Publicado el 5 de julio de 2008
Tengo que reconocer, sin ningún rubor, que la primera vez que oí
mencionar La Guerra de la Oreja de Jenkins, quedé
sorprendido. No sólo por lo extraño del nombre sino porque no
acertaba a explicarme cómo era posible que una guerra entre España
e Inglaterra fuese tan desconocida. Pregunté a diferentes personas
por aquel episodio, y todas manifestaron no haber oído jamás hablar
de semejante conflicto bélico.
En ese mismo momento me dispuse a averiguar qué fue lo que pasó en
aquella guerra de nombre tan singular. Eran tiempos de enciclopedias
y bibliotecas, Internet no estaba aún ni en adobo, así que con las
herramientas de que disponía, me puse manos a la obra para tratar de
satisfacer mi curiosidad.
Poco a poco fui descubriendo detalles que, encajados, empezaron a
darme una idea del interesante puzzle que se iba formando. Al final,
la historia resultó ser muy larga, pero a fuerza de síntesis,
podría explicarse de la siguiente forma:
Si España ha tenido un enemigo perpetuo, ese ha sido La
Pérfida Albión: Inglaterra. El país que nombraba “Lores”
a los piratas que más barcos españoles apresaban. Con esa
actividad, Inglaterra no paraba de distorsionar nuestro tráfico de
mercancías, a la vez que se enriquecía de forma gratuita. En esa
ocupación, es decir, dedicado al “corso” y al contrabando, se
encontraba Robert Jenkins en el año 1731, navegando
por aguas del Caribe a bordo de su velero Rebbeca, a la caza y
captura de los galeones españoles que volvían de las Indias
cargados de especias, tabaco, maíz, cacao, plata, oro y cuantas
otras maravillas se encontraban generosamente en el nuevo continente.
Pero a pesar de que el robo ofrecía pingües beneficios, otra
actividad empezaba a destacar como más lucrativa; esta no era otra
que el comercio de esclavos, para lo que los ingleses habían
presionado en la Paz de Utrech con el ánimo de
conseguir incrustarse de alguna manera en las recién descubiertas
tierras.
Esta Paz puso fin a la Guerra de Sucesión, que terminó
instalando en el trono español a Felipe V e instaurando una nueva
casa soberana: los Borbones. Utrech también nos quitó
Gibraltar para siempre y Menorca durante algún tiempo, pero además,
supuso, para lo que ya empezaba a dejar de ser Inglaterra para trocar
en Gran Bretaña, una concesión muy importante: el Derecho de
Asiento, por el cual La Compañía del Mar del Sur
británica, tenía derecho a vender esclavos en las tierras
americanas y a lo que se llamó “navío de permiso”
que no era otra cosa que permitir el comercio directo desde el nuevo
mundo con Gran Bretaña por lo que un barco fuese capaz de cargar.
A pesar de esas concesiones, los piratas británicos continuaban
asediando nuestros galeones, llegándose a una situación caótica,
hasta el extremo de que barcos, financiados por los propios
Cargadores a Indias, realizaban tareas de guardacostas
para ahuyentar a los piratas británicos.
Uno de estos guardacostas era capitaneado por un marino llamado Julio
León Fandiño, hombre bravo y aguerrido, curtido en muchas
batallas, el cual, ese año de 1731 persiguió y capturó, frente a
las costas de Florida al Rebecca y a su capitán
Robert Jenkins.
Fandiño pretendió dar un escarmiento al inglés
y para eso lo ató al mástil de su propio barco y de un certero tajo
con su espada le cortó una oreja. Luego se impuso la gallardía y la
benevolencia española y en vez de rematarlo, como sin duda él
hubiera hecho, lo dejó marchar después de desarmar y saquear su
barco.
Siete años después de este incidente, Jenkins se
presentó en Londres, ante la Cámara de los Comunes y exhibiendo en
un cofre los restos de lo que decía fue su oreja, relató la
aventura seguramente aderezada a su conveniencia. Contó Jenkins
que el español, después de cortarle la oreja había dicho:
“Ve y dile a tu rey que lo mismo le hago si a lo mismo se atreve”.
