Publicado el 7 de junio de 2008
Seiscientos ocho años separan dos acontecimientos singulares que
tuvieron lugar en nuestro país. Seiscientos ocho años entre la
disputa por una trucha y la negativa a acortar la capa y en los dos
casos, se terminó igual, levantándose el pueblo contra el
gobernante y tomando la justicia por su mano. En ambos casos, como se
verá, el pueblo salió victorioso y en ambos casos los monarcas
reinantes hubieron de doblegarse al enorme poder de un pueblo que ya
está cansado de aguantar injusticias, hambre y represión.
Seiscientos ocho años entre los dos motines quizás más famosos de
los habidos en este país, si no contamos el Levantamiento del
Dos de Mayo contra los franceses, cuyas causas, de lesa
patria, justificaban y con mucho la revolución.
El Motín de la Trucha tuvo lugar el año 1158 en
Zamora, que en aquella fecha pertenecía al reino de
León, en cuyo trono se sentaba Fernando II. Cien años
antes, su antepasado Fernando I, primer rey de Castilla
y luego rey de Castilla y León, por matrimonio, había
concedido determinados privilegios a las plebes que evidentemente no
habían satisfecho a los nobles, que aun conservaban muchos derechos,
algunos de los cuales comenzaban a ser intolerables.
No se sabe muy bien si aireado como leyenda urbana de la época o
realidad absoluta, lo cierto es que se cuenta que aquel año de 1158,
en el mercado de abastos de Zamora ocurrió un hecho
singular que acabó en una revuelta de la plebe en la que perecieron
muchos nobles.
La nobleza tenía un derecho antiguo de entrar al mercado antes que
el pueblo llano, para el que los abastos se abrían a las nueve de la
mañana. Un día, Benito el Peletero, que tenía una
tienda de curtidos en la cuesta de Balborraz, muy cerca
de la Plaza Mayor de Zamora, mandó a su hijo Pedro
al mercado. El chico esperó a la puerta a que la campana señalase
la hora en que los plebeyos podían hacer sus compras y al sonar
ésta, entró con los demás ciudadanos y concertó la compra de una
magnífica trucha sanabresa con un pescadero amigo suyo. Ya había
cerrado el trato con el mercader, cuando apareció un sirviente de
don Gómez Álvarez de Vizcaya que haciendo caso omiso
de la hora y del permiso al pueblo para comprar, se empeñó en
llevarse la trucha para su señor. No se sabe muy bien si solamente
forcejearon el joven Pedro y el sirviente, o como dicen
algunos otros, en la refriega, Pedro dio muerte al
lacayo, lo cierto es que enterado don Gómez de que no
se había considerado su alta alcurnia, montó en cólera y pidió el
máximo castigo para tamaña ofensa.
Llamó a capítulo a toda la nobleza zamorana y, presididos por el
Justicia Mayor, don Ponce Cabrera, entraron en
concilio en el interior de la iglesia de San Román.
Muerte y escarmiento, era la petición de la nobleza, por lo que la
turba, enfurecida contra los aristócratas y dirigida por Benito,
el padre de Pedro, cerró las puertas de la iglesia y
acudiendo a la cercana Plaza de la Leña, acarrearon
cuanta madera pudieron y con la que iniciaron una hoguera que terminó
por prender en la techumbre de la iglesia que se desplomó sobre los
nobles congregados en el santo lugar. No satisfechos con ello,
asaltaron la cárcel, edificio próximo a la mencionada iglesia,
posiblemente porque allí se encontrara encerrado el joven Pedro,
al que liberaron así como a todos los presos.
Más tarde, cuando meditaron sobre la trascendencia que su acción
podría conllevar, los más significados de la revuelta recogieron
sus pertenencias y se marcharon hacia Portugal. En el camino
escribieron una carta al rey Fernando, solicitando su
perdón y advirtiendo que caso de no obtenerlo se marcharían a
repoblar tierras portuguesas, donde serían muy bien recibidos.
Sabedor el rey de esta circunstancia y ante el miedo de quedar
despoblada una ciudad como Zamora, vital para la defensa del Duero,
otorgó el perdón real con dos condiciones: la primera que reparasen
la iglesia sin costo alguno para las arcas reales y la segunda que
obtuviesen el perdón papal por tamaña felonía.
El Papa también se avino al perdón, previo pago de su importe y los
zamoranos reconstruyeron la iglesia que a día de hoy se localiza en
la llamada Plaza del Motín de la Trucha y que recibe
por nombre Santa María La Nueva.
Vista desde el ábside de
la Iglesia románica de Santa María la Nueva.
La otra revuelta nos es más próxima. Reinaba en Nápoles y Sicilia
el monarca español Carlos VII, duque de Parma y
Toscana, tercer hijo de Felipe V y primero de
su matrimonio con Isabel de Farnesio, al fallecimiento
de sus dos hermanos mayores, Luis y Fernando, heredó
la corona de España, a donde se trasladó con gran pesar suyo. Aquí
reinó con el nombre de Carlos III, conocido como el
mejor alcalde de Madrid.
