semana, se fue introduciendo toda la información secreta que los patriotas de la ciudad necesitaban para aunar sus esfuerzos y cuando la fruta estuvo madura, San Martín presionó para negociar el armisticio.
Las posiciones eran encontradas. España quería acatamiento al rey y sometimiento a la Constitución liberal de 1812. El otro bando sólo quería la independencia.
Fracasada la negociación, el virrey anuncia que saldrá de Lima, ya que tiene a toda la población en contra como consecuencia de la labor conspiradora del sacerdote y sus amigos libertadores y hace eso el día seis de julio de 1821. Cuatro días después, San Martín entra victorioso en la ciudad sin derramar ni una gota de sangre y sin “quemar pólvora” que era el tipo de victoria que codiciaba.
Después de eso, el día veintiocho de julio de aquel mismo año de 1821, se juraba en Lima la independencia y se declaraba la autonomía del Perú.

Proclamando la independencia en la Plaza de Armas de Lima

A partir de aquel momento, Perú fue una nación libre. Perdimos la soberanía sobre esa tierra y perdimos la riqueza que la tierra atesoraba, pero sobre todo empezamos a perder para siempre nuestra posición en el concierto de naciones.
Otras metrópolis como Gran Bretaña, Holanda, Bélgica o Francia, conservaron sus posesiones durante muchos años más, aunque el movimiento libertador que empezamos a experimentar en tierras americanas, es incontenible y todos los pueblos, más tarde o más temprano, sienten la necesidad de sacudirse el yugo que los oprime, sobre todo si se ven explotados miserablemente por el ocupador.
Es difícil mantener una ocupación a diez mil kilómetros de distancia, sobre todo en aquellas condiciones de comunicación, pero es mucho más difícil si se quiere hacer apretando el cuello del indígena con la bota del soldado.
Sin sangre y casi sin pólvora: “Con días y ollas venceremos”; y vencieron.



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