La oposición al primer ministro británico, Robert Walpole,
que se presentaba proclive a estrechar lazos con España, utilizó la
oreja de Jenkins para presionar al parlamento
que empezó por pedir una indemnización de 95.000 libras, a lo que
España se negó y acabó por declararnos la guerra.
Robert Walpole, retrato de
la época.
Así empezó lo que, más tarde, los tiempos y el orgullo británico,
se empeñaron en ocultar, pero que por su trascendencia merece ser
conocido.
La Guerra de la Oreja de Jenkins se desarrolla en
tierras del nuevo mundo y por eso quizás en España pasó
desapercibida, pero fue una guerra en toda regla y con todos sus
ingredientes.
Que en aquel momento Gran Bretaña era una potencia naval, nadie lo
pone en duda. Que España se desmoronaba, es también incuestionable,
pero que los españoles estamos hecho de otra “pasta”, es algo
que también se da por sentado y aquí, en esta historia, apareció
un personaje singular, también bastante olvidado, que hizo vivir a
España días de inmensa gloria. Este personaje no es otro que Blas
de Lezo y Olavarrieta, del que hablaremos más tarde.
Gran Bretaña puso a disposición de Lord Edward Vernon
la mayor flota que conoció la historia hasta que se produjo el
Desembarco Aliado de Normandía. Muy superior, por cierto, a la que
años antes había sido denominada con sorna La Armada
Invencible y que terminó destrozada contra las costas
británicas por los temporales que azotaron la zona y no propiciaron
el desembarco previsto. La Armada inglesa tenía 60 navíos más
Lord Vernon, con seis buques de guerra atacó
Portobelo, en la actual Panamá, consiguiendo una
fulgurante victoria que le envalentonó hasta el extremo de decidirse
a atacar Cartagena de Indias, en la costa atlántica de
Colombia y en lo que se llama Caribe Colombiano Con una flota
compuesta por 186 barcos entre navíos, fragatas, brulotes y
transportes, armados con más de dos mil cañones y una tripulación
de veinticuatro mil hombres integrados por marinos, soldados,
esclavos negros, macheteros de jamaica y cuatro mil virginianos al
mando de Lawrence Washington, a la sazón medio hermano
del conocidísimo George, artífice de la independencia
americana, se presentó ante Cartagena la mañana del
13 de marzo de 1741.
Para hacer frente a tan poderoso enemigo, Cartagena
oponía poco, muy poco: sus bien armadas murallas y una dotación de
unos tres mil hombres entre tropa regular y milicianos reclutados a
prisa, así como seiscientos indios, traídos de la selva y expertos
en el tiro con arco. En su puerto, desde el que se embarcaba la mayor
parte del tráfico con España, seis navíos eran toda la fuerza
naval para enfrentarse a la espléndida y numerosa flota británica.
Pero no contaron los orgullosos “albiones”
con una circunstancia excepcional y que no es otra que la entereza y
el recio carácter de los mandos españoles y de los defensores de la
ciudad, la cual estaba gobernada por el Virrey Sebastián
Eslava y defendida militarmente por el hombre excepcional del
que ya hemos hablado. Blas de Lezo, General de Armada,
era conocido por el apodo de “Mediohombre”
y “Patapalo”, ya que era tuerto, le faltaba una
pierna y el brazo derecho, todo ello a consecuencia de las numerosas
heridas sufridas en los veintidós combates en los que había
participado. Con él, otros dos hombres excepcionales: Melchor
Navarrete y Carlos Des Naux.
Estatua de Blas de Lezo, frente a la fortaleza de San Felipe
Tras las primeras escaramuzas británicas empezó el asedio al
castillo de San Luis de Bocachica, que la flota
invasora comenzó a cañonear de forma simultánea por los diferentes
buques a razón de sesenta y dos cañonazos a la hora, de forma
ininterrumpida, día y noche.