Era un rey moderno, muy viajado; afrancesado, que se decía en la
época y que se quedó desagradablemente sorprendido cuando pudo
comprobar que Madrid no era mejor que un corral de vacas: calles sin
empedrar, que levantaban polvaredas en verano y se convertían en
ciénagas en invierno, mal alumbradas, insalubres por falta de
saneamientos, en donde todo se arrojaba a la vía pública previa
advertencia de ¡agua va!, inseguras, y muchas otras valoraciones,
todas negativas, mereció la ciudad para él y sus acompañantes.
Por no tener, no tenía ni un palacio donde alojarse dignamente, pues
el Palacio de Oriente estaba en construcción.
Al rey lo había acompañado parte de su equipo de gobierno de los
reinos italianos y entre ellos destacaban Grimaldi, Sabatini y
Esquilache.
Los tres eran personas ilustradas, de la total confianza del monarca,
a los que se ofreció responsabilidades importantes en el nuevo
gobierno español. Sobre todo don Leopoldo de Gregorio,
Marqués de Esquilache, al que dio la cartera de
Hacienda.
Esquilache empezó a hacer innovaciones importantes en
la ciudad: adoquinar calle, hacer conducciones para aguas residuales,
colocar farolas y algo muy curioso, empezó a acostumbrar a la
nobleza a la higiene y a adoptar la forma de vida que se había
impuesto en toda Europa y que se conocía como Ilustración
y en el desprecio popular se llamaba afrancesamiento.
Una de las cosas que hizo fue modificar las modas en el vestir,
imponiendo la capa corta, muy francesa, y el tricornio,
o sombrero de tres picos, en vez de los grandes sombreros chambergos
de ala muy ancha o las capas hasta los tobillos que se usaban
entonces. La nobleza aceptó bien el cambio que embellecía a los
“petimetres” de la corte y pronto se cambió la
tendencia, sin embargo las clases populares seguían utilizando las
capas y los castoreños.
Alguaciles recortando las capas de los ciudadanos
Un edicto de Esquilache prohibió de manera radical el
uso de estas dos prendas con carácter general, so pretexto de que
bajo ellas, una persona se embozaba ocultando su identidad y podía
cometer cualquier tropelía, así como que servía para ocultar armas
que estaban proscritas para el populacho. La medida podría ser
sensata e incluso conveniente en la insegura capital de España, pero
impopular.
La multa, en caso de incumplimiento del edicto, era de seis ducados y
doce días de cárcel para la primera infracción y el doble para la
segunda.
A los pasquines anunciando el edicto, los madrileños contestaron con
otros pasquines poniendo verde al italiano. Llegaron las primeras
multas y las primeras prisiones para los desobedientes así como las
provocaciones a los alguaciles locales a los que Esquilache
reforzó con miembros de la famosa y temida Guardia Valona.
Se cobraban multas en plena calle, o se recortaban las capas de los
desobedientes, hasta que la mañana del Domingo de Ramos
de 1766, en la madrileña Plaza de Antón Martín, unos
ciudadanos provocaron y agredieron a unos guardias a los que hicieron
huir. La turba enfervorizada asaltó un cuartelillo de la misma Plaza
y se apoderaron de sables y fusiles, con los que se dirigieron a la cercana
calle de Atocha, en donde se toparon con el Duque
de Medinaceli que se comprometió a actuar de mediador. Las
represalias de la guarnición no se hicieron esperar y Esquilache,
en vez de moderar el conflicto y aplacar ánimos, ordenó una mayor
contundencia en las actuaciones. El resultado fue una revuelta
popular que prendió como la pólvora por toda España.
En Madrid, envalentonados por los primeros resultados, los sublevados
asaltaron la casa de Esquilache y mataron a un sirviente.
En ese momento el Marqués se encontraba en Palacio, despachando con
el rey. A su paso por las diferentes calles, la turbamulta va
rompiendo farolas y todo lo que les huela a innovación de
Esquilache, el cual ha de quedarse junto al rey en el
Palacio Real a esperar que se calmen los ánimos.
Al día siguiente, la multitud se dirige a Palacio, en donde la
Guardia Valona se hace fuerte y dispara contra la
muchedumbre, matando a una mujer, lo que enaltece los ánimos aún
más, si cabe. Un sacerdote se ofrece como mediador y hace llegar una
lista de peticiones al monarca, que finalmente accede, dando fin al
conflicto.
Los insurrectos piden que se marchen los ministros italianos y sus
familias, abaratamiento del precio de los comestibles, supresión de
las Juntas de Abastos, disolución de la Guardia
Valona, que los demás guardias no salgan de sus cuarteles y
que se siga autorizando el uso de la capa y el sombrero. ¡Ah, y que
el rey salga al balcón para ratificar todo eso de viva voz!
El rey lo acepta todo pero se marcha a Aranjuez muerto de miedo, en
compensación, hace leer su promesa por las calle de la Capital y el
pueblo vuelve a sus casas contento dando vivas al rey.
Como en la Trucha ¡qué fácil es convencer a un rey, cuando se lo
pide la masa enfurecida!
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