Publicado el 31 de mayo de 2008
Se cuenta como un hecho histórico, yo no me lo creo por su
desenlace, y me atrevería a decir que es pura ficción, leyenda o
mitología. Pero de lo que no cabe duda es que, de ser cierto, sería
un episodio de gran calado social que por su final es exponente del
buen criterio y de la mejor educación de un pueblo muy civilizado.
Cuenta Tito Livio en su obra “Ad urbe condita” que
después de la destrucción de Troya por los griegos, Eneas
recibió la consigna de construir otra ciudad como la que se acababa
de asolar y así escogió la península italiana para levantar una
ciudad a la que llamó “Lavinia”, el nombre de su
esposa, muerta en la guerra contra los griegos.
Luego, el hijo de Eneas, Lulio, construyó
otra ciudad, “Alba Longa”. Así parece que cada
personaje al que le apetecía independizarse, se dedicaba a construir
ciudades.
Y en esas estaban cuando en el año 753 antes de nuestra Era, los
hermanos Rómulo y Remo comenzaron a construir la
ciudad de Roma a los pies del Monte Palatino y las
otras seis colinas que rodearían la ciudad. Dice la leyenda que
después de reponer en el trono de “Alba Longa” a
su abuelo “Numitor”, con un arado, trazaron un
extenso surco en el suelo, dentro del cual estaría la ciudad. Sobre
ese surco se construyó la muralla que la protegería y que vino a
ser decisivo en la vida romana, pues configuró lo que sus ciudadanos
llamaron “pomerium” y que no era otra cosa que el
límite de muchos derechos ciudadanos. Salir del “Pomerium”
podría definirse hoy como “extramuros”. Pues bien, Rómulo mató
a su gemelo Remo porque éste atravesó sacrílegamente el
“pomerium”. En realidad lo que hizo fue saltar
sobre las murallas en construcción, en una acción jocosa que quería
significar que no eran inexpugnables
Sin la sombra de su hermano, Rómulo fue elegido primer
rey de Roma, encontrándose una ciudad casi
deshabitada, con influencia en un exiguo territorio. Para poblarla,
la ofreció a criminales, esclavos huidos, desertores y toda clase de
escoria social que acogió en la recién inaugurada urbe y con los
que llegó a alcanzar un grado de población considerable.
Pero se presentaba un tremendo problema que, de no solucionarse,
acabaría extinguiendo a la población de la ciudad y es que no había
mujeres para reproducirse y perpetuarse, así que Roma
duraría lo que el último de los habitantes que había en aquel
momento.
Se mandaron emisarios y embajadores a los pueblos vecinos ofreciendo
grandes prebendas para los que accedieran a que sus hijas desposaran
a los romanos, pero era tal la fama que tenían los habitantes de la
urbe que nadie se aprestaba a solucionar el problema reproductivo.
Estaban complicadas las cosas cuando Rómulo se inventó
unas fiestas deportivas en honor del dios Neptuno e
invitó a todos los pueblos cercanos. Acudieron algunos y entre
ellos, con mejor voluntad y hospitalario espíritu, llegaron los
“Sabinos”, con su rey Tito Tacio a la
cabeza y acompañados de todas sus familias, mujeres e hijos.
Los juegos se fueron desarrollando con normalidad y para cerrar el
evento con la solemnidad requerida, los romanos ofrecieron una cena a
los sabinos. A los postres, cada romano soltero raptó a una de las
mujeres sabinas y huyeron con ella, mientras que los casados, echaron
de Roma a los indignados maridos, padres o hermanos de las raptadas.
Como es natural, las sabinas no se avenían a razones y mucho
hubieron de convencerlas los romanos para que ellas se entregasen de
buen grado, haciéndoles ver que debían sentirse orgullosas, pues
ellos solamente querían que se convirtiesen en sus esposas y así
formar parte del pueblo que había sido elegido por los dioses para
gobernar el mundo.
Momento del Rapto en un
cuadro de Poussin
Parece que quedaron convencidas por lo que a continuación sucedió,
pues los sabinos, indignados por la ofensa recibida y por haberse
quedado sin sus mujeres, pusieron cerco a Roma y
lograron entrar en la ciudad, acorralando a los romanos en el
Capitolio. Ya los tenían casi dominados, cuando se dispusieron a dar
la batalla final.
Y entonces ocurre un hecho singular y es que las mujeres raptadas,
las sabinas, se interponen entre los dos ejércitos e
impiden que se acometan so pretexto de que gane quien gane, aquella
será una batalla que ellas perderán siempre, pues si la suerte se
decantaba del lado de los sabinos, perderían a sus maridos romanos y
si eran éstos los que ganaban, perderían a sus padre y hermanos.
El Rapto de las Sabinas de
Jacques L. David. Museo del Louvre
Parece que el argumento llevó a la razón a unos y otros y
depusieron las armas, firmando entre ellos una tregua que se saldó
con una alianza que sellaron Rómulo y Tito
Tacio, formando una “diarquía” o gobierno
de dos reyes, que duró hasta la muerte de Rómulo en
el año 716 antes de nuestra cronología.
¿Es esto verdad? Yo no me lo creo, bueno, si que me creo que los
romanos fueran de correrías y que raptaran mujeres con las que
poblar su nueva ciudad. Lo que no me creo es que la sociedad romana,
compuesta por individuos de la extracción social descrita
anteriormente, fuese capaz de convencer a las raptadas de que debían
sentirse orgullosas. Pero hay una cosa que si que es cierta y es que
en aquella sociedad la mujer desempeñó un papel fundamental.
Primero hay que pensar que los acontecimientos se centran hace
veintiocho siglos. Luego que era el germen de una civilización que
si bien llegó a dominar el mundo conocido siglos después, en
aquellos momentos no era nada.
La primera forma de gobierno romana fue la monarquía, pero no la
monarquía entendida en el momento actual que es siempre hereditaria.
No. El pueblo romano nombraba a su rey de entre las personas más
prestigiosas. Así ocurrió con los cuatro primeros reyes: Rómulo,
que era romano; Numa Pompilio, que era sabino; Tulio
Hostilio, nuevamente romano y Anco Marcio, otra
vez sabino.
A éste le sucedió Tarquino Prisco que era corintio,
pero que al emigrar a Roma fue adoptado como hijo por
Anco Marcio. Y ese es el momento en que la monarquía
romana empieza a ser hereditaria, pero al contrario de lo que se
supone, no por línea paterna, sino materna. Quiere esto decir que en
la familia real, es la mujer la que lleva la sangre y es de su
descendencia de que se elige al rey, muchas veces por línea directa,
es decir de entre sus hijos, otras de entre los maridos de sus hijas.
Así ocurrió hasta el último rey romano, “Tarquino el
Soberbio”, una persona abyecta cruel, ambiciosa y miserable
al que le cupo el dudoso mérito de ser el último y dar paso a la
República, con la que Roma alcanzó todo su esplendor.
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