Aunque Lezo envió sus navíos a rescatar a los
quinientos defensores del castillo, pronto se vio que era imposible
proporcionarles ayuda, por lo que se decidió concentrar todas las
fuerzas en la Fortaleza de San Felipe de Barajas,
bastión amurallado de la ciudad.
La tradicional flema británica no funcionó y Vernon,
engreído por sus efímeras victorias, se anticipó a los
acontecimientos y mandó un correo a Jamaica en el que comunicaba que
había tomado la ciudad. El correo fue reexpedido al Reino Unido y a
su llegada produjo tal alboroto que hasta se troquelaron monedas
conmemorativas del triunfo.
Mientras, en el Caribe Colombiano, los españoles resistían
heroicamente al cerco que por mar y tierra estrechaban los
británicos. La noche del 19 de abril de 1741, cuando sobre San
Felipe hubieron caído toneladas de bombas, tres columnas de
granaderos iniciaron el asalto a la fortaleza, con tan mala fortuna
para los invasores que las escalas que tan a conciencia habían
preparado, por un error en la información que manejaron, se quedaron
cortas y los invasores no pudieron llegar a la altura de las almenas,
ni retroceder, ante el impedimento de sus propias fuerzas terrestres
que lo obstaculizaban, quedando bajo las murallas a merced de los
españoles que abrieron fuego produciendo una verdadera masacre en el
enemigo. Envalentonados por el giro de los acontecimientos, los
defensores de la fortaleza, con Lezo al frente, calaron
bayonetas y persiguieron al enemigo que hubo de abandonar todo y
correr a refugiarse en los barcos, desde donde continuaron asediando
la ciudad. Pero escasos de alimentos, maltrechos por las muchas
heridas sufridas y pasto de las enfermedades que se desataron a
bordo, se fueron diezmando y hubieron incluso de hundir barcos por
falta de tripulación. Así fueron las cosas hasta que el 9 de mayo,
veinte días después del intento de asalto, y casi a los dos meses
de asedio, Vernon decidió levantar el cerco y
marcharse rumbo a Jamaica, dejando un reguero de más de seis mil
cadáveres, muertos a manos de los españoles, más los que se
cobraran la hambruna y las enfermedades a bordo de los barcos.
No satisfecho del resultado, el primero de julio de ese mismo año,
los restos de la escuadra de Vernon, con su almirante
al frente, zarpó de Jamaica con destino a Cuba. Un poco a la
desesperada, atacó Santiago pero fue repelido por la fuerte
guarnición, intentándolo después con Guantánamo, en donde
consiguió desembarcar y apoderarse de la ciudad. Pero nuevamente las
enfermedades hicieron presa entre los británico y en noviembre de
ese mismo año tuvieron que abandonar su empresa. Aunque continuaron
asediando las plazas españolas, lo cierto es que no pusieron
demasiado afán en su labor y, poco a poco, se fue disgregando la
enorme flota del soberbio “albión”, dedicándose,
unos, al “corso”, su actividad preferida, otros, a
descansar en Jamaica y algunos a vigilar las flotas españolas.
Fortaleza de San Felipe de
Barajas con sus espléndidas murallas.
En definitiva, los británicos se llevaron un buen varapalo y
perdieron casi por completo una flota poderosísima, además de
muchas vidas y gran parte de su prestigio naval y guerrero.
Cuando su dignísima majestad británica, Jorge II, se enteró
del descalabro y de la farsa montada por Vernon,
prohibió terminantemente que se hablara o escribiera sobre el
episodio.
Pero… ¿qué hicieron en la corte española? Nada, no hicieron
nada, ni tan siquiera tomaron represalias y por no hacer, hicieron
como los británicos: no hablar del tema.
Por eso La Guerra de la Oreja de Jenkins, o Guerra
del Asiento es tan desconocida para el mundo entero.
Todas las guerras son odiosas, pero han curtido a los pueblos, han
forjado su espíritu de unidad, su idea de patria común. Sirven a
las efemérides y al recuerdo; en este caso, además, garantizó por
otros sesenta años el poderío español en el Nuevo Mundo ¡Ojalá
que la de Jenkins empiece a ser recordada!